No sólo sufría por el hijo de Flor de Nieve, sino también por el bebé que llevaba en mi vientre. Era duro estar asustada y no tener a nadie que me animara ni consolara. Cuando todavía vivía en mi casa natal, mi madre estaba demasiado ocupada imponiéndome opresivas tradiciones y costumbres para ofrecerme consejos prácticos, y mi tía, que había tenido varios hijos muertos, me evitaba para no transmitirme su mala suerte. Ahora que vivía en la casa de mi esposo, no tenía a nadie. Mis suegros y mi marido se preocupaban por el bienestar del niño, por supuesto, pero a nadie parecía preocuparle que yo pudiera morir en el parto de su heredero.
La carta de Flor de Nieve fue como un buen presagio. Si ella había tenido un buen parto, seguro que mi bebé también sobreviviría. Me infundía fuerza saber que, aunque llevábamos una vida nueva, el amor que nos profesábamos no había disminuido. Ese amor se fortaleció cuando nos embarcamos en nuestros años de arroz y sal. A través de nuestras cartas compartiríamos nuestros sinsabores y triunfos, pero, como en todo lo demás, había que seguir ciertas reglas. Como mujeres casadas que habían «caído» en la casa de su esposo, teníamos que abandonar nuestras costumbres infantiles. Escribíamos cartas llenas de tópicos, con frases y expresiones formularias. En parte eso se debía a que éramos unas forasteras en la casa de nuestro esposo y estábamos ocupadas aprendiendo las costumbres de nuestra nueva familia. Y en parte a que no sabíamos quién podía leer nuestras cartas.
Nuestras palabras tenían que ser circunspectas. No podíamos censurar en excesó la vida que llevábamos, lo cual no resultaba fácil porque, por otra parte, la correspondencia de una mujer casada debía incluir las típicas quejas: que éramos dignas de lástima, impotentes, que trabajábamos hasta el agotamiento, que estábamos tristes y añorábamos nuestro hogar natal. Se suponía que teníamos que hablar con franqueza de nuestros sentimientos sin parecer desagradecidas, despreciables o malas hijas. Una nuera que habla abiertamente de la vida que lleva es una vergüenza tanto para su familia natal como para la de su esposo; como ya sabéis, ésa es la razón por la que no me decidí a escribir mi historia hasta que hubieron muerto todos.
Al principio tuve suerte, porque no tenía motivos para quejarme. Cuando se concertó mi compromiso matrimonial, me enteré de que el tío de mi esposo era un jinshi, el cargo más elevado de los funcionarios imperiales. Ahora entendí el dicho que había oído de niña («Si un hombre se convierte en funcionario imperial, todos los perros y gatos de su familia van al cielo»). Tío Lu vivía en la capital y había encargado la administración de sus propiedades al señor Lu, mi suegro, que casi todos los días se marchaba de casa antes del amanecer y recorría los terrenos hablando con los campesinos de las cosechas, supervisando proyectos de riego y reuniéndose con otros mayores de Tongkou. La responsabilidad de todo cuanto sucedía en sus tierras recaía sobre sus hombros. Tío Lu gastaba el dinero sin preocuparse por cómo llegaba a sus cofres. Le iban tan bien las cosas que sus dos hermanos menores vivían en sus propias casas, aunque éstas no eran tan lujosas como la nuestra. A menudo venían a cenar a nuestro hogar con sus familias, y sus esposas acudían casi a diario a la habitación de las mujeres. Dicho de otro modo, todos los miembros de la familia de tío Lu -los perros y los gatos, hasta las cinco criadas de grandes pies que compartían una habitación contigua a la cocina- se beneficiaban de su privilegiada posición.
Tío Lu era el amo y estaba por encima de todos, pero yo tenía asegurado mi lugar porque era la primera nuera y había dado a mi esposo su primer hijo varón. Tan pronto nació mi hijo y la comadrona me lo puso en los brazos, me sentí tan feliz que olvidé los dolores del parto, y tan aliviada que dejaron de preocuparme todas las desgracias que todavía podían sucederle. En la casa todos estaban contentos y me expresaron su gratitud de diversas formas. Mi suegra me preparó una sopa especial con licor, jengibre y cacahuetes para ayudar a que me subiera la leche y a que se me redujera el vientre. Mi suegro me envió a través de sus concubinas un trozo de brocado de seda azul para que confeccionara una túnica a su nieto. Mi esposo se sentó a mi lado y habló conmigo.
Por eso aconsejaba a las jóvenes que se casaban con miembros de la familia Lu, y a otras a las que conocí cuando empecé a enseñar nu shu, que se dieran prisa y tuvieran un hijo varón cuanto antes. Los hijos varones son la base de la identidad de toda mujer. Son ellos quienes le confieren dignidad, protección y valor económico. Crean el vínculo que las une a su esposo y a sus antepasados. Ése es el único logro que un hombre no puede alcanzar sin ayuda de su esposa. Sólo ella puede garantizar la perpetuación del linaje familiar, que a su vez es el máximo deber de todos los hijos varones. De ese modo, el hombre cumple con su deber filial, mientras los hijos son la suprema gloria de una mujer. Yo lo había conseguido y estaba eufórica.
Flor de Nieve:
Tengo a mi hijo a mi lado.
Todavía no ha terminado mi período de purificación.
Mi esposo me visita por la mañana.
Parece feliz.
Mi hijo me mira con expresión interrogante.
Estoy deseando verte en la Fiesta del Primer Mes.
Por favor, emplea tus mejores palabras para poner a mi hijo en nuestro abanico.
Háblame de tu nueva familia.
No veo mucho a mi esposo. ¿Y tú?
Miro por la celosía y veo tu ventana.
Siempre cantas en mi corazón.
Pienso en ti todos los días.
Lirio Blanco
¿Por qué los llaman años de arroz y sal? Porque los pasamos realizando las tareas cotidianas: bordando, tejiendo, cosiendo, remendando, confeccionando zapatos, cocinando, fregando los platos, limpiando la casa, lavando la ropa, manteniendo encendido el brasero y, por la noche, mostrándonos dispuestas a cohabitar con un hombre al que todavía no conocemos bien. También son días dominados por la ansiedad y los afanes de toda madre primeriza. ¿Por qué llora el niño? ¿Tendrá hambre? ¿Toma suficiente leche? ¿Conseguiré que se duerma? ¿Duerme demasiado? ¿Y qué hay de las fiebres, los sarpullidos, las picaduras de insectos, el calor excesivo, el frío extremo, los cólicos, por no mencionar las enfermedades que asolan el país todos los años llevándose a montones de niños, pese a los esfuerzos de los herboristas y sus ofrendas en los altares de las familias, y pese a las lágrimas de las madres? Además de preocuparnos por el bebé al que damos de mamar, hemos de preocuparnos aún más por la verdadera responsabilidad de toda mujer: tener más hijos y asegurar la siguiente generación y las posteriores. Sin embargo, durante las primeras semanas de la vida de mi hijo yo tenía otra preocupación que no guardaba relación con mis deberes de nuera, esposa o madre.
Cuando pregunté a mi suegra si podía invitar a Flor de Nieve a la Fiesta del Primer Mes de mi hijo, me contestó que no. Ese desaire es algo que la gente de nuestro condado considera un terrible insulto. Me quedé muy abatida y desconcertada por su actitud, pero no podía hacerle cambiar de opinión. Ese día se convirtió en uno de los más importantes y alegres de mi vida, y lo pasé sin la compañía de mi laotong. La familia Lu acudió al templo de los antepasados para poner el nombre de mi hijo en la pared con los del resto de los miembros de la familia. Entre los invitados y parientes repartieron huevos rojos -símbolo de una vida llena de celebraciones y momentos felices-. Se sirvió un gran banquete con sopa de nido de pájaro, aves que habían estado seis meses en salazón y pato aumentado con vino y cocido con jengibre, ajo y pimientos rojos y verdes picantes. Yo echaba de menos a Flor de Nieve, y más tarde le escribí para contarle todos los detalles de la fiesta, sin pensar que eso le recordaría el terrible desprecio de que había sido víctima. Al parecer encajó bien el desaire que le habíamos hecho, porque me envió un regalo: una túnica y un gorro con bordados y pequeños dijes para mi hijo.
Cuando mi suegra los vio, dijo: «Una madre debe vigilar siempre a quién deja entrar en su vida. La madre de tu hijo no puede juntarse con la esposa de un carnicero. Las mujeres con amor filial crían hijos con amor filial, y nosotros esperamos que cumplas nuestros deseos.»
Al oírle esas palabras comprendí que mis suegros no sólo no querían que Flor de Nieve viniera a la fiesta, sino que no deseaban que volviera a verla. Yo estaba horrorizada, aterrada, y, como acababa de tener el bebé, no paraba de llorar. No sabía qué hacer. Acabaría rebelándome contra mis suegros por esa cuestión, sin darme cuenta de cuan peligroso podía resultar.
Entretanto, Flor de Nieve y yo nos escribíamos furtivamente casi a diario. Yo creía saberlo todo acerca del nu shu y estaba convencida de que los hombres no debían tocarlo ni verlo jamás, pero en la casa de los Lu, donde todos los varones dominaban la escritura de los hombres, me di cuenta de que la escritura secreta de las mujeres no era en realidad tan secreta. Entonces comprendí que los hombres de todo el condado debían de conocer el nu shu. ¿Cómo no iban a conocerlo? Lo llevaban bordado en los zapatos. Nos veían tejer nuestros mensajes en piezas de tela. Nos oían cantar nuestras canciones y nos veían exhibir nuestros libros del tercer día. Lo que pasaba era que los hombres consideraban que su escritura era muy superior a la nuestra.
Dicen que los hombres tienen el corazón de hierro, mientras que el de las mujeres es de agua. Eso se hace patente en las diferencias entre la escritura de los hombres y las mujeres. La de ellos tiene más de cincuenta mil caracteres, cada uno bien diferenciado, cada uno con profundos significados y matices. La de las mujeres quizá tenga seiscientos, que utilizamos fonéticamente, como bebés, para crear cerca de diez mil palabras. Para aprender y entender la escritura de los hombres hace falta toda una vida. La de las mujeres es algo que aprendemos de niñas, y necesitamos el contexto para captar su significado. Los hombres escriben acerca del reino exterior de la literatura, las cuentas y el rendimiento de los cultivos; las mujeres escriben acerca del reino interior de los hijos, las tareas domésticas y las emociones. Los hombres de la familia Lu estaban orgullosos del dominio que sus esposas tenían del nu shu y de su habilidad para el bordado, aunque esas cosas eran tan importantes para la supervivencia como la ventosidad de un cerdo.