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Te pido que no sufras tanto.

Recuerda cuando bordábamos juntas y cuchicheábamos por la noche.

Somos dos patos mandarines.

Somos dos aves fénix que surcan el cielo.

Lirio Blanco

En su siguiente carta, mi laotong no hacía ningún comentario sobre su nueva familia, aparte de que su hijo había aprendido a sentarse. Hacia el final volvía a preguntarme por mi vida.

Cuéntame cómo son las comidas y de qué se habla durante ellas.

¿Recitan los clásicos mientras comen?

¿Entretiene tu suegra a los hombres contándoles historias?

¿Les canta para ayudarlos a digerir la comida?

Intenté responder con sinceridad. Los hombres de mi casa hablaban de negocios: qué parcela de tierra podían arrendar, quién la cultivaría, cuánto tenían que pedir por el arrendamiento, cuánto habría que pagar de impuestos. Querían «llegar más alto», «alcanzar la cima de la montaña». Todas las familias dicen cosas así el día de Año Nuevo, cuando sirven platos especiales que evocan esos deseos, conscientes de que no son más que eso: deseos. Sin embargo, mis suegros trabajaban con empeño para verlos cumplidos. Las suyas eran conversaciones aburridas que yo no entendía ni me interesaba entender. Eran la familia más rica de Tongkou. Yo no podía imaginar qué más podían desear y, sin embargo, ellos nunca apartaban la vista de la cima de la montaña.

Esperaba que Flor de Nieve se sintiera más feliz en su nuevo hogar, amoldándose, como debe hacer toda esposa, a unas circunstancias completamente diferentes de las que había conocido en su casa natal. Entonces, una oscura tarde, mientras amamantaba a mi hijo, oí que el palanquín de la señora Wang se detenía delante del umbral. Pensé que la casamentera subiría por la escalera, pero fue mi suegra quien entró en la habitación y, con gesto de desaprobación, dejó una carta encima de la mesa. En cuanto mi hijo se durmió, acerqué la lámpara de aceite y la abrí. Me di cuenta enseguida de que el formato era diferente del de las anteriores. Empecé a leer con gran temor.

Lirio Blanco:

Estoy sentada en la habitación de arriba, llorando. Oigo fuera a mi esposo, que está matando un cerdo. Sigue violando las reglas de la purificación.

La primera vez que vine aquí, mi suegra me hizo subir a la plataforma que hay fuera de la casa y me obligó a mirar cómo mataban un cerdo, para que supiera de dónde procedía nuestro sustento. Mi esposo y mi suegro llevaron el cerdo hasta el umbral. El animal iba colgado de las patas a un palo que mi suegro y mi esposo llevaban sobre el hombro. Estaba entre los dos hombres y no paraba de chillar. Sabía lo que iba a sucederle. Ahora he oído ese sonido muchas veces, porque todos saben lo que les va a pasar y sus gritos resuenan por el pueblo muy a menudo.

Mi suegro sujetó el cerdo junto a un gran wook lleno de agua hirviendo. (¿Te acuerdas del wok que hay delante de mi casa? El que está empotrado en la plataforma. Debajo hay un hueco para quemar carbón.) A continuación mi esposo le cortó el cuello. Primero recogió la sangre, que luego las mujeres freirían, y después metió el animal en el wok, donde lo hirvió hasta ablandarle la piel. Entonces me hizo arrancarle el pelo. Yo no paraba de llorar, aunque no hacía tanto ruido como el que había armado el cerdo. Juré que nunca volvería a mirar ni a participar en aquel acto impuro. Mi suegra reprobó mi debilidad.

Cada día que pasa me parezco más a la esposa Wang. ¿Te acuerdas de la historia que nos contó mi tía? He dejado de comer carne. A mis suegros no les importa; así tienen más para repartirse.

Estoy sola en el mundo; sólo os tengo a ti y a mi hijo.

Ojalá no te hubiera mentido. Prometí que siempre te diría la verdad, pero no me gusta que conozcas la indignidad de mi vida.

Me siento junto a la celosía y miro más allá de los campos, en dirección a mi pueblo natal. Te imagino junto a tu ventana, mirándome. Mi corazón sobrevuela los campos y llega hasta ti. ¿Estás ahí sentada? ¿Me ves? ¿Me sientes?

Estoy muy triste sin ti. Me gustaría que me escribieras o vinieras a visitarme.

Flor de Nieve

¡Era una tortura! Miré por la celosía en dirección a Jintian con la esperanza de ver al menos a Flor de Nieve. Me torturaba saber que mi laotong estaba sufriendo y yo no podía abrazarla para ofrecerle consuelo. En la habitación de arriba, delante de mi suegra y las otras mujeres, saqué un trozo de papel y preparé tinta. Antes de coger el pincel releí la misiva de Flor de Nieve. En la primera lectura sólo había captado su tristeza, pero entonces me di cuenta de que ya no escribía las frases tradicionales que las esposas utilizaban para componer sus cartas, sino que hablaba con más sinceridad y franqueza acerca de su vida.

La audacia de mi laotong me hizo comprender la verdadera función de nuestra escritura secreta: no había sido concebida para que nos escribiéramos cartas ingenuas ni para que nos presentáramos a las mujeres de la familia de nuestro esposo, sino para darnos voz. El nu shu era un medio por el que nuestros pies vendados podían acercarnos unas a otras, por el que nuestros pensamientos podían sobrevolar los campos, como había escrito Flor de Nieve. Los hombres de nuestras casas no concebían que nosotras pudiéramos tener algo importante que decir. No imaginaban que pudiéramos tener emociones ni expresar ideas creativas. Las mujeres -nuestras suegras y las demás- levantaban bloqueos aún mayores para protegerse de nosotras. Sin embargo, a partir de ese momento confié en que Flor de Nieve y yo escribiéramos la verdad acerca de nuestras vidas, tanto si estábamos juntas como separadas. Quería dejar de utilizar las frases estereotipadas que tan comunes eran entre las esposas en sus años de arroz y sal y expresar mis verdaderos pensamientos. Hablaríamos como hablábamos cuando estábamos acurrucadas en la habitación de arriba de mi casa natal.

Necesitaba ver a Flor de Nieve y asegurarle que la situación mejoraría, pero, si desobedecía a mi suegra e iba a visitarla, cometería uno de los delitos más graves. Esconderme para escribir o leer cartas no era nada comparado con eso, pero tenía que hacerlo si quería ver a mi laotong.

Flor de Nieve:

Lloro cuando te imagino en esa casa. Eres demasiado buena para tener que soportar tanta indignidad. Tenemos que vernos. Por favor, ven a mi casa natal el Día de la Expulsión de los Pájaros. Llevaremos a nuestros hijos. Volveremos a ser felices. Te olvidarás de tus problemas. Recuerda que junto a un pozo nadie pasa sed. Junto a una hermana nadie desespera. Siempre seré tu hermana.

Lirio Blanco

Sentada en la habitación de arriba, planeaba y conspiraba, pero tenía miedo. Decidí que lo más aconsejable era la simplicidad -recogería a Flor de Nieve con mi palanquín de camino a casa-, pero también era la forma más fácil de que me descubrieran. Las concubinas podían estar mirando por la celosía y ver cómo el palanquín torcía hacia la derecha, hacia Jintian. Y había otro factor aún más peligroso: los caminos estarían llenos de mujeres -mi suegra entre ellas- que volvían a sus hogares natales para pasar allí la fiesta. Podía vernos cualquiera; cualquiera podía denunciarnos, aunque sólo fuera para congraciarse con la familia Lu. Sin embargo, cuando llegó el día, ya había reunido suficiente valor para creer que podía salirme con la mía.

El primer día del segundo mes lunar señalaba el inicio de la temporada de labranza y por eso se celebraba entonces la Fiesta de la Expulsión de los Pájaros. Esa mañana, las mujeres se levantaron temprano para preparar bolas de arroz glutinoso; fuera, los pájaros esperaban a que los hombres empezaran a sembrar los campos. Mi suegra y yo cocinábamos las bolas de arroz, nuestro alimento diario más preciado, con que protegeríamos la cosecha. Cuando llegó la hora, las mujeres solteras de Tongkou llevaron las bolas fuera y las pincharon en unos palos, que a continuación clavaron en los campos para atraer a los pájaros, mientras los hombres lanzaban grano envenenado en los bordes de los labrantíos para que las aves siguieran atracándose. Tan pronto éstas picotearon los primeros granos mortales, las mujeres casadas de Tongkou subieron a carros y palanquines, o a la espalda de mujeres de pies grandes, y partieron hacia sus pueblos natales. Según cuentan las ancianas, si no nos marchamos, los pájaros se comen las semillas de arroz que nuestros esposos están a punto de plantar y no podemos darles más hijos.

Tal como había planeado, mis porteadores se pararon en Jintian. No salí del palanquín por temor a que me viera alguien. Se abrió la portezuela y subió Flor de Nieve, con su hijo dormido en brazos. Habían pasado ocho meses desde que nos viéramos en el templo de Gupo. Yo creía que mi laotong, de tanto trabajar, habría perdido la lozanía del embarazo, pero sus formas aún se adivinaban redondas bajo la túnica y la falda. Tenía los pechos más grandes que yo, aunque su hijo era escuálido comparado con el mío. También tenía el vientre abultado, y por eso se había apoyado al bebé sobre el hombro, en lugar de llevarlo en el regazo.

Cambió de posición al niño, con suavidad, para enseñármelo. Yo aparté a mi hijo de mi pecho y lo levanté para que los dos críos se miraran. Tenían siete y seis meses. Dicen que todos los bebés son guapos. Mi hijo lo era, pero el de Flor de Nieve, pese a tener el pelo espeso y negro, era delgado como un junco, tenía la piel de un amarillo enfermizo y la frente arrugada. Pero, como es lógico, elogié su belleza, y ella hizo lo mismo con mi hijo.

Mientras nos bamboleábamos en el palanquín, nos interesamos por los nuevos proyectos de la otra. Flor de Nieve estaba tejiendo una pieza de tela que incorporaba un verso de un poema; era una labor muy difícil y agotadora. Yo estaba aprendiendo a adobar pájaros; era una tarea relativamente fácil, pero que había que hacer con cuidado para que la carne no se estropeara. Pero eso sólo eran cumplidos; teníamos temas más serios de que hablar. Cuando le pregunté cómo iban las cosas, ella no vaciló ni un instante.

– Cuando me despierto por la mañana, la única alegría que tengo es sentir a mi hijo cerca -me confió mirándome a los ojos-. Me gusta cantar mientras lavo la ropa o entro la leña en la casa, pero mi esposo se enfada si me oye. Cuando está disgustado, no me deja cruzar el umbral si no es para realizar mis tareas. Cuando está contento, por la noche me deja sentarme fuera, en la plataforma donde mata los cerdos. Pero, mientras estoy allí, sólo sé pensar en los animales sacrificados. Por la noche me quedo dormida pensando que volveré a levantarme, pero que no habrá amanecer, sino sólo oscuridad.