Me pesa el trozo de jade que llevaba colgado del cuello para proteger a mi bebé. No puedo dejar de pensar en mi niñita muerta.
Flor de Nieve
Los abortos eran muy frecuentes en nuestro condado, y las mujeres no solían preocuparse demasiado si sufrían uno, sobre todo si el bebé era una niña. Los partos de niños muertos sólo se consideraban espantosos si el bebé era un varón. Si la criatura que nacía muerta era una niña, los padres solían agradecerlo. Nadie necesitaba más bocas inútiles que alimentar. En mi caso, pese a que durante el embarazo me había aterrado pensar que pudiera pasarle algo malo a mi bebé, la verdad es que no sabía cómo me habría sentido si hubiera resultado una niña y hubiera muerto antes de respirar el aire de este mundo. Lo que intento decir es que me había dejado perpleja que Flor de Nieve tuviera semejantes sentimientos.
Yo le había suplicado que me contara la verdad, pero, ahora que ella se sinceraba conmigo, no sabía qué decir.
Quería responder con compasión. Quería ofrecerle consuelo y solaz, pero temía por ella y no sabía qué escribir. No alcanzaba a comprender nada de lo que le había pasado en la vida: su infancia, su pésima boda y ahora esto. Yo acababa de cumplir veintiún años; no sabía qué era la verdadera pobreza, vivía bien, y eso reducía mi empatía.
Busqué con ahínco las palabras que podía escribir a la mujer que amaba y, muy a mi pesar, dejé que las convenciones con que me había criado envolvieran mi corazón, como había hecho aquel día en el palanquín.
Cuando cogí el pincel, me refugié en los versos formales apropiados para una mujer casada, con la esperanza de que eso recordara a Flor de Nieve que la única protección real que teníamos las mujeres era la apariencia plácida que ofrecíamos, incluso en los momentos de mayor angustia. Lo que tenía que hacer era procurar quedarse embarazada otra vez, y pronto, porque el deber de toda mujer era seguir pariendo hijos varones.
Flor de Nieve:
Estoy sentada en la habitación de arriba, reflexionando.
Escribo para consolarte.
Por favor, escúchame.
Querida amiga, calma tu corazón.
Piensa que estoy a tu lado, mi mano sobre la tuya.
Imagina que lloro a tu lado.
Nuestras lágrimas forman cuatro arroyos que fluyen eternamente.
No lo olvides.
Tu pena es profunda, pero no estás sola. No sufras.
Todo está escrito, la riqueza y la pobreza.
Muchos bebés mueren.
Esa es la gran congoja de toda mujer.
No podemos controlar estas cosas.
Sólo podemos intentarlo de nuevo.
La próxima vez, un hijo varón…
Lirio Blanco
Pasaron dos años, y nuestros hijos aprendieron a caminar y hablar. El de Flor de Nieve lo hizo primero, como es lógico. Era seis semanas mayor que el mío, pero sus piernas no eran dos robustos troncos, como las de mi hijo. Siguió siendo delgado, y su delgadez también afectaba a su personalidad. No quiero decir que no fuera listo. Era muy inteligente, pero no tanto como mi hijo. A los tres años, mi hijo ya quería coger el pincel de caligrafía. Era adorable, y se convirtió en el niño mimado de la habitación de arriba. Hasta las concubinas lo colmaban de atenciones y se peleaban por él como se peleaban por las piezas de tela nuevas.
Tres años después del nacimiento de mi primer hijo, llegó el segundo. Flor de Nieve no tuvo la misma suerte. Quizá ella disfrutara teniendo trato carnal con su esposo, pero eso no dio ningún fruto, salvo una segunda hija que nació muerta. Tras esa pérdida, le aconsejé que visitara al herborista del pueblo para pedirle que le diera hierbas que la ayudaran a concebir un hijo y aumentaran su fuerza y su frecuencia en el bajo vientre. Poco después me informó que, gracias a mis consejos, su esposo y ella habían encontrado grandes satisfacciones.
Penas y alegrías
Cuando mi hijo mayor cumplió cinco años, mi esposo me propuso buscar a un profesor para iniciar su educación formal. Como vivíamos en la casa de mis suegros y carecíamos de recursos propios, tuvimos que pedirles que pagaran los gastos. Yo debería haberme avergonzado de las aspiraciones de mi esposo, pero lo cierto es que nunca me arrepentí de que no hubiera sido así. Mis suegros, por su parte, se alegraron infinitamente el día que el profesor se instaló en la casa y nuestro hijo abandonó la habitación de arriba. Lloré al verlo marchar, pero al mismo tiempo aquél fue uno de los momentos más felices de mi vida. Nunca me había sentido tan orgullosa. Abrigaba la secreta esperanza de que quizá algún día mi hijo hiciera los exámenes imperiales. No era más que una mujer, pero hasta yo sabía que esos exámenes significaban un peldaño en el camino hacia el éxito incluso para los funcionarios más pobres. Con todo, su ausencia en la habitación de arriba dejó en mí un vacío que no lograban llenar las divertidas payasadas de mi segundo hijo, las quejas de las concubinas, las discusiones de mis cuñadas ni mis periódicas visitas a Flor de Nieve. Por fortuna, el primer mes del nuevo año lunar volvía a estar embarazada.
Por esa época la habitación de arriba estaba abarrotada. Cuñada Tercera se había instalado en la casa y había tenido una hija. La siguió Cuñada Cuarta, cuyas quejas nos crispaban a todos. Ella también dio a luz una hija. Mi suegra era particularmente cruel con Cuñada Cuarta, que después parió dos varones muertos. Así pues, no miento si digo que las otras mujeres de la casa recibieron la noticia de mi embarazo con envidia. Nada causaba mayor consternación en la habitación de arriba que la llegada, todos los meses, de la menstruación de alguna de las esposas. Todas se enteraban y hablaban de ello. La señora Lu anotaba la fecha y maldecía en voz alta a la joven en cuestión para que todas se enteraran. «Una esposa que no tiene un hijo varón siempre puede ser sustituida», decía, aunque odiaba con toda su alma a las concubinas de su esposo. Cuando yo miraba a las otras mujeres, veía celos y ardiente resentimiento en su semblante, pero ¿qué podían hacer ellas, salvo esperar y ver si yo daba a luz otro varón? Sin embargo, ya no pensaba como antes. Quería tener una hija por razones puramente prácticas. Mi segundo hijo pronto me dejaría para entrar en el mundo de los hombres, mientras que las hijas no abandonaban a sus madres hasta que se casaban. Mi secreta ambición aumentó con la noticia de que Flor de Nieve volvía a estar encinta. Yo deseaba que ella también tuviera una hija.
La primera oportunidad que tuvimos para compartir nuestras aspiraciones y esperanzas llegó con la Fiesta de la Cata, el sexto día del sexto mes. Después de vivir cinco años con los Lu yo sabía que mi suegra no había cambiado de opinión respecto a Flor de Nieve. Sospechaba que ella sabía que nos veíamos en las celebraciones, pero, mientras yo no alardeara de mi relación y cumpliera con mis deberes domésticos, mi suegra me dejaría tranquila.
Como siempre, disfrutamos de nuestros momentos de intimidad en la habitación de arriba de mi casa paterna, aunque no podíamos expresarnos como antes, porque teníamos a nuestros hijos en la cama o acostados en su cuna. Sin embargo, nos hablamos al oído. Yo le confié que deseaba tener una hija que me hiciera compañía. Flor de Nieve se acarició el vientre y en voz baja me recordó que las niñas no eran más que ramas inútiles que no podían perpetuar el linaje de los padres.
– Para nosotras no serán inútiles -repuse-. ¿No podríamos unirlas como laotong antes de que nazcan?
– Lirio Blanco, nosotras somos inútiles. -Se incorporó y vi su rostro iluminado por la luz de la luna-. Lo sabes, ¿verdad?
– Las mujeres somos madres de hijos varones -la corregí. Eso me había asegurado un lugar en la casa de mi esposo. Y sin duda el hijo de Flor de Nieve también le había asegurado un lugar en la suya.
– Ya lo sé. Madres de hijos varones, pero…
– Y nuestras hijas serán nuestras compañeras.
– Yo ya he perdido a dos…
– ¿No quieres que nuestras hijas sean almas gemelas, Flor de Nieve? -De pronto la idea de que pudiera rechazar mi proposición me produjo pánico.
Me miró y esbozó una sonrisa triste.
– Claro que sí. Si tenemos hijas. Ellas podrían prolongar nuestro amor incluso después del más allá.
– Estupendo. Así será. Ahora, túmbate a mi lado. No arrugues la frente. Éste es un momento feliz. Seamos felices juntas.
La primavera siguiente, volvimos a Puwei con nuestras hijas recién nacidas. Sus fechas de nacimiento no concordaban. Sus meses de nacimiento no concordaban. Les quitamos los pañales y juntamos sus pies, cuyo tamaño tampoco concordaba. Quizá hasta entonces había mirado a mi hija, Jade, con ojos de madre, pero incluso yo me daba cuenta de que la de Flor de Nieve, Luna de Primavera, era mucho más hermosa que la mía. Jade tenía la piel demasiado oscura comparada con la de la familia Lu, mientras que el cutis de Luna de Primavera era como la pulpa de un blanco melocotón. Yo esperaba que Jade fuera tan fuerte como la piedra que le daba nombre y deseaba que Luna de Primavera fuera más robusta que mi prima, a quien Flor de Nieve había rendido homenaje con el nombre de su hija. Ninguno de los ocho caracteres concordaba, pero eso no nos importó. Nuestras hijas serían almas gemelas.
Abrimos nuestro abanico y repasamos la vida que habíamos compartido. En sus pliegues habíamos registrado muchos momentos felices. Nuestra unión. Nuestras respectivas bodas. El nacimiento de nuestros hijos. El nacimiento de nuestras hijas. Su futura unión. «Algún día, dos niñas se conocerán y se harán laotong -escribí yo-. Serán como dos patos mandarines. Otra pareja feliz se sentará en un puente y las verá volar.» En la guirnalda del borde superior, Flor de Nieve pintó dos pequeños pares de alas volando hacia la luna. Otros dos pájaros, posados uno junto a otro, las contemplaban. Cuando hubimos terminado, nos quedamos sentadas con nuestras hijas en brazos. Yo sentía una gran dicha, pero no dejaba de pensar en que al quebrantar las normas que gobernaban la unión de dos niñas estábamos rompiendo un tabú.