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Está todo pintado bajo los aleros tal como sucedió, excepto el retrato de mi suegro. Está representado en una silla de respaldo alto, contemplando con gesto orgulloso todas sus propiedades, pero la verdad es que añoraba a su esposa y ya no tenía ánimos para ocuparse de las cosas mundanas.

Murió un día mientras paseaba por el campo. Nuestro principal deber era ser los mejores dolientes que el condado hubiera visto jamás. Pusieron a mi suegro en un ataúd y lo dejaron fuera cinco días. Con el dinero que habíamos conseguido, contratamos a una banda para que tocara música día y noche. Vino gente de todo el condado para postrarse ante el ataúd. Traían regalos o dinero envuelto en sobres blancos, banderines y rollos de seda decorados con caracteres de la escritura de los hombres que elogiaban a mi suegro. Todos los hermanos y sus esposas fueron de rodillas hasta la tumba. Los vecinos de Tongkou y mucha gente venida de los pueblos cercanos nos siguieron a pie. Con nuestra ropa de luto, formábamos un río blanco que avanzaba lentamente por los verdes campos. Cada siete pasos, todos nos postrábamos y tocábamos el suelo con la frente. La tumba estaba a un kilómetro de distancia, de modo que podéis imaginar cuántas veces nos paramos por aquel pedregoso camino.

Jóvenes y viejos entonaban sus lamentos, mientras la banda tocaba cuernos, flautas, címbalos y tambores. Mi esposo, como era el primogénito, quemó unos billetes y lanzó petardos. Los hombres cantaron sus canciones, y las mujeres, las suyas. Mi esposo también había contratado a varios monjes, que oficiaron ritos para guiar a mi suegro -y a todas las víctimas de la epidemia- hasta una existencia feliz en el mundo de los espíritus. Después del entierro ofrecimos un banquete al que estuvo invitado todo el pueblo. A medida que los comensales regresaban a sus casas, los primos Lu de mayor estatus les entregaban una moneda de la buena suerte envuelta con papel, un trozo de caramelo para eliminar el sabor amargo de la muerte y una toallita para limpiarse. Así transcurrió la primera semana de los rituales. En total hubo cuarenta y cinco días de ceremonias, ofrendas, banquetes, discursos, música y lágrimas. Al final -aunque mi esposo y yo todavía no habíamos terminado el período oficial de luto- todo el condado sabía que nosotros dos nos habíamos convertido, al menos de nombre, en el señor y la señora Lu.

En las montañas

Todavía no sabía si Flor de Nieve y su familia habían sobrevivido a la epidemia de fiebre tifoidea. Había estado muy preocupada por mis hijos y después había tenido que atender a mi suegra; cuando todavía no había desaparecido la euforia que me produjo el regreso de mi esposo, murió mi suegro y tuvimos que encargarnos del funeral. Mi marido y yo nos convertimos, antes de lo previsto, en el señor y la señora Lu, y con tanto ajetreo me había olvidado por primera vez de mi laotong.

Entonces recibí una carta suya.

Querida Lirio Blanco:

Me han dicho que estás viva. Lamento la muerte de tus suegros. Todavía me ha dolido más saber que tus padres también han fallecido. Los quería mucho.

Nosotros sobrevivimos a la epidemia. En los primeros días parí otra hija muerta. Mi esposo dice que es mejor así. Si todas mis hijas hubieran sobrevivido, ahora tendría cuatro, y eso sería un desastre. Sin embargo, perder a tres hijos es demasiado para una madre.

Tú siempre me dices que vuelva a intentarlo. Desearía ser como tú y tener tres hijos varones. Como tú dices, el tesoro de una mujer son sus hijos varones.

Aquí murió mucha gente. Te diría que ahora vivimos más tranquilos, pero mi suegra sobrevivió. No pasa ni un solo día sin que hable mal de mí, y hace todo lo posible para poner a mi esposo en mi contra.

Te invito a visitarnos. Mi humilde puerta no puede compararse con la tuya, pero estoy deseando que olvidemos nuestros problemas. Si me quieres, ven, por favor. Tenemos que prepararlo todo bien antes de empezar a vendar los pies de nuestras hijas.

Flor de Nieve

Ahora que mi suegra no vigilaba mis movimientos, ya no tenía por qué esconderme para ver a Flor de Nieve. Recordaba su consejo acerca de los deberes de una esposa: «Obedece, obedece, obedece, y luego haz lo que quieras.»

Mi esposo, en cambio, ponía muchas objeciones porque no le gustaba que desatendiera a nuestros hijos (los varones tenían once, ocho y un año y medio, respectivamente, y nuestra hija acababa de cumplir seis). Dediqué varios días a tranquilizarlo. Le cantaba para ahuyentar las preocupaciones de su mente. Ponía trabajo a los niños, y eso aplacaba los temores de su padre. Le preparaba sus platos favoritos. Le lavaba y le daba masajes en los pies todas las noches, cuando volvía cansado de recorrer los campos. Satisfacía su deseo sexual. Él seguía sin querer que yo me marchara, y más tarde lamenté no haberle hecho caso.

El vigésimo octavo día del décimo mes, me puse una túnica de seda azul lavanda que había bordado con crisantemos, apropiada para el otoño. Yo creía que sólo vestiría las prendas que había confeccionado durante mis años de cabello recogido. No se me había ocurrido pensar que mi suegra moriría y dejaría numerosos rollos de tela que ni siquiera había tocado, ni que tendría dinero suficiente para comprar grandes cantidades de la mejor seda de Suzhou.

Iba a pasar tres noches lejos de mi hogar, pero, recordando que cuando éramos niñas mi laotong se ponía mi ropa siempre que me visitaba, no me llevé ninguna otra prenda para no hacer ostentación de mi riqueza ante una familia más humilde que la mía.

El palanquín me dejó delante de su casa. Flor de Nieve me esperaba sentada en la plataforma que había junto al umbral, vestida con una túnica, unos pantalones, un delantal y un tocado de algodón de color añil sucio, gastado y mal teñido. No entramos enseguida en la casa, porque a ella le apetecía disfrutar del fresco de la tarde. Mientras charlábamos, me fijé por primera vez en el gigantesco wok donde hervían los animales muertos para arrancarles el pelo y despellejarlos. En un cobertizo que tenía la puerta abierta vi unas piezas de carne colgada de las vigas. El olor me revolvió el estómago. Pero lo peor eran la cerda y sus crías, que subían una y otra vez a la plataforma buscando comida. Cuando dimos cuenta del arroz con mijo, ella cogió los cuencos y los dejó a nuestros pies para que la cerda y sus crías los rebañaran.

Al poco rato vimos llegar al carnicero -empujaba un carro cargado con cuatro banastas, cada una de las cuales contenía un cerdo tumbado boca abajo y con las patas estiradas- y fuimos al piso de arriba, donde la hija de Flor de Nieve bordaba y su suegra limpiaba algodón. La estancia era húmeda y sombría. La celosía era aún más pequeña y sencilla que la de mi casa natal; aun así, al asomarme distinguí mi ventana de Tongkou. Ni siquiera allí arriba podíamos librarnos del olor a cerdo.

Nos sentamos y nos pusimos a hablar de lo que más nos importaba: nuestras hijas.

– ¿Has pensado cuándo deberíamos empezar el vendado? -inquirió Flor de Nieve.

Lo correcto era iniciarlo ese año, pero su pregunta me hizo abrigar esperanzas de que ella pensara como yo.

– Nuestras madres esperaron hasta que cumplimos siete años, y desde entonces hemos sido muy felices juntas -me aventuré a decir.

Ella esbozó una amplia sonrisa.

– Eso mismo he pensado yo. Nuestros ocho caracteres encajaban a la perfección. ¿No crees que no sólo deberíamos unir los ocho caracteres de nuestras hijas, sino también sus ocho caracteres a los nuestros en la medida de lo posible? Podrían iniciar el vendado el mismo día y a la misma edad que nosotras.

Miré a la hija de Flor de Nieve. Luna de Primavera era tan hermosa como su madre a esa edad -piel sedosa, cabello negro y brillante-, pero adoptaba una actitud resignada. Estaba sentada con la cabeza gacha, sin apartar la vista de su bordado, intentando no escuchar cómo hablábamos de su destino.

– Serán como un par de patos mandarines -auguré, y me alegré de que nos hubiéramos puesto de acuerdo con tanta facilidad, aunque estoy segura de que ambas confiábamos en que nuestros armoniosos ocho caracteres compensaran el hecho de que los de las niñas no encajaban a la perfección.

Era una gran suerte que Flor de Nieve tuviera a Luna de Primavera; de lo contrario, habría tenido que pasar los días a solas con su suegra. Dejad que os diga que esa mujer seguía siendo tan mordaz y mezquina como yo la recordaba. Sólo sabía decir una cosa: «Tu hijo mayor no es mejor que una niña. Es un debilucho. Nunca será lo bastante fuerte para matar un cerdo.» Cuando la oía, yo pensaba: «¿Por qué los fantasmas no se la llevaron durante la epidemia?», aunque ese pensamiento no fuera digno de una mujer de mi posición.

La cena me hizo recordar sabores de mi infancia, pues se sirvió lo mismo que comíamos en mi casa natal antes de que empezaran a llegar los regalos de mis suegros: judías en conserva, pies de cerdo con salsa de pimientos, rodajas de calabaza fritas en el wok y arroz rojo. Todas las comidas que hacíamos en Jintian se parecían en una cosa: siempre contenían carne de cerdo. Grasa de cerdo con las judías negras, orejas de cerdo cocidas en una olla de barro, intestinos de cerdo, pene de cerdo salteado con ajo y pimientos. Flor de Nieve no probaba nada de todo aquello y comía sus verduras y su arroz en silencio.

Después de cenar su suegra fue a acostarse. Aunque la tradición dicta que las almas gemelas deben compartir la cama cuando se visitan y que el esposo debe dormir en otra habitación, el carnicero anunció que no pensaba renunciar a la compañía de su esposa. ¿Qué excusa dio? «No hay nada más malvado que el corazón de una mujer.» Era un viejo proverbio, y seguramente cierto, pero no era muy elegante decir una cosa así a la señora Lu. Con todo, él mandaba en su casa y nosotras no teníamos más remedio que obedecerlo.