Las mujeres sentadas alrededor de nuestra hoguera cantaron con ella:
– No regresaron.
– El emperador envió a un tercer contingente. -La voz de Flor de Nieve cobraba fuerza. Jamás la había oído cantar así. Su voz flotaba, clara y hermosa, hacia las montañas. Si los rebeldes la hubieran oído, habrían huido tomándola por un fantasma de zorro.
– No regresaron -cantaron las otras mujeres.
– El emperador envió a sus soldados. Iniciaron un sangriento asedio. Murieron muchos yao, hombres, mujeres y niños. ¿Qué podían hacer? ¿Qué podían hacer? El caudillo cogió un cuerno de carabao y lo dividió en doce trozos. A continuación los repartió a diferentes grupos y les dijo que se dispersaran para salvar la vida.
– Que se dispersaran para salvar la vida -repitieron las otras mujeres.
– Fue así como el pueblo yao llegó a los valles y a las montañas, a esta provincia y a otras -prosiguió Flor de Nieve.
Flor de Ciruelo, la más joven del grupo, terminó de cantar el cuento.
– Dicen qué dentro de quinientos años el pueblo yao, esté donde esté, volverá a recorrer la caverna, juntará los trozos de cuerno y reconstruirá nuestro hogar encantado. Ese momento no tardará en llegar.
Hacía muchos años que había oído la historia y no sabía qué pensar. Los yao habían creído que estaban a salvo, protegidos por las montañas, su parapeto y la caverna secreta, pero se equivocaban. Me pregunté quién llegaría antes a la hondonada donde nos encontrábamos y qué pasaría entonces. Los taiping quizá intentaran conquistarnos para su causa, mientras que el gran ejército de Hunan quizá nos tomara por rebeldes. Tanto en un caso como en el otro, ¿perderíamos la batalla y nos pasaría lo mismo que a nuestros antepasados? ¿Podríamos regresar a nuestros hogares?
Pensé en los taiping, que, como el pueblo yao, se habían rebelado contra los elevados impuestos y el sistema feudal. ¿Tenían razón? ¿Debíamos unirnos a ellos? ¿Estábamos ofendiendo a nuestros antepasados al no reconocer sus derechos?
Esa noche nadie consiguió dormir.
Invierno
Las cuatro familias de Jintian siguieron juntas bajo la protección del gran árbol de largas ramas, pero sus sufrimientos no terminaron ni en dos noches ni en una semana. Ese año nevó más de lo que nadie recordaba haber visto nevar en nuestra provincia. Tuvimos que soportar temperaturas muy bajas, no sólo de noche, sino también de día. De nuestras bocas salían nubes de vaho que el viento de la montaña se tragaba. Pasábamos hambre. Las familias guardaban con celo sus provisiones, pues no sabíamos cuánto tiempo pasaríamos allí. Por todo el campamento había gente con tos, resfriados y dolor de garganta. Seguían muriendo hombres, mujeres y niños a causa de la enfermedad y de las gélidas noches.
Durante la huida me había lastimado los pies, y lo mismo le había pasado a la mayoría de las mujeres que se habían refugiado en aquellas montañas. Privadas de intimidad, teníamos que quitarnos los vendajes, lavarnos los pies y volver a vendarlos delante de los hombres. También teníamos que superar la vergüenza respecto a otras necesidades fisiológicas, y aprendimos a aliviarnos detrás de un árbol o en la letrina comunitaria, cuando la excavaron. Pero, a diferencia de las otras mujeres, yo no estaba con mi familia. Me consumía de preocupación por mi esposo, sus hermanos, mis cuñadas, sus hijos y hasta las criadas, pues no sabía si habrían conseguido refugiarse en Yongming.
Mis pies tardaron casi un mes en curarse lo suficiente para permitirme caminar sin que volvieran a sangrar. A principios del duodécimo mes lunar decidí que todos los días iría en busca de mis hermanos y sus familias y de Hermana Mayor y su familia. Esperaba que estuvieran a salvo no lejos de donde nos encontrábamos nosotros, pero ¿cómo podía localizarlos, si éramos diez mil personas esparcidas por las montañas? Todos los días me echaba una colcha sobre los hombros y me ponía en marcha, marcando siempre el camino, consciente de que perecería si no lograba regresar hasta la familia de Flor de Nieve.
Un día, cuando llevaba unas dos semanas buscando, encontré a un grupo de Getan acurrucado bajo un saliente de roca. Les pregunté si conocían a Hermana Mayor.
– ¡Sí, sí, la conocemos! -contestó una mujer.
– Nos separamos de ella la primera noche -explicó su amiga-. Si la encuentras, dile que venga con nosotros. Podemos dar cobijo a una familia más.
Otra mujer, que parecía la cabecilla del grupo, me advirtió que sólo tenían sitio para gente de Getan, por si se me había ocurrido alguna idea.
– Lo comprendo -dije-. De todas formas, si la veis, ¿podríais decirle que la estoy buscando? Soy su hermana.
– ¿Su hermana? Entonces, ¿eres la señora Lu?
– Sí -respondí con cierto recelo. Si creían que tenía algo para darles, se equivocaban.
– Vinieron unos hombres buscándote.
Al oír esas palabras me dio un vuelco el corazón.
– ¿Quiénes eran? ¿Mis hermanos?
Las mujeres se miraron y luego me observaron con desconfianza. La cabecilla volvió a tomar la palabra.
– No quisieron decir quiénes eran. Ya sabes lo que pasa aquí arriba. Entre ellos había uno que era el jefe. Creo recordar que era corpulento. Llevaba ropa y zapatos de calidad. Un mechón de cabello le tapaba la frente, así.
¡Mi esposo! ¡Tenía que ser mi esposo!
– ¿Qué dijo? ¿Dónde está? ¿Cómo…?
– No tenemos ni idea, pero, si de verdad eres la señora Lu, debes saber que hay un hombre que te busca. No te preocupes. -La mujer me dio unas palmaditas en la mano-. Dijo que regresaría.
Seguí buscando, pero no volví a oír ninguna historia parecida. Acabé pensando que aquellas mujeres se habían burlado de mí. Cuando regresé al lugar donde las había encontrado, había otra familia acurrucada bajo el saliente de roca. Tras ese descubrimiento regresé a mi campamento con una profunda desesperación. Nadie que me viera creería que era la señora Lu. Mi seda azul lavanda con los crisantemos primorosamente bordados estaba sucia y desgarrada, y mis zapatos estaban manchados de sangre y desgastados de tanto andar. Además, no quería ni imaginar cómo debían de estar estropeándome la cara el sol, el viento y el frío. Ahora que tengo ochenta años, al recordar aquellos días puedo afirmar con certeza que era una joven frívola y estúpida por pensar en esas cosas, cuando las verdaderas amenazas eran la escasez de alimentos y el frío implacable.
El esposo de Flor de Nieve se convirtió en el héroe de nuestro pequeño grupo de refugiados. Como desempeñaba un oficio impuro, hizo muchas cosas que eran necesarias sin quejarse ni esperar la menor muestra de agradecimiento. Había nacido bajo el signo del gallo; era apuesto, crítico, enérgico y cruel si hacía falta. Estaba en su naturaleza recurrir a la tierra para sobrevivir; sabía cazar, limpiar un animal, cocinar en la hoguera y secar las pieles para que nos abrigáramos con ellas. Cargaba leña y grandes cantidades de agua. Nunca se cansaba. Allí arriba no era una persona impura, sino un guardián y un protector. Flor de Nieve estaba orgullosa de él por su carisma, y yo estaba y le estaré eternamente agradecida porque su actitud me salvó la vida.
Aiya! Pero su madre, la rata… Siempre estaba merodeando y escabulléndose. En aquellas circunstancias tan desesperadas, seguía criticándolo todo y quejándose incluso de las cosas más nimias. Siempre se sentaba lo más cerca que podía del fuego. Nunca se desprendía de la colcha que había cogido la primera noche y, si tenía ocasión, se hacía con alguna otra hasta que le pedíamos que la devolviera. Escondía comida en las mangas de su túnica y, cuando creía que no la veíamos, la sacaba y se metía enormes pedazos de carne quemada en la boca. Dicen que las ratas son avaras, y nosotros tuvimos oportunidad de comprobarlo. No paraba de enredar y manipular a su hijo, pese a que no tenía ningún motivo para hacerlo. Él siempre se comportaba como un buen hijo y la obedecía en todo. Cuando la anciana se quejaba de que necesitaba más comida que su nuera, él se aseguraba de que comiera primero. Como yo también había sido una buena hija, no podía reprocharle esa actitud, de modo que Flor de Nieve y yo empezamos a compartir mis raciones. Un día, cuando se acabó el arroz del saco, la anciana dijo que no había que dar al hijo mayor la comida que el carnicero había cazado o rapiñado.
– Es demasiado valiosa para dársela a alguien tan débil -argumentó-. Cuando se muera, todos nos sentiremos aliviados.
Miré al niño, que entonces tenía once años, igual que mi hijo mayor. El crío miró a su abuela con sus hundidos ojos y no osó defenderse. Yo estaba segura de que Flor de Nieve intercedería por él, pues al fin y al cabo era su primogénito. Sin embargo, mi alma gemela no lo amaba como debería haberlo amado. La abuela estaba condenando al niño a una muerte segura, pero la mirada de Flor de Nieve no se posó en él, sino en su segundo hijo. Pese a que éste era inteligente y fuerte, yo no podía permitir que le pasara aquello a un primogénito, porque iba contra todas las tradiciones. ¿Qué contestaría a mis antepasados cuando me preguntaran por qué había dejado morir a aquel niño? ¿Cómo recibiría al pobre muchacho cuando lo viera en el más allá? Como primogénito, merecía comer más que cualquiera de nosotros, incluido el carnicero. Así pues, empecé a compartir mi ración con Flor de Nieve y su hijo. Cuando el carnicero nos descubrió, abofeteó al niño y luego a su esposa.
– Esa comida es para la señora Lu.
Antes de que ellos pudieran hablar, la rata saltó:
– Hijo, ¿por qué das de comer a esa mujer? Es una extraña para nosotros. Tenemos que pensar en los de nuestra sangre: en ti, en tu segundo hijo y en mí.
No mencionó, por descontado, al primogénito ni a Luna de Primavera, que habían sobrevivido hasta ese momento alimentándose de sobras y estaban cada vez más débiles.