Mi padre guardó silencio. Nunca hablaba de lo que ocurría en los campos ni expresaba sus sentimientos. Me vino a la memoria un invierno que, tras un año de sequía, nos había sorprendido con pocas reservas de alimentos. Mi padre se fue de caza a las montanas, pero hasta los animales habían muerto de hambre; no tuvo más remedio que regresar a casa con unas raíces amargas, con las que mi madre y mi abuela prepararon un caldo. Quizá ahora estaba recordando la vergüenza que había pasado aquel año e imaginando cuánto pagaría mi futuro esposo por mí y qué podría hacer mi madre con ese dinero.
– Además -prosiguió la casamentera-, creo que vuestra hija también está capacitada para tener una laotong.
Yo conocía esa palabra y su significado. Un contrato de dos laotong no tenía nada que ver con una hermandad. Implicaba la participación de dos niñas de poblaciones diferentes y duraba toda la vida, mientras que una hermandad la componían varias niñas y se disolvía en el momento de la boda. Yo nunca había conocido ninguna laotong ni me había planteado que pudiera llegar a tenerla. Cuando eran pequeñas, mi madre y mi tía habían tenido hermanas de juramento en sus pueblos natales. Hermana Mayor también integraba una hermandad, y mi abuela tenía amigas viudas del pueblo de su esposo que se habían convertido en hermanas de juramento. Yo daba por hecho que, a su debido momento, también las tendría. Pero una laotong era algo muy especial. Debería haberme emocionado, pero estaba perpleja, como el resto de los presentes. Aquél no era un tema que debiera abordarse delante de los hombres. La situación era tan extraordinaria que mi padre se atolondró y dijo:
– Ninguna mujer de nuestra familia ha tenido jamás una laotong.
– Tu familia no ha tenido muchas cosas hasta ahora -observó la señora Wang, al tiempo que se levantaba de la silla-. Háblalo con tu familia, pero recuerda que oportunidades como ésta no llaman a la puerta todos los días. Volveré a visitaros.
La casamentera y el adivino se marcharon tras prometer que regresarían para vigilar mi evolución. Mi madre y yo fuimos al piso de arriba. En cuanto entramos en la habitación de las mujeres, ella se volvió y me miró con la misma expresión que yo acababa de verle en la sala principal. Acto seguido, sin darme tiempo a decir nada, me dio un violento bofetón y preguntó:
– ¿Te das cuenta de los problemas que va a causar esto a tu padre?
Eran palabras crueles, pero yo sabía que la bofetada era para que tuviéramos buena suerte y para ahuyentar los malos espíritus. Después de todo, nada garantizaba que mis pies fueran a convertirse en lotos dorados. Cabía la posibilidad de que mi madre cometiera algún error, como había hecho la suya al vendárselos a ella. Mi madre lo había hecho muy bien con Hermana Mayor, pero podía pasar cualquier cosa. En lugar de convertirme en un bien muy preciado, podía acabar tambaleándome sobre unos feos muñones y extendiendo los brazos para mantener el equilibrio, igual que ella.
Me ardía la mejilla, pero me sentí feliz. Aquella bofetada era la primera muestra de afecto que recibía de mi madre, y tuve que reprimir una sonrisa.
No me dirigió la palabra durante el resto del día. Bajó y se puso a hablar con mi tía, mi tío, mi padre y mi abuela. Mi tío era un hombre bondadoso, pero por ser el segundo varón de la familia carecía de autoridad en nuestro hogar. Mi tía sabía los beneficios que podría reportarnos aquella situación, pero, como mujer sin hijos varones, casada con un segundo hijo varón, era el miembro de la familia con menos autoridad. Mi madre tampoco ocupaba una posición elevada, pero de su expresión mientras hablaba la casamentera yo adivinaba qué estaba pensando. Mi padre y mi abuela eran los que tomaban las decisiones que afectaban a la familia, aunque ambos se dejaban influir. El anuncio de la casamentera, pese a ser un buen augurio para mí, significaba que mi padre tendría que trabajar de firme a fin de reunir una dote apropiada para una boda de mayor categoría. Si no aceptaba la decisión de la casamentera, perdería prestigio no sólo en el pueblo sino en todo el condado.
No sé si decidieron mi destino aquel mismo día, pero para mí nada volvió a ser igual. El futuro de Luna Hermosa también cambió con el mío. Yo era unos meses mayor que mi prima, pero se decidió que empezarían a vendarnos los pies el mismo día que a Hermana Tercera. Aunque yo seguía realizando mis tareas fuera, nunca volví al río con mi hermano. No volví a sentir la caricia de la fría corriente en la piel. Hasta aquel día mi madre nunca me había pegado, pero a partir de entonces lo hizo en numerosas ocasiones. Lo peor fue que mi padre no volvió a mirarme con ternura. Ya no me sentaba en su regazo por la noche, mientras fumaba su pipa. En un abrir y cerrar de ojos, de ser una niña sin ningún valor me había convertido en alguien que podía resultar útil a la familia.
Guardaron las vendas y los zapatitos especiales que mi madre había confeccionado para colocar en el altar de Guanyin, y también las vendas y los zapatos que habían hecho para Luna Hermosa. La señora Wang empezó a visitarnos con cierta regularidad. Venía en su propio palanquín, me examinaba de arriba abajo y me interrogaba acerca de mi aprendizaje de las tareas domésticas. No puedo decir que fuera amable conmigo, ni mucho menos. Yo no era más que un medio para obtener un beneficio.
Al año siguiente empezó en serio mi educación en la habitación de las mujeres, aunque yo ya sabía muchas cosas. Sabía que los hombres casi nunca entraban allí; era una pieza reservada para nosotras, donde podíamos hacer nuestro trabajo y compartir nuestros pensamientos. Sabía que pasaría casi toda mi vida en una habitación como aquélla. También sabía que la diferencia entre nei -el reino interior del hogar- y wat -el reino exterior de los hombres- constituía el núcleo de la sociedad confuciana. Tanto si eres rico como si eres pobre, emperador o esclavo, la esfera doméstica pertenece a las mujeres y la esfera exterior a los hombres. Las mujeres no deben salir de sus cámaras interiores ni siquiera mediante la imaginación. Entendía asimismo los dos ideales confucianos que gobernaban nuestra vida. El primero lo formaban las Tres Obediencias: «Cuando seas niña, obedece a tu padre; cuando seas esposa, obedece a tu esposo; cuando seas viuda, obedece a tu hijo.» El segundo correspondía a las Cuatro Virtudes, que definen el comportamiento, la forma de hablar, el porte y la ocupación de las mujeres: «Sé sobria, comedida, sosegada y recta en tu actitud; sé serena y agradable en tus palabras; sé contenida y exquisita en tus movimientos; sé perfecta en la artesanía y el bordado.» Si las niñas no se apartan de esos principios, se convierten en mujeres virtuosas.
Mis estudios se ampliaron para incorporar las artes prácticas. Aprendí a enhebrar una aguja, a elegir el color del hilo y a dar puntadas pequeñas y parejas. Eso era importante, porque Luna Hermosa, Hermana Tercera y yo empezamos a trabajar en los zapatos que llevaríamos durante los dos años que duraba el proceso de vendado. Necesitábamos zapatos para el día, unos escarpines especiales para dormir y varios pares de calcetines ceñidos. Trabajábamos de forma cronológica, comenzando por el calzado que nos quedaba bien en ese momento, para luego pasar a tallas cada vez menores.
Lo más importante fue que mi tía empezó a enseñarme nu shu. Yo no acababa de comprender por qué se interesaba tanto en mí. Creía, tonta de mí, que lo hacía porque si yo trabajaba con diligencia enseñaría a Luna Hermosa a ser diligente. Y si mi prima era diligente quizá consiguiera una boda mejor que la de su madre. Sin embargo, lo que mi tía pretendía era introducir en nuestra vida la escritura secreta para que Luna Hermosa y yo la compartiéramos el resto de nuestros días. Tampoco me percataba de que aquello era motivo de conflicto entre mi tía, por una parte, y mi madre y mi abuela, que no sabían nu shu, por la otra. Mi padre y mi tío tampoco conocían la escritura de los hombres.
Por aquel entonces yo todavía no había visto la escritura de los hombres, de modo que no tenía nada con que comparar el nu shu. En cambio, ahora puedo decir que la escritura de los hombres es enérgica, con cada carácter cómodamente contenido en un cuadrado, mientras que nuestro nu shu recuerda a las huellas de un mosquito o de un pájaro en la arena. A diferencia de la escritura de los hombres, los caracteres de nu shu no representan palabras, sino que son fonéticos. De ahí que uno determinado pueda representar todas las palabras que tienen el mismo sonido, pero generalmente el contexto aclara el significado. Sin embargo, hemos de tener mucho cuidado para interpretar correctamente el significado de cada carácter. Muchas mujeres -como mi madre y mi abuela- nunca aprendieron la escritura, pero saben canciones e historias recogidas en nu shu, muchas de las cuales tienen un ritmo breve y marcado.
Mi tía me enseñó las normas del nu shu. Se puede utilizar para escribir cartas, canciones, autobiografías, lecciones de obligaciones femeninas, oraciones a la diosa y, por supuesto, cuentos populares. Se puede escribir con pincel y tinta sobre papel o un abanico; se puede bordar en un pañuelo o tejer en un trozo de tela. Se puede y debe cantar ante un público formado por otras mujeres y niñas, pero también se puede leer y atesorar en solitario. Pero las dos reglas más importantes son éstas: los hombres no deben conocer su existencia ni tener relación alguna con él.
Luna Hermosa y yo seguimos aprendiendo nuevas técnicas hasta mi séptimo aniversario, cuando regresó el adivino. Esa vez, tenía que encontrar una fecha para que tres niñas -Luna Hermosa, Hermana Tercera y yo- empezáramos a vendarnos los pies. Carraspeó y titubeó. Consultó nuestros ocho caracteres y, tras darle muchas vueltas, escogió una fecha típica en nuestra región -el vigésimo cuarto día del octavo mes lunar-, cuando aquellas a quienes van a vendar los pies rezan oraciones y realizan sus últimas ofrendas a la Doncella de los Pies Diminutos, la diosa que vela para que todo el proceso se desarrolle sin incidentes.