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Quemo todas tus palabras y confío en que desaparezcan entre las nubes. Tú, que me traicionaste y me abandonaste, has salido para siempre de mi corazón. Por favor, déjame tranquila.

Doblé el papel y lo deslicé por la diminuta celosía de la habitación de arriba de la torre de flores. Entonces prendí fuego a la base, añadiendo aceite cuando era necesario para que ardieran todos los pañuelos, los tejidos y los bordados.

Sin embargo, Flor de Nieve seguía atormentándome. Cuando vendaba los pies a mi hija, era como si ella estuviera conmigo en la habitación, con una mano en mi hombro, susurrándome al oído: «Asegúrate de que no se forman pliegues en las vendas. Demuéstrale a tu hija tu amor maternal.» Yo cantaba para no oír sus palabras. Por la noche notaba a veces su mano sobre mi mejilla y no podía conciliar el sueño. Me quedaba despierta, furiosa conmigo misma y con ella, pensando: «Te odio, te odio, te odio. No cumpliste tu promesa de ser sincera. Me traicionaste.»

Hubo dos personas que pagaron las consecuencias de mi sufrimiento. Me avergüenza admitirlo, pero la primera fue mi hija. Y la segunda, lamento decirlo, fue la anciana señora Wang. Mi amor maternal era muy intenso y no podéis imaginar el cuidado que tenía cuando vendaba los pies a mi hija, recordando no sólo lo que le había pasado a Hermana Tercera, sino también las lecciones que me había inculcado mi suegra sobre cómo tenía que hacer ese trabajo para reducir el peligro de infecciones y deformidades que podían acarrear incluso la muerte. Sin embargo, también trasladé de mi cuerpo a los pies de mi hija el dolor que sentía por lo que me había hecho Flor de Nieve. ¿Acaso no eran mis lotos dorados el origen de todas mis penas y de todos mis logros?

Aunque mi hija tenía unos huesos blandos y un carácter dócil, lloraba desconsoladamente. Yo no soportaba oír sus sollozos, aunque no habíamos hecho más que empezar. Cogía mis sentimientos y los controlaba, y obligaba a mi hija a pasearse por la habitación de arriba; los días que tocaba cambiarle los vendajes, se los apretaba aún más y la atormentaba recitándole a gritos las palabras que mi madre me había dicho a mí: «Una verdadera dama debe eliminar la fealdad de su vida. La belleza sólo se consigue a través del dolor. La paz sólo se encuentra a través del sufrimiento. Yo te vendo los pies, pero tú tendrás tu recompensa.» Confiaba en que mediante mis actos yo también arañaría un poco de esa recompensa y encontraría la paz que mi madre me había prometido.

Fingiendo que quería lo mejor para Jade, hablaba con otras mujeres de Tongkou que también estaban vendando los pies a sus hijas. «Todas vivimos aquí -decía-. Todas somos de buenas familias. ¿No deberían nuestras hijas ser hermanas de juramento?»

Mi hija consiguió tener unos pies casi tan pequeños como los míos. Pero antes de que yo viera el resultado definitivo la señora Wang me visitó, el quinto mes del nuevo año lunar. Para mí, la casamentera no había cambiado. Siempre había sido una anciana, pero ese día la observé con ojo crítico. La señora Wang era entonces mucho más joven de lo que yo soy ahora; eso significa que cuando la conocí ella sólo tenía cuarenta años a lo sumo. Pero mi madre y la madre de Flor de Nieve habían muerto más o menos a esa edad y se consideraba que habían sido longevas. Al recordar aquella época pienso que la señora Wang, que era viuda, no quería morir ni irse a vivir con otro hombre. Decidió valerse por sí misma. No lo habría conseguido si no hubiera sido extremadamente hábil y astuta. Sin embargo, tenía que lidiar con su cuerpo. Daba a entender a la gente que era invulnerable cubriendo con polvos la belleza que podía quedar en su rostro y vistiéndose con ropa chabacana para desmarcarse de las mujeres casadas de nuestro condado. Ahora que contaba casi setenta años, ya no necesitaba esconderse detrás de los polvos ni de las ropas de seda llamativa. Era una anciana; todavía era astuta y hábil, pero tenía una debilidad que yo conocía muy bien: adoraba a su sobrina.

– Cuánto tiempo sin vernos, señora Lu -dijo, al tiempo que se sentaba en una silla de la sala principal. Como no le ofrecí té, miró alrededor con nerviosismo-. ¿Está tu esposo en la casa?

– El señor Lu vendrá más tarde, pero puedes empezar. Mi hija es demasiado joven para que vengas a negociar su unión matrimonial.

La señora Wang se dio una palmada en el muslo y soltó una carcajada. Como yo no me reí, se puso seria y dijo:

– Ya sabes que no he venido para eso. He venido a hablar de una unión de laotong. Estos asuntos atañen sólo a las mujeres.

Empecé a tamborilear con la uña del dedo índice en el reposabrazos de teca de mi silla. El sonido resultaba demasiado fuerte e inquietante incluso para mí, pero no dejé de hacerlo.

La casamentera metió una mano en la manga y sacó un abanico.

– He traído esto para tu hija. Me gustaría dárselo.

– Mi hija está arriba, pero el señor Lu no consideraría apropiado que se lo enseñases antes de que él lo haya examinado.

– Verás, señora Lu, esto contiene un mensaje escrito en nuestra escritura secreta -explicó la señora Wang.

– Entonces dámelo a mí -dije tendiendo la mano.

La anciana casamentera vio cómo me temblaba y vaciló.

– Flor de Nieve…

– ¡No! -exclamé con más brusquedad de la deseada, porque no soportaba oír el nombre de mi laotong. Me serené y añadí-: El abanico, por favor.

Me lo entregó de mala gana. Dentro de mi cabeza un ejército de pinceles mojados en tinta negra tachaba los pensamientos y los recuerdos que surgían a borbotones. Evoqué la dureza de los bronces del templo de los antepasados, la dureza del hielo en invierno y la dureza de los huesos resecos bajo un sol implacable para que me dieran fuerza. Abrí el abanico con un rápido movimiento.

«Me han dicho que en vuestra casa hay una niña de buen carácter y hábil en las tareas domésticas.» Era la misma frase que Flor de Nieve me había escrito años atrás. Levanté la cabeza y vi que la señora Wang me miraba de hito en hito aguardando mi reacción, pero mantuve las facciones plácidas como la superficie de un estanque en una noche sin brisa. «Nuestras dos familias plantan jardines. Se abren dos flores. Están a punto de encontrarse. Tú y yo nacimos en el mismo año. ¿No podemos ser almas gemelas? Juntas volaremos más alto que las nubes.»

Me parecía oír la voz de Flor de Nieve en cada uno de los caracteres, primorosamente trazados. Cerré el abanico con un golpe seco y se lo tendí a la casamentera, pero ella no lo cogió.

– Señora Wang, creo que ha habido un error. Los ocho caracteres de las dos niñas no encajan. Nacieron en días diferentes de meses diferentes. Además, sus pies no se parecían antes de que empezaran a vendárselos y dudo que se parezcan cuando termine el proceso de vendado. Además -añadí haciendo con la mano un amplio gesto que abarcaba toda la sala principal-, las circunstancias familiares tampoco se parecen. Eso salta a la vista.

Entornó los ojos.

– ¿Crees que no conozco la verdad? -me espetó-. Déjame decirte lo que sé. Has roto tu lazo sin dar ninguna explicación. Una mujer, tu laotong, llora desconcertada…

– ¿Desconcertada? ¿Sabes qué me hizo?

– Habla con ella. No desbarates el plan que idearon dos buenas madres. Hay dos niñas con un brillante futuro. Podrían ser tan felices como lo fueron sus madres.

Era impensable que yo aceptara el trato que me proponía la casamentera. La pena me había debilitado, y en el pasado yo había dejado en varias ocasiones que Flor de Nieve me engañara: que me distrajera, que influyera en mí, que me convenciera. Además, no podía arriesgarme a ver a Flor de Nieve con sus hermanas de juramento. Ya me atormentaba bastante imaginarlas susurrándose secretos al oído y haciéndose caricias.

– Señora Wang -dije-, jamás permitiría que mi hija cayera tan bajo como para unirse a la hija de un carnicero.

Fui intencionadamente desdeñosa, con la esperanza de que la casamentera abandonara el tema, pero fue como si no me hubiera oído, porque dijo:

– Os recuerdo juntas. Al cruzar un puente vuestra imagen se reflejaba en el agua que fluía abajo: la misma estatura, idénticos pies, el mismo valor. Prometisteis fidelidad. Prometisteis que nunca os alejaríais la una de la otra, que siempre estaríais juntas, que nunca os separaríais ni os distanciaríais…

Yo había cumplido todas mis promesas de buen grado, pero ¿qué había hecho Flor de Nieve?

– No sabes de qué hablas -repliqué-. El día que tu sobrina y yo firmamos el contrato, nos dijiste: «Nada de concubinas.» ¿No te acuerdas, anciana? Ahora ve y pregunta a tu sobrina qué ha hecho.

Le arrojé el abanico al regazo y miré hacia otro lado. Tenía el corazón tan frío como el agua del río que me refrescaba los pies cuando era niña. Notaba cómo la mirada de la anciana me atravesaba, me evaluaba, inquiría, indagaba, pero no quiso continuar. La oí levantarse con dificultad. Seguía mirándome, pero mi firmeza no flaqueó.

– Transmitiré tu mensaje -dijo por fin, y su voz traslucía bondad y una profunda comprensión que me inquietó-, pero quiero que sepas una cosa. Eres una mujer muy extraña. Me di cuenta hace mucho tiempo. En este condado todos envidian tu buena suerte. Todos te desean longevidad y prosperidad. Pero yo te veo romper dos corazones. Es muy triste. Te recuerdo cuando eras una cría. No tenías nada, sólo unos pies bonitos. Ahora hay abundancia en tu vida, señora Lu; abundancia de malicia, ingratitud y mala memoria.

Salió renqueando de la habitación. La oí subir al palanquín y ordenar a los porteadores que la llevaran a Jintian. No podía creer que le hubiera permitido decir las últimas palabras.

Pasó un año. Para la prima de Flor de Nieve, mi vecina, se acercaba el día de Sentarse y Cantar en la Habitación de Arriba. Yo todavía estaba deshecha de dolor y notaba un martilleo continuo en la cabeza, como los latidos del corazón o el canto de una mujer. Flor de Nieve y yo habíamos planeado acudir juntas a la celebración, pero ignoraba si ahora ella querría asistir. Si iba, confiaba en que pudiéramos evitar una confrontación. No quería pelearme con ella como me había peleado con mi madre.