– Noto… -Meneó la cabeza como si intentara alejar de su mente un pensamiento.
Pronuncié su nombre en voz baja y le apreté ligeramente los dedos.
Mi laotong abrió los ojos y parpadeó, sin acabar de creer que yo estuviera allí.
– He notado tu caricia -murmuró por fin-. Sabía que eras tú. -Su voz era débil, pero, cuando habló, todos los años de dolor y horror desaparecieron. Tras los estragos de la enfermedad vi y oí a la niña que un día me había invitado a ser su laotong.
– Te he oído llamarme -mentí- y he venido tan rápido como he podido.
– Estaba esperándote.
En su rostro apareció una mueca de dolor. Con la otra mano se apretó el estómago, al tiempo que doblaba las piernas. Su hija, sin decir nada, mojó un paño en un cuenco de agua, lo escurrió y me lo dio. Yo lo cogí y enjugué el sudor que había humedecido la frente de Flor de Nieve durante el espasmo.
– Lamento lo que ocurrió -dijo ella conteniendo su dolor-, pero debes saber que nunca he dejado de quererte.
Mientras yo aceptaba sus disculpas, la sacudió otro espasmo, peor que el primero. Mi laotong volvió a apretar los párpados y se quedó callada. Mojé el paño y se lo puse en la frente; luego volví a cogerle la mano y permanecí sentada a su lado hasta que se puso el sol. Para entonces las otras mujeres ya se habían marchado y Luna de Primavera había bajado a preparar la cena. A solas con Flor de Nieve, retiré la colcha. La enfermedad se había comido la carne que rodeaba sus huesos y había alimentado un tumor que había crecido hasta alcanzar el tamaño de un bebé dentro de su vientre.
Ni siquiera ahora soy capaz de explicar mis emociones. Durante mucho tiempo me había sentido dolida y furiosa. Estaba segura de que nunca perdonaría a Flor de Nieve, pero, en lugar de aferrarse a esa certeza, mi mente comprendió que el vientre de mi laotong había vuelto a traicionarla y que el tumor que tenía dentro debía de llevar varios años formándose. Yo tenía un deber que cumplir…
¡No! No es eso. Yo había sufrido durante todos esos años porque todavía la quería. Ella era la única que había descubierto mis debilidades y me había amado a pesar de ellas. Y yo había seguido amándola incluso cuando más la odiaba.
Volví a arroparla con la colcha y empecé a pensar. Tenía que buscar a un buen médico. Flor de Nieve debía comer, y necesitábamos un adivino. Yo quería que ella luchara como yo habría luchado. Veréis, todavía no entendía que no se pueden controlar las manifestaciones del amor ni cambiar el destino de otra persona.
Me llevé su fría mano a los labios y luego fui al piso de abajo. El carnicero estaba sentado a la mesa. El hijo de Flor de Nieve, ya un hombre hecho y derecho, estaba sentado al lado de su hermana. Los dos me miraron con expresiones heredadas de su madre: orgullo, resistencia, resignación, súplica.
– Me marcho a mi casa -anuncié. El hijo de Flor de Nieve compuso una mueca de decepción, de modo que alcé una mano y aclaré-: Volveré mañana. Por favor, preparadme un sitio para dormir. No me iré de esta casa hasta que… -No pude terminar la frase.
Creí que cuando me instalara allí ganaríamos aquella batalla, pero Flor de Nieve sólo aguantó dos semanas. Dos semanas de mis ochenta años de vida para mostrar a mi alma gemela todo el amor que sentía por ella. No salí ni una sola vez de su habitación. Su hija me traía todo lo que entraba en mi cuerpo y se llevaba todo lo que salía de él. Yo lavaba a Flor de Nieve todos los días y luego me lavaba con esa misma agua. Años atrás, el hecho de que ella compartiera un cuenco de agua conmigo me había demostrado que me amaba. Confiaba en que ahora viera lo que yo hacía, recordara el pasado y supiera que nada había cambiado.
Por la noche, cuando los otros se retiraban, me levantaba del jergón que la familia me había preparado y me metía en su cama. La abrazaba e intentaba dar calor a su marchito cuerpo y aliviar el tormento que lo sacudía y la hacía gemir incluso mientras dormía. Todas las noches me quedaba dormida deseando que mis manos fueran esponjas que pudieran absorber el tumor que crecía dentro del vientre de mi laotong. Todas las mañanas, al despertar, la encontraba mirándome fijamente con sus hundidos ojos, la palma de su mano sobre mi mejilla.
El médico de Jintian llevaba años atendiéndola, pero decidí mandar a buscar al mío. El hombre miró a mi laotong y meneó la cabeza.
– Esta mujer no tiene cura, señora Lu -afirmó-. Lo único que puedes hacer es esperar a que llegue la muerte. Ya se aprecia en el tono morado de la piel por encima de los vendajes. Primero, los tobillos; luego las piernas, que se hincharán y adquirirán un color morado a medida que su fuerza vital se debilite. Sospecho que pronto cambiará su respiración. Reconocerás las señales. Una inhalación, una exhalación, y luego nada. Cuando creas que ya no va a volver a respirar, inhalará de nuevo. No llores, señora Lu. Entonces el fin estará muy cerca, y ella ni siquiera será consciente de su dolor.
El médico dejó unos paquetes de hierbas para que preparáramos una infusión medicinal; le pagué y juré que no volvería a solicitar sus servicios. Cuando se hubo marchado, Loto, la mayor de las hermanas de juramento, intentó consolarme.
– El esposo de Flor de Nieve ha hecho venir a muchos médicos, pero ninguno podría hacer nada por ella.
El viejo resentimiento amenazó con surgir de nuevo en mí, pero vi compasión en el rostro de Loto, no sólo por Flor de Nieve, sino también por mí.
Recordé que el amargo era el más yin de todos los sabores. Causaba contracciones, reducía la fiebre y calmaba el corazón y el espíritu. Convencida de que el melón amargo detendría el avance de la enfermedad, pedí a sus hermanas de juramento que me ayudaran a preparar melón amargo salteado con puré de judías negras y sopa de melón amargo. Las tres mujeres me obedecieron. Me senté en la cama de Flor de Nieve y se lo di a pequeñas cucharadas. Al principio ella comía sin protestar. Después cerró la boca y desvió la mirada, como si yo no estuviera allí con ella.
La hermana de juramento mediana me llevó aparte. En el rellano de la escalera, Sauce cogió el cuenco que yo tenía en las manos y susurró:
– Es demasiado tarde para esto. No quiere comer. Debes dejarla marchar. -Sauce me acarició la mejilla con ternura. Más tarde, ese mismo día, fue ella quien limpió el vómito de melón amargo de Flor de Nieve.
Mi siguiente y último plan era consultar al adivino. Entró en la habitación y anunció:
– Un fantasma se ha pegado al cuerpo de tu amiga. No te preocupes. Juntos lo expulsaremos de esta habitación y ella se curará. Flor de Nieve -dijo inclinándose sobre la cama-, te he traído unas palabras para que las recites. -A continuación nos ordenó a las demás-: Arrodillaos y rezad.
Luna de Primavera, la señora Wang (sí, la anciana casamentera también estuvo allí la mayor parte del tiempo), las tres hermanas de juramento y yo nos postramos alrededor de la cama y comenzamos a rezar y a cantar a la Diosa de la Compasión, mientras Flor de Nieve repetía las oraciones con un hilo de voz. Cuando el adivino nos vio enfrascadas en nuestra tarea, sacó un pedazo de papel de su bolsillo, escribió unos conjuros en él, le prendió fuego y recorrió varias veces la habitación intentando ahuyentar al fantasma hambriento. Por último cortó el humo con una espada, zas, zas, zas.
– ¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma! ¡Fuera, fantasma!
Pero no sirvió de nada. Pagué al adivino y desde la celosía de Flor de Nieve lo vi subir a su carro tirado por un poni y alejarse por el camino. Juré que a partir de entonces sólo recurriría a los adivinos para buscar fechas propicias.
Flor de Ciruelo, la menor de las hermanas de juramento, vino a mi lado y dijo:
– Flor de Nieve hace todo lo que le pides. Espero que te des cuenta, señora Lu, de que sólo lo hace por ti. Este tormento dura ya demasiado tiempo. Si ella fuera un perro, ¿la obligarías a seguir sufriendo?
Existen muchas clases de dolor: la agonía física que soportaba Flor de Nieve, la pena que me invadía al ver su sufrimiento y pensar que ni yo misma podría aguantar un momento más, el arrepentimiento que sentía por lo que le había dicho ocho años atrás (¿y para qué? ¿Para que me respetaran las mujeres de mi pueblo? ¿Para herir a Flor de Nieve como ella me había herido? ¿O había sido una cuestión de orgullo, pues no quería que ella estuviera con nadie si no estaba conmigo?). Me había equivocado en todo, incluso en lo último, pues durante aquellos largos días vi el consuelo que las otras mujeres proporcionaban a mi laotong. No habían venido a verla sólo en sus últimos momentos, como había hecho yo, sino que llevaban años pendientes de ella. Su generosidad -en forma de pequeñas bolsas de arroz, hortalizas cortadas y leña- la había mantenido viva. Mientras yo estuve allí, acudieron todos los días, sin importarles dejar sus propios hogares desatendidos. No se inmiscuían en la especial relación que teníamos nosotras dos y se movían con discreción, como espíritus benignos, sin que apenas se notara su presencia; rezaban y seguían encendiendo fuegos para ahuyentar a los fantasmas que acechaban a Flor de Nieve, pero siempre nos dejaban tranquilas.
Supongo que dormía, pero no lo recuerdo. Cuando no estaba cuidándola, le preparaba zapatos para el funeral. Elegía colores que sabía que le gustaban. Enhebraba la aguja y bordaba en un zapato una flor de loto, que simbolizaba la continuidad, y una escalera, que simbolizaba el ascenso, para expresar la idea de que Flor de Nieve iniciaba un ascenso continuo hacia el cielo. En otro par bordé pequeños ciervos y murciélagos de curvas alas, símbolos de longevidad -los mismos que aparecen en las prendas nupciales y se cuelgan en las fiestas de cumpleaños-, para que Flor de Nieve supiera que, incluso después de su muerte, su sangre se perpetuaría en sus hijos.