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Flor de Nieve empeoró. La primera vez que le había lavado los pies y se los había vuelto a vendar, vi que tenía los dedos de un color morado oscuro. Tal como había vaticinado el médico, ese color, que anunciaba la muerte, fue ascendiendo por sus pantorrillas. Intenté que Flor de Nieve combatiera la enfermedad. Los primeros días le suplicaba que recurriera a su carácter de caballo para ahuyentar a coces a los fantasmas que venían a reclamarla, pero acabé comprendiendo que lo único que se podía hacer era facilitarle el viaje al más allá.

Yonggang venía todas las mañanas y me traía huevos frescos, ropa limpia y mensajes de mi esposo. Había sido una criada fiel y obediente durante muchos años, pero entonces descubrí que en una ocasión había traicionado mi confianza, y le estaré eternamente agradecida por ello. Tres días antes de la muerte de Flor de Nieve, llegó una mañana, se arrodilló ante mí y dejó un cesto a mis pies.

– Señora, hace muchos años te vi -dijo con la voz quebrada por el miedo-. Sabía que no querías hacer lo que estabas haciendo.

No entendí de qué me hablaba ni por qué elegía ese momento para confesar su falta. Entonces retiró el paño que cubría el cesto, metió una mano en él y empezó a sacar cartas, pañuelos, bordados y nuestro abanico secreto. Yo había buscado esas cosas cuando quise quemar todo recuerdo de nuestro pasado, pero mi criada se había arriesgado a que la echaran de casa para salvarlas durante aquellos días en que yo intentaba por todos los medios Arrancar la Enfermedad de mi Corazón y las había guardado todos esos años.

Al verlo, Luna de Primavera y las hermanas de juramento empezaron a corretear por la habitación revolviendo en el cesto de los bordados de Flor de Nieve y en los cajones, y mirando debajo de la cama en busca de escondites. Pronto tuve ante mí todas las cartas que había escrito a Flor de Nieve y todas las labores que había hecho para ella. Al final todo, excepto lo que yo ya había destruido, se acumuló allí.

Dediqué los últimos días a realizar con ella un viaje a lo largo de toda nuestra vida juntas. Ambas habíamos memorizado muchos textos y podíamos recitar pasajes enteros, pero ella se debilitaba rápidamente y pasó el resto del tiempo escuchándome, cogida a mi mano.

Por la noche, juntas en la cama bajo la celosía, bañadas por la luz de la luna, nos transportábamos a nuestros años de cabello recogido. Yo le escribía caracteres de nu shu en la palma de la mano. «La luz de la luna ilumina mi cama…»

– ¿Qué he escrito? -preguntaba-. Dime los caracteres.

– No lo sé -susurraba ella.

Así pues, yo recitaba el poema y veía cómo las lágrimas escapaban por las comisuras de los ojos de mi laotong, corrían por sus sienes y se perdían en sus orejas.

Durante la última conversación que mantuvimos, me preguntó:

– ¿Puedes hacerme un favor?

– Claro que sí. Haré lo que quieras -contesté.

– Por favor, sé la tía de mis hijos.

Prometí que lo sería.

No había nada que aliviara su sufrimiento. En las últimas horas le leí nuestro contrato y le recordé que habíamos ido al templo de Gupo y comprado papel rojo, que nos habíamos sentado juntas y habíamos redactado el texto. Volví a leerle las palabras que nos habíamos enviado en nuestras misivas. Le leí partes felices de nuestro abanico. Le tarareé viejas melodías de la infancia. Le dije cuánto la quería y que deseaba que estuviera esperándome en el más allá. Le hablé hasta que llegó al borde del cielo, resistiéndome a que se marchara y al mismo tiempo ansiando soltarla para que volara hacia las nubes.

Su piel pasó del blanco fantasmal al dorado. Toda una vida de preocupaciones se borró de su cara. Las hermanas de juramento, Luna de Primavera, la señora Wang y yo escuchamos atentamente el ritmo de su respiración: una inhalación, una exhalación y luego nada. Pasaron unos segundos; otra inhalación, otra exhalación y luego nada. De nuevo unos segundos torturadores, después una inhalación, una exhalación y luego nada. Yo tenía una mano sobre su mejilla, igual que ella solía posar su mano en la mía, para que supiera que su laotong estaría a su lado hasta la última inhalación, la última exhalación y luego nada de verdad.

Lo que sucedió me recordaba a la fábula que mi tía solía cantar acerca de la muchacha que tenía tres hermanos. Ahora comprendo que nos enseñaban esas canciones y esos cuentos no sólo para que aprendiéramos cómo debíamos comportarnos, sino también porque íbamos a vivir versiones parecidas de esas historias una y otra vez a lo largo de la vida.

Bajamos a Flor de Nieve a la sala principal. La lavé y le puse las prendas de la eternidad; estaban desteñidas y deshilachadas, pero conservaban bordados que yo recordaba de nuestra infancia. La mayor de las hermanas de juramento la peinó. La mediana le empolvó la cara y le pintó los labios. La menor le adornó el cabello con flores. Colocamos el cadáver en un ataúd. Una pequeña banda vino a tocar música fúnebre, mientras nosotras nos sentamos alrededor de la difunta en la sala principal. La mayor de las hermanas de juramento tenía dinero y compró incienso para quemar. La mediana tenía dinero y compró papel para quemar. La menor no tenía dinero para comprar incienso ni papel, pero lloró como debe llorar una mujer en una ocasión así.

Al cabo de tres días el carnicero, su hijo y los esposos e hijos de las hermanas de juramento llevaron el ataúd a la tumba. Andaban muy deprisa, como si no tocaran el suelo con los pies. Cogí casi todos los escritos de nu shu de Flor de Nieve, incluidas casi todas las cartas que yo le había enviado, y los quemé para que nuestras palabras la acompañaran hasta el más allá.

Luego regresamos a la casa del carnicero. Luna de Primavera preparó té y las tres hermanas de juramento y yo fuimos a la habitación de arriba para eliminar de allí todo rastro de la muerte.

Fueron ellas quienes me revelaron mi mayor vergüenza. Me dijeron que Flor de Nieve no era su hermana de juramento. Yo no las creí. Intentaron convencerme de que decían la verdad.

– Pero ¿y el abanico? -exclamé, presa de la frustración-. Flor de Nieve me escribió que se había unido a vuestra hermandad.

– No -me corrigió Loto-. Escribió que no quería que siguieras preocupándote por ella, porque tenía amigas que la consolaban.

Me pidieron que les dejara ver las palabras de mi laotong y así me enteré de que les había enseñado a leer nu shu. Apiñadas alrededor del abanico, lanzaban exclamaciones y señalaban detalles de los que Flor de Nieve les había hablado a lo largo de los años. Cuando llegaron a la última anotación, sus rostros se ensombrecieron.

– Mira -dijo Loto señalando los caracteres-. Aquí no pone que entrara en nuestra hermandad.

Les arrebaté el abanico de las manos y me lo llevé a un rincón para examinarlo sola. «Tengo demasiados problemas -había escrito Flor de Nieve-. No puedo ser lo que tú deseas. Ya no tendrás que oír mis quejas. Tres hermanas de juramento han prometido amarme tal como soy…»

– ¿Lo ves, señora Lu? -dijo Loto-. Flor de Nieve quería que la escucháramos. A cambio, nos enseñó la escritura secreta. Era nuestra maestra y nosotras la respetábamos y amábamos. Pero ella no nos amaba a nosotras, sino a ti. Quería que tú correspondieras a su amor sin las cargas de tu vergüenza y tu impaciencia.

Que yo hubiera sido superficial, testaruda y egoísta no alteraba la gravedad ni la estupidez de lo que había hecho. Había incurrido en el mayor error que puede cometer una mujer que conoce el nu shu: no había tenido en cuenta la textura, el contexto ni los matices de significado.

Peor aún, mi egocentrismo me había hecho olvidar lo que había aprendido el día que conocí a Flor de Nieve: que ella siempre era más sutil y sofisticada en sus palabras que la segunda hija de un vulgar campesino. Durante ocho años Flor de Nieve había sufrido por culpa de mi ceguera y mi ignorancia. Durante el resto de mi vida -casi tantos años como los que tenía Flor de Nieve cuando murió- no he dejado de lamentarlo.

Pero las hermanas de juramento no habían terminado conmigo.

– Ella intentaba complacerte en todo -prosiguió Loto-, incluso teniendo trato carnal con su esposo poco después de dar a luz, sin respetar los plazos de purificación.

– ¡Eso no es verdad!

– Cada vez que Flor de Nieve perdía un hijo, no le ofrecías más compasión que su esposo o su suegra -intervino Sauce-. Siempre decías que su único valor residía en su capacidad de engendrar hijos varones, y ella te creía. Le decías que volviera a intentarlo, y ella te obedecía.

– Eso es lo que debemos decir -repuse, indignada-. Así es como las mujeres nos consolamos…

– ¿Crees que esas palabras la consolaban cuando acababa de perder otro hijo?

– Vosotras no estabais allí. Vosotras no la oíais…

– ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! ¡Inténtalo otra vez! -dijo Flor de Ciruelo-. ¿Vas a negar que era eso lo que le decías?

No. No podía negarlo.

– Exigías que siguiera tus consejos en eso y en muchas otras cosas -terció Loto-. Y, cuando lo hacía, tú la criticabas…

– Estáis tergiversando mis palabras.

– ¿Ah, sí? -preguntó Sauce-. Flor de Nieve siempre hablaba de ti. Jamás te censuró, pero nosotras entendíamos lo que pasaba.

– Te quería como se debe querer a una laotong, por todo lo que eras y por todo lo que no eras -concluyó Flor de Ciruelo-. Pero tú tenías una mentalidad demasiado masculina. Tú la querías como la habría querido un varón y sólo la valorabas según las reglas de los hombres.

Loto cambió de tema.

– ¿Te acuerdas de cuando estábamos en las montañas y perdió el niño que llevaba en el vientre? -me preguntó con un tono que me hizo temer lo que diría a continuación.

– Sí, claro que me acuerdo.

– Entonces ya estaba enferma.

– No puede ser. El carnicero…