Выбрать главу

La anciana cerró los ojos y reflexionó. O eso, o se quedó dormida.

– Me han dicho que en Jintian hay una muchacha que podría interesarnos -proseguí elevando la voz-. Es la hija del cobrador de rentas.

Lo que la señora Wang dijo a continuación me hizo comprender que sabía muy bien quién era yo.

– ¿Por qué no acoges a esa niña como falsa nuera? -preguntó-. Tu umbral es muy alto. Estoy segura de que tu hijo y tu nuera estarían de acuerdo.

La verdad es que mi hijo y mi nuera estaban disgustados conmigo por lo que había decidido. Pero ¿qué podían hacer? Mi hijo era funcionario imperial. Acababa de aprobar el examen imperial para el cargo de juren a la temprana edad de treinta años. Cuando no estaba viajando por el país, parecía estar en las nubes. Casi nunca venía a casa y, cuando lo hacía, nos contaba disparatadas historias de lo que había visto: extranjeros altos y grotescos con barbas rojas, cuyas esposas llevaban trajes con la cintura tan apretada que no podían respirar y tenían unos pies enormes con los que chancleteaban ruidosamente, como peces recién atrapados. Por lo demás, era un buen hijo y hacía cuanto su padre le pedía. Mi nuera, por su parte, tenía que obedecerme. Sin embargo, se había desentendido por completo de las conversaciones acerca del futuro de su hijo y se había retirado a llorar a su habitación.

– No busco una niña de pies grandes -dije-. Quiero que mi nieto se case con la niña que tenga los pies más perfectos del condado.

– A esa niña todavía no le han vendado los pies. No hay ninguna garantía de que…

– Pero tú se los has visto, ¿me equivoco, señora Wang? Tú sabes juzgar. ¿Cuál crees que será el resultado?

– Es posible que la madre de la niña no sepa hacer bien su trabajo…

– Entonces me encargaré yo misma de vendárselos.

– No puedes traer a la niña a esta casa si pretendes casarla con tu nieto -argumentó con voz quejumbrosa-. No sería correcto que tu nieto viera a su futura esposa.

La señora Wang no había cambiado, pero yo tampoco.

– Tienes razón, anciana. Iré a ver a la niña a su casa.

– Eso tampoco sería correcto…

– La visitaré con regularidad. Tengo muchas cosas que enseñarle.

Caviló sobre mi propuesta. Entonces me incliné hacia ella y puse una mano sobre la suya.

– Creo que la abuela de la niña lo habría aprobado, tiíta -agregué.

Las lágrimas anegaron los ojos de la casamentera.

– Esa muchacha tendrá que aprender las artes femeninas -me apresuré a añadir-. Tendrá que viajar… no demasiado lejos, desde luego, para que no nazcan en ella ambiciones impropias del reino de las mujeres. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que debería visitar el templo de Gupo todos los años. Me han dicho que había un hombre que preparaba un delicioso postre de taro. Y creo que su nieto ha heredado su maestría.

Seguí negociando, y la nieta de Flor de Nieve quedó bajo mi tutela. Yo misma le vendé los pies. Le mostré todo el amor maternal que pude mientras la obligaba a recorrer la habitación de arriba de su casa natal. Los pies de Peonía se convirtieron en unos lotos dorados perfectos, idénticos en tamaño a los míos. Durante los largos meses del vendado, mientras los huesos de Peonía adoptaban su nueva forma, la visité casi a diario. Sus padres la adoraban, pero el padre intentaba no pensar en el pasado y la madre lo desconocía. Así pues, yo contaba a la niña historias sobre su abuela y su laotong y le hablaba de la escritura secreta y los cantos de las mujeres, de la amistad y las tribulaciones.

– Tu abuela nació en el seno de una familia educada -le expliqué-. Tú aprenderás lo que ella me enseñó: las labores de aguja, la dignidad y, más importante aún, nuestra escritura secreta.

Peonía era muy aplicada en sus estudios, pero un día me dijo:

– Escribo muy mal. Espero que me perdones.

La niña era la nieta de Flor de Nieve, pero ¿cómo no iba a verme yo misma retratada en ella?

A veces me pregunto qué fue peor, si ver morir a Flor de Nieve o a mi esposo. Ambos sufrieron mucho, pero sólo en el cortejo fúnebre de mi esposo hubo tres hijos varones avanzando de rodillas hasta la tumba. Yo tenía cincuenta y siete años cuando mi marido se fue al más allá, de modo que era demasiado vieja para que mis hijos pensaran en casarme otra vez o se preocuparan por si sería una viuda casta. Era casta. Siempre lo había sido, sólo que ahora era viuda por partida doble. No he escrito mucho acerca de mi esposo en estas páginas. Todo eso está en mi autobiografía oficial. Pero quiero deciros una cosa: era él lo que me animaba a seguir día a día. Tenía que asegurarme de que se le preparaban las comidas. Tenía que pensar en cosas inteligentes para distraerlo. Cuando murió, empecé a comer cada vez menos. Me traía sin cuidado ser un ejemplo para las mujeres de mi condado. Los días transcurrían y se convertían en semanas. Perdí la noción del tiempo. No prestaba atención al ciclo de las estaciones. Los años se acumulaban en décadas.

Lo malo de vivir tantos años es que ves morir a muchas personas. Yo he sobrevivido a casi todo el mundo: a mis padres, a mis tíos, a mis hermanos, a la señora Wang, a mi esposo, a mi hija, a dos hijos, a todas mis nueras, incluso a Yonggang. Mi hijo mayor consiguió el título de gongsheng y por último el de jinshi. El emperador en persona leyó su examen. Como funcionario de la corte, mi hijo pasa la mayor parte del tiempo fuera de casa, pero ha consolidado la posición de la familia Lu para las próximas generaciones. Es un buen hijo y sé que nunca olvidará sus deberes. Hasta ha comprado un ataúd, grande y lacado, para que yo descanse en él cuando muera. Su nombre, junto con el de su tío abuelo Lu y el del bisabuelo de Flor de Nieve, cuelga escrito con los orgullosos caracteres de los hombres en el templo de los antepasados de Tongkou. Esos tres nombres permanecerán allí hasta que el edificio se desmorone.

Peonía tiene treinta y siete años, seis más de los que tenía yo cuando me convertí en la señora Lu. Es la esposa del mayor de mis nietos y, por lo tanto, se convertirá en la próxima señora Lu cuando yo muera. Tiene dos hijos y tres hijas, y quizá aún tenga más. Su primogénito se casó con una muchacha de otro pueblo, que ahora vive con nosotros y hace poco tuvo gemelos, un niño y una niña. En sus caras veo a Flor de Nieve, pero también me veo a mí. De niñas nos dicen que somos ramas inútiles, porque no perpetuaremos el nombre de nuestra familia natal, sino el de la familia en la que entramos al casarnos, siempre que tengamos la suerte de parir hijos varones. De ese modo una mujer pertenece eternamente a la familia de su esposo, tanto en vida como después de muerta. Todo eso es cierto y, sin embargo, ahora me consuelo pensando que la sangre de Flor de Nieve y la mía pronto gobernarán la casa de los Lu.

Siempre he creído en un viejo proverbio que advierte: «Una mujer sin sabiduría es mejor que una mujer con educación.» Toda mi vida he intentado mantenerme al margen de lo que sucedía en el reino exterior y nunca aspiré a aprender la escritura de los hombres, pero aprendí las costumbres, las historias y la escritura de las mujeres. Hace años, cuando estaba en Jintian enseñando a Peonía y a sus hermanas de juramento los trazos que componen nuestro código secreto, muchas mujeres me pidieron que escribiera al dictado sus autobiografías. No pude negarme. Les cobraba por hacer ese trabajo, desde luego: tres huevos y una moneda. No necesitaba ni el dinero ni los huevos, pero era la señora Lu y ellas tenían que respetar mi posición. Pero había algo más. Yo quería que ellas dieran valor a sus vidas, que en general eran muy deprimentes. Esas mujeres procedían de familias pobres y desagradecidas, que las casaron cuando ellas eran muy jóvenes. Habían sufrido al separarse de sus padres, habían perdido a algunos hijos, habían sido humilladas en la casa de sus suegros y muchas de ellas recibían palizas de sus esposos. Sé mucho acerca de las mujeres y sus padecimientos, pero sigo sin saber casi nada acerca de los hombres. Si un hombre no valora a su mujer al casarse con ella, ¿cómo va a tratarla como algo precioso? Si no cree que su esposa valga más que una gallina, que le proporciona huevos todos los días, o que un carabao, que soporta cualquier carga sobre su lomo, ¿cómo va a valorarla más que a esos animales? Es posible que hasta la aprecie menos, porque ella no es tan valiente, tan fuerte, tan tolerante como ellos ni puede valerse por sí misma.

Después de escuchar todas esas historias reflexioné sobre mi propia vida. Durante cuarenta años el pasado sólo ha suscitado arrepentimiento en mí. Sólo ha habido una persona que me haya importado de verdad, pero me porté con ella peor que el peor de los esposos. Cuando Flor de Nieve me pidió que fuera la tía de sus hijos, me dijo (fueron las últimas palabras que me dirigió): «Aunque nunca he sido tan buena como tú, creo que los espíritus celestiales nos unieron. Estaremos juntas eternamente.» He meditado a menudo sobre eso. ¿Decía Flor de Nieve la verdad? ¿Y si no hay piedad en el más allá? En todo caso, si los muertos tienen las mismas necesidades y los mismos deseos que los vivos, espero que me oigan Flor de Nieve y los otros que lo presenciaron todo.

Escuchad mis palabras, por favor. Os ruego que me perdonéis.

* * *

Nota de la autora y agradecimientos

Un día, en la década de los años sesenta, una anciana se desmayó en una estación rural de ferrocarril de China. Cuando la policía registró sus pertenencias con objeto de identificarla, encontraron unos papeles con textos escritos en lo que parecía un código secreto. Como estaban en plena Revolución Cultural, detuvieron a la mujer y la acusaron de ser una espía. Los expertos que descifraron el código se dieron cuenta casi de inmediato de que aquellos textos no tenían nada que ver con las intrigas internacionales. Se trataba de una escritura utilizada únicamente por mujeres desde hacía mil años y que los hombres desconocían. Inmediatamente enviaron a esos expertos a un campo de trabajo.