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Mi madre y mi tía reanudaron los preparativos del vendado y empezaron a confeccionar más vendas. Nos daban pastelitos de alubias rojas con objeto de que nuestros huesos se ablandaran hasta adquirir la consistencia de un pastelito. A medida que se acercaba el inicio del vendado, muchas vecinas del pueblo vinieron a visitarnos a la habitación del piso de arriba. Las hermanas de juramento de Hermana Mayor nos desearon suerte, nos llevaron más dulces y nos felicitaron porque oficialmente ya éramos mujeres. En nuestra habitación reinaba un ambiente de júbilo y celebración. Todo el mundo estaba alegre; cantábamos, reíamos, charlábamos. Ahora sé que había muchas cosas que nadie decía. (Nadie me explicó, por ejemplo, que podía morir. Cuando fui a vivir a casa de mi esposo, mi suegra me contó que una de cada diez niñas fallecía a causa del vendado de los pies, no sólo en nuestro condado sino en toda China.)

Yo únicamente sabía que aquel proceso facilitaría mi boda y, por lo tanto, me ayudaría a alcanzar el máximo logro de toda mujer: un hijo. Con ese fin, mi propósito era conseguir unos pies perfectamente vendados con siete características bien definidas: tenían que ser pequeños, estrechos, rectos, puntiagudos y arqueados, y sin embargo de piel perfumada y suave. De todos esos requisitos, el más importante es la longitud. Siete centímetros -aproximadamente la longitud de un pulgar- es la medida ideal. A continuación viene la forma. Un pie perfecto debe tener la forma de un capullo de loto. Ha de tener el talón redondeado y carnoso, la punta aguzada, y todo el peso del cuerpo debe recaer únicamente sobre el dedo gordo. Eso significa que los dedos y el puente deben romperse y doblarse hasta llegar a tocar el talón. Por último, la hendidura formada por la punta del pie y el talón debe ser lo bastante profunda para esconder entre sus pliegues una moneda grande colocada de canto. Si yo podía conseguir todo eso, obtendría la felicidad como recompensa.

La mañana del vigésimo cuarto día del octavo mes lunar, ofrecimos bolas de arroz de consistencia glutinosa a la Doncella de los Pies Diminutos, mientras nuestras madres colocaban los zapatos en miniatura que habían confeccionado ante una pequeña estatua de Guanyin. Después ambas cogieron alumbre, astringente, tijeras, unos cortaúñas especiales, agujas e hilo. Sacaron las largas vendas que habían preparado; cada una tenía cinco centímetros de ancho, tres metros de largo y estaba ligeramente almidonada. A continuación todas las mujeres de la casa fueron a la habitación del piso superior. Hermana Mayor fue la última en llegar; llevaba un cubo de agua hervida, donde habían echado raíz de morera, almendras molidas, orina, hierbas y raíces.

Como era la mayor de las tres, empezaron por mí. Yo estaba decidida a demostrar lo valiente que podía ser. Mi madre me lavó los pies y los frotó con alumbre, para contraer el tejido y reducir la inevitable secreción de sangre y pus. Me cortó las uñas al máximo. Entretanto pusieron las vendas en remojo para que, al secarse sobre mi piel, se tensaran aún más. A continuación mi madre cogió la punta de una venda, me la puso sobre el empeine y la pasó por encima de los cuatro dedos pequeños del pie, que se doblaron hacia la planta. Desde allí me envolvió el talón. Otra vuelta alrededor del tobillo ayudó a asegurar las dos primeras vueltas. La idea era conseguir que los dedos y el talón se tocaran, creando la hendidura, pero dejando libre el dedo gordo para que al andar me apoyara en él. Mi madre repitió esos pasos hasta acabar la venda; mi tía y mi abuela no dejaban de mirar para asegurarse de que no se formaban arrugas en la tela. Por último, mi madre cosió con puntadas muy apretadas el extremo de la venda para que ésta no se aflojara y yo no pudiera sacar el pie.

Repitió el proceso con mi otro pie, y entonces mi tía empezó a vendar a Luna Hermosa. Mientras tanto, Hermana Tercera dijo que tenía sed y bajó a beber agua. Cuando hubieron terminado con los pies de Luna Hermosa, mi madre llamó a Hermana Tercera, pero ésta no contestó. Una hora antes, me habrían dicho que fuera a buscarla, pero durante los dos años siguientes no se me permitiría bajar por la escalera. Mi madre y mi tía registraron toda la casa y luego salieron. Ojalá hubiese podido correr hasta la celosía y mirar fuera, pero ya me dolían los pies porque los huesos empezaban a soportar una fuerte presión y las vendas, muy apretadas, impedían la circulación de la sangre. Miré a Luna Hermosa y vi que estaba tan pálida como indicaba su nombre. Dos hilos de lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Oímos a mi madre y mi tía llamando a voces: «¡Hermana Tercera, Hermana Tercera!»

Mi abuela y Hermana Mayor se acercaron a la celosía y miraron.

– Aiya -murmuró mi abuela.

Hermana Mayor volvió la cabeza hacia nosotras.

– Madre y tía están en casa de los vecinos. ¿No oís gritar a Hermana Tercera?

Luna Hermosa y yo negamos con la cabeza.

– Madre la lleva a rastras por el callejón -nos informó Hermana Mayor.

Entonces oímos a Hermana Tercera exclamar:

– ¡No! ¡No quiero ir! ¡No quiero que me vendéis!

Mi madre la regañó a voz en grito:

– Eres una inútil. Una vergüenza para nuestros antepasados. -Eran palabras crueles, pero no inusitadas; en nuestro pueblo las oíamos casi a diario.

Metieron a Hermana Tercera en la habitación de un empujón. Cayó al suelo, pero enseguida se incorporó, corrió hasta un rincón y se quedó allí agachada.

– Vamos a vendarte. No tienes elección-declaró mi madre.

Hermana Tercera, nerviosa, miraba en busca de un lugar donde esconderse. Estaba atrapada y nada podría impedir lo inevitable. Madre y tía avanzaron hacia ella, que hizo un último intento por escabullirse de sus brazos, pero Hermana Mayor la agarró. Hermana Tercera sólo tenía seis años, pero se resistió con uñas y dientes. Hermana Mayor, mi tía y mi abuela la sujetaban, mientras mi madre le ceñía a toda prisa los vendajes. Hermana Tercera no paraba de chillar. Varias veces consiguió liberar un brazo, pero enseguida volvían a sujetárselo. Por un segundo mi madre dejó escapar el pie de Hermana Tercera, que agitó la pierna, de modo que la larga venda ondeó en el aire como la cinta de un acróbata. Luna Hermosa y yo estábamos horrorizadas; los miembros de nuestra familia no debían comportarse así. Sin embargo, lo único que podíamos hacer era permanecer sentadas y mirar con los ojos como platos, porque unas punzadas cada vez más fuertes empezaban a subirnos por las pantorrillas. Finalmente, mi madre terminó su trabajo. Soltó de golpe los pies de Hermana Tercera, se levantó, la miró con desagrado y le espetó una sola palabra:

– ¡Inútil!

Los minutos siguientes se me antojaron eternos. Mi madre me miró primero a mí, porque era la mayor, y ordenó:

– ¡Levántate!

Era una orden de imposible cumplimiento, ya que sentía un dolor punzante en los pies. Hasta unos minutos antes estaba muy segura de mi valor, pero ya no logré contener las lágrimas.

Mi tía dio unos golpecitos en el hombro de Luna Hermosa y ordenó:

– Levántate y camina.

Hermana Tercera seguía tumbada en el suelo, llorando.

Mi madre me levantó de la silla. La palabra «dolor» no sirve para describir lo que sentí. Tenía los dedos doblados bajo la planta de los pies, de modo que el peso de mi cuerpo descansaba por completo en esos apéndices. Intenté inclinarme hacia atrás y apoyarme en los talones, pero mi madre, al darse cuenta, me golpeó y exclamó:

– ¡Camina!

Obedecí como pude. Mientras avanzaba arrastrando los pies hacia la ventana, mi madre se agachó y levantó del suelo a Hermana Tercera, la llevó a rastras hasta Hermana Mayor y dijo: «Que recorra la habitación diez veces.» Entonces comprendí lo que me esperaba, aunque era algo casi inimaginable. Viendo lo que ocurría, mi tía, por ser la persona de rango inferior de la familia, agarró bruscamente a su hija de la mano, tiró de ella y la levantó de la silla. Las lágrimas me resbalaban mientras mi madre, llevándome de la mano, me hacía recorrer la habitación de las mujeres una y otra vez. Me oía a mí misma gimotear. Hermana Tercera no paraba de bramar e intentaba soltarse de Hermana Mayor. Mi abuela, cuyo deber, por ser la persona más importante de la casa, consistía únicamente en supervisar aquellas actividades, agarró a Hermana Tercera por el otro brazo. Flanqueada por dos personas más fuertes que ella, Hermana Tercera no tuvo más remedio que obedecer, aunque no paraba de protestar. Sólo Luna Hermosa ocultaba sus sentimientos, demostrando ser una buena hija, aunque también ella ocupara una posición muy modesta en la familia.

Después de las diez vueltas, mi madre, mi tía y mi abuela nos dejaron solas. Estábamos las tres casi paralizadas por el sufrimiento físico y, sin embargo, el tormento no había hecho más que empezar. No pudimos comer nada. Aunque teníamos el estómago vacío, vomitamos nuestro sufrimiento. Por fin toda la familia se fue a dormir. Cuando nos tumbamos, sentimos un gran alivio. El simple hecho de tener los pies a la misma altura que el resto del cuerpo calmaba el dolor. Sin embargo, con el paso de las horas nos asaltó una nueva clase de suplicio: los pies nos ardían como si los hubiéramos puesto entre las ascuas del brasero. Unos extraños maullidos escapaban de nuestra boca. La pobre Hermana Mayor, que tuvo que compartir la habitación con nosotras, hizo cuanto pudo por reconfortarnos contándonos cuentos infantiles y nos recordó con suma dulzura que todas las niñas de cierta posición social de China debían soportar lo que estábamos soportando nosotras para convertirse en mujeres, esposas y madres de bien.

Aquella noche, ninguna de las tres logró dormir. Si el día anterior lo habíamos pasado mal, el siguiente fue peor. Intentamos arrancarnos las vendas, pero sólo Hermana Tercera consiguió liberar un pie. Mi madre le pegó en los brazos y las piernas, volvió a vendarle el pie y la obligó a dar diez vueltas más por la habitación como castigo. Una y otra vez la zarandeaba bruscamente y le preguntaba: «¿Quieres convertirte en una falsa nuera? Todavía estás a tiempo. Si quieres, puedes acabar así.»