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– Eso es lo único que puedo hacer por vuestra hijita -dijo a mi padre-, pero sería gastar el dinero en una causa perdida.

Sin embargo, aquélla no fue la única mala noticia del día. Mientras hacíamos las reverencias de rigor ante el médico, éste miró alrededor y vio a mi abuela bajo las colchas. Se acercó a ella, le tocó la frente y escuchó los latidos secretos que medían su chi. Luego miró a mi padre y dijo:

– Tu honorable madre está muy enferma. ¿Por qué no me lo has dicho?

¿Cómo podía mi padre contestar a la pregunta sin quedar mal ante el médico? Era un buen hijo, pero también un hombre, y aquel asunto pertenecía al reino interior de las mujeres. Con todo, el bienestar de mi abuela era el más importante de sus deberes filiales. Mientras estaba abajo fumando en pipa con su hermano y esperando a que terminara el invierno, en el piso de arriba dos personas habían caído bajo el hechizo de los fantasmas.

Una vez más, la familia al completo se dedicó a hacer cabalas. ¿Habían consagrado demasiado tiempo a unas niñas inútiles y dejado que enfermara la única mujer de valor y estima de la casa? ¿Había derrochado mi abuela sus últimos pasos dando vueltas por la habitación con Hermana Tercera? ¿Había interrumpido mi abuela, cansada de los gritos de Hermana Tercera, su emisión de chi para no oír aquel fastidioso ruido? ¿Acaso a los fantasmas que habían ido a cazar a Hermana Tercera les había tentado la posibilidad de llevarse otra víctima?

Durante las últimas semanas sólo habíamos prestado atención a Hermana Tercera, pero a partir de entonces nos volcamos en mi abuela. Mi padre y mi tío únicamente se apartaban de su lado para fumar, comer o hacer sus necesidades. Mi tía se encargaba de las tareas domésticas: preparaba las comidas, lavaba y nos atendía a todos. Nunca vi dormir a mi madre. Como primera nuera, tenía dos objetivos en la vida: engendrar hijos que mantuvieran a la familia y cuidar de la madre de su esposo. Debería haberse preocupado más por la salud de mi abuela, pero había dejado que una ambición propia de los hombres penetrara en su mente al trasladar sus afanes hacia mí y mi afortunado futuro. Con la férrea determinación nacida de su anterior negligencia, realizaba todos los rituales prescritos: presentaba ofrendas especiales a los dioses y a nuestros antepasados, rezaba, cantaba e incluso preparaba sopa con su propia sangre para restituir la energía vital de mi abuela.

Como todos estaban ocupados con mi abuela, a Luna Hermosa y a mí nos encargaron que vigiláramos a Hermana Tercera. Sólo teníamos siete años y no sabíamos qué decir o hacer para consolarla. Su sufrimiento era tremendo, pero no era el peor que yo tendría ocasión de presenciar en el futuro. Mi hermana murió al cabo de cuatro días, tras soportar un tormento y un dolor injustos para una criatura de tan tierna edad. Mi abuela falleció un día después. Nadie la vio sufrir. Se fue enroscando y haciéndose cada vez más pequeña, como una oruga bajo un manto de hojas secas en otoño.

La tierra estaba demasiado dura para cavar una tumba. Las dos hermanas de juramento que le quedaban a mi abuela se ocuparon de ella, entonaron los cantos de duelo, envolvieron su cuerpo en muselina y la vistieron para la vida en el más allá. Era una anciana que había vivido una larga existencia, de modo que su atuendo para la eternidad tenía muchas capas. Hermana Tercera sólo contaba seis años. Su vida había sido tan corta que no había tenido mucha ropa con que calentarse ni muchos amigos con que encontrarse en el más allá. Llevaba puestos su traje de verano y su traje de invierno, y hasta esas prendas las había heredado de Hermana Mayor y de mí. Mi abuela y Hermana Tercera pasaron el resto del invierno bajo un sudario de nieve.

Yo diría que, en el lapso entre la muerte de mi abuela y Hermana Tercera y su entierro, muchas cosas cambiaron en la habitación de las mujeres. Sí, todavía íbamos y veníamos de un extremo al otro. Seguíamos lavándonos los pies cada cuatro días y poniéndonos zapatos más pequeños cada dos semanas. Pero mi madre y mi tía nos observaban con mucha atención. Y siempre les hacíamos caso; nunca ofrecíamos resistencia ni nos quejábamos. Cuando llegaba el momento de lavarnos los pies, nuestros ojos vigilaban el pus y la sangre con tanta atención como los de mi madre y mi tía. Todas las noches, cuando por fin nos dejaban solas, y todas las mañanas, antes de que empezáramos las actividades cotidianas, Hermana Mayor nos examinaba las piernas para asegurarse de que no presentaban signos de infección grave.

Pienso a menudo en los primeros meses de nuestro vendado. Recuerdo que mi madre, mi tía, mi abuela y hasta Hermana Mayor repetían ciertas frases para animarnos. Una de ellas era: «Si te casas con un pollo, te quedas con un pollo; si te casas con un gallo, te quedas con un gallo.» Como solía ocurrirme en aquella época con muchas otras cosas, yo oía esas palabras pero no entendía su significado. El tamaño de mis pies determinaría mis probabilidades de contraer un buen matrimonio. Mis diminutos pies serían ofrecidos a mis futuros suegros como prueba de mi disciplina personal y de mi capacidad para soportar los dolores del parto y cualquier desgracia que pudiera sobrevenirme. Mis diminutos pies demostrarían a todo el mundo la obediencia que guardaba a mi familia natal, y sobre todo a mi madre, lo cual también causaría una buena impresión en mi futura suegra. Los zapatos que bordaba simbolizarían para mis futuros suegros mi habilidad para la costura y, por extensión, para el resto de las tareas domésticas. Y aunque en aquella época yo no lo sabía, mis pies serían algo que fascinaría a mi esposo durante los momentos más íntimos y privados entre un hombre y una mujer. Su deseo de verlos y tenerlos en las manos no disminuyó nunca en los años que vivimos juntos, ni siquiera después de que yo hubiera parido cinco hijos, ni siquiera después de que el resto de mi cuerpo hubiera dejado de ser un estímulo para el trato carnal.

El abanico

Pasaron seis meses desde que nos vendaron los pies por primera vez, dos meses desde la muerte de mi abuela y Hermana Tercera. La nieve se fundió, la tierra se ablandó y prepararon a mi abuela y a Hermana Tercera para el entierro. En la vida de los yao (o, mejor dicho, en la de todos los chinos) son tres los acontecimientos en que se gasta más dinero: el nacimiento, la boda y la muerte. Todos queremos tener un buen nacimiento y una buena boda; todos queremos tener una buena muerte y un buen entierro. Pero el destino y las cuestiones prácticas influyen en esos tres acontecimientos como en ningún otro. Mi abuela era la matriarca de la familia y había llevado una vida ejemplar; mi hermana pequeña no había hecho nada en la vida. Mi padre y mi tío reunieron todo el dinero que tenían y encargaron a un fabricante de ataúdes de Shangjiangxu que construyera uno bueno para la abuela. Después hicieron una caja pequeña para Hermana Tercera. Las hermanas de juramento de mi abuela acudieron y por fin se celebraron los funerales.

Me di cuenta, una vez más, de lo pobres que éramos. Si hubiéramos tenido más dinero, mi padre quizá habría construido un arco de viuda en honor de la abuela. Quizá habría pedido al adivino que buscara un lugar propicio con los mejores elementos de feng shui para su sepultura, o alquilado un palanquín para transportar hasta la tumba a su hija y su sobrina, que todavía no podían caminar demasiado. Pero no podíamos permitirnos nada de eso. Mi madre me llevó a cuestas, y mi tía se ocupó de Luna Hermosa. Nuestro sencillo cortejo se dirigió a un lugar no muy alejado de la casa, todavía dentro de los límites de los terrenos arrendados. Mi padre y mi tío no pararon de hacer reverencias, tocando el suelo con la frente tres veces seguidas en cada ocasión. Mi madre se tumbó en el túmulo funerario y suplicó perdón. Quemamos unos pocos billetes, pero a los dolientes que acudieron sólo les ofrecimos unos dulces.

Pese a que mi abuela no sabía leer nu shu, conservaba los libros del tercer día que le habían regalado con motivo de su boda, muchos años atrás. Sus dos comadres los pusieron con unos pocos tesoros más junto a su tumba y los quemaron para que las palabras escritas en ellos la acompañaran hasta el más allá. Cantaron juntas: «Esperamos que encuentres a nuestras otras hermanas de juramento. Las tres seréis muy felices. No os olvidéis de nosotras. Las fibras que nos unen no se cortarán aunque se corte la raíz del loto. Ésa es la fuerza y la longevidad de nuestra relación.» De Hermana Tercera no dijeron nada. Ni siquiera Hermano Mayor tenía ningún mensaje para ella. Como Hermana Tercera no tenía su propio libro, mi tía, Hermana Mayor, Luna Hermosa y yo escribimos mensajes en nu shu para presentársela a nuestros antepasados y luego los quemamos.

El período de duelo por mi abuela, que duraría tres años, no había hecho más que empezar, pero la vida continuaba. Yo ya había superado la etapa más dolorosa del vendado de los pies. Mi madre no tenía que pegarme tanto y el dolor ya no era tan agudo. Lo mejor que Luna Hermosa y yo podíamos hacer era sentarnos y dejar que nuestros pies adoptaran su nueva forma. A primera hora de la mañana practicábamos juntas nuevas labores de costura bajo la supervisión de Hermana Mayor; a última hora de la mañana mi madre me enseñaba a hilar algodón; a primera hora de la tarde nos dedicábamos a tejer. Luna Hermosa y su madre seguían las mismas lecciones, pero en orden inverso. A última hora de la tarde estudiábamos nu shu; mi tía nos enseñaba palabras sencillas con paciencia y buen humor.

Como ya no tenía que vigilar los vendajes de Hermana Tercera, Hermana Mayor, que tenía once años, reanudó su aprendizaje de las tareas domésticas. La señora Gao, la casamentera del pueblo, venía regularmente para negociar la Elección de Pretendiente, la primera de las cinco etapas del ritual de la boda de Hermano Mayor y Hermana Mayor. Había encontrado para Hermano Mayor una muchacha de una familia parecida a la nuestra en su pueblo natal, Gaojia. Esto representaba una ventaja para la futura esposa, porque la señora Gao tenía negocios en los dos pueblos y podría llevarle cartas escritas en nu shu con regularidad. Además, mi tía también era originaria de Gaojia, de modo que a partir de entonces podría comunicarse fácilmente con su familia. Estaba tan contenta que no paraba de sonreír exhibiendo sus dientes irregulares, entre los cuales se entreveía la gran cavidad de su boca.