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Hermana Mayor, cuya serenidad y belleza todo el mundo reconocía, se casaría con el hijo de una familia mejor que la nuestra que vivía en la lejana Getan. Nos entristecía la perspectiva de no verla tan a menudo como nos habría gustado, pero gozaríamos de su compañía otros seis años antes del matrimonio, y luego otros dos o tres antes de que nos dejara para siempre. En nuestro condado, como es bien sabido, seguimos una tradición llamada buluo fujia, según la cual la mujer no se instala definitivamente en la casa del esposo hasta que se queda embarazada.

La señora Gao no se parecía en nada a la señora Wang. El adjetivo que mejor la definía era «vulgar». La señora Wang vestía ropa de seda, y la señora Gao, de algodón hilado a mano. Las palabras de la señora Wang eran escurridizas y brillantes como la grasa de oca, mientras que los sentimientos de la señora Gao eran tan rasposos como los ladridos de un perro callejero. Subía a la habitación de las mujeres, se sentaba en un taburete y exigía que le mostraran los pies de todas las niñas de la familia Yi. Hermana Mayor y Luna Hermosa obedecían, por supuesto. Y, pese a que mi destino estaba en manos de la señora Wang, mi madre insistía en que yo también se los enseñara. ¡Y qué comentarios hacía la señora Gao! «La hendidura es tan profunda como los pliegues internos de la niña. Hará feliz a su esposo.» O bien: «La forma en que el talón se curva hacia abajo formando un saco, mientras el dedo gordo apunta hacia arriba, recordará a su esposo su propio miembro viril. Ese afortunado se pasará el día pensando en juegos eróticos.» Yo entonces ignoraba el significado de aquellas palabras. Cuando empecé a entenderlas, me avergonzaba que alguien dijera esas cosas delante de mi madre y mi tía. Pero ellas reían con la casamentera. Las tres niñas acabamos riendo también, aunque, como ya he dicho, aquellas palabras y su significado estaban muy lejos de nuestra experiencia y comprensión.

Aquel año, en el octavo día del cuarto mes lunar, las hermanas de juramento de Hermana Mayor se reunieron en casa con ocasión del día de las Peleas de Toros. Las cinco niñas empezaban a demostrar lo bien que dirigirían su futuro hogar arrendando el arroz que sus familias les habían dado para formar la hermandad y utilizando las ganancias para costear sus celebraciones. Cada niña trajo un plato de su casa: sopa de fideos de arroz, remolacha con huevos en conserva, pies de cerdo con salsa de pimiento, judías en conserva y pasteles de arroz. Además prepararon varios platos juntas: formaban bolas de masa y las cocían al vapor; luego las sumergían en un aliño de salsa de soja, zumo de limón y aceite de pimiento. Comían, reían y recitaban historias de nu shu, como «El cuento de Sangu», que narra las peripecias de la hija de un hombre rico que permanece junto a su pobre esposo, soportando innumerables penurias, hasta que ambos son recompensados por su fidelidad convirtiéndose en mandarines; o «La carpa encantada», en la que un pez se transforma en una hermosa doncella que se enamora de un funcionario de alto rango, pero acaba recuperando su forma original.

Su cuento preferido era «La historia de la mujer que tenía tres hermanos». Las niñas no lo sabían entero y no pidieron a mi madre que dirigiera las preguntas y respuestas, aunque ella había memorizado casi todo el texto. En cambio, suplicaron a mi tía que las guiara a lo largo del relato. Luna Hermosa y yo nos unimos a sus ruegos, porque el cuento -fascinante y verídico, trágico y cómico al mismo tiempo- era una buena manera de practicar los cantos relacionados con nuestra escritura secreta.

La historia se la había regalado a mi tía, bordada en un pañuelo, una de sus hermanas de juramento. Mi tía sacó el trozo de tela y lo desdobló con cuidado. Luna Hermosa y yo nos sentamos a su lado para ir leyendo los caracteres bordados mientras ella recitaba.

– Érase una vez una mujer que tenía tres hermanos -comenzó mi tía-. Todos tenían esposa, pero ella no estaba casada. Pese a que era virtuosa y trabajadora, sus hermanos no querían ofrecer una dote. ¡Qué desgraciada se sentía! ¿Qué podía hacer?

Mi madre contestó:

– Está tan triste que sale al jardín y se ahorca en un árbol.

Luna Hermosa, mis dos hermanas, las hermanas de juramento y yo entonamos a coro:

– El hermano mayor recorre el jardín y finge no verla. El hermano mediano recorre el jardín y finge no ver que su hermana está muerta. El hermano pequeño la ve, rompe a llorar y se lleva el cadáver a la casa.

Desde el otro lado de la habitación, mi madre levantó la cabeza y me sorprendió observándola. Entonces sonrió, satisfecha quizá de que no me hubiera dejado ninguna palabra.

Mi tía continuó con la historia:

– Érase una vez una mujer que tenía tres hermanos. Cuando murió, nadie quiso ocuparse de su cadáver. Pese a que había sido virtuosa y trabajadora, sus hermanos no cuidaron de ella. ¡Qué crueldad! ¿Qué ocurrirá?

– La desatienden cuando está muerta igual que cuando estaba viva, hasta que su cadáver empieza a oler mal -dijo mi madre.

Una vez más, las niñas recitamos las frases que sabíamos de memoria:

– El hermano mayor da un trozo de tela para tapar su cadáver. El hermano mediano da dos trozos de tela. El hermano pequeño la envuelve con toda la ropa que encuentra para que no pase frío en el más allá.

– Érase una vez una mujer que tenía tres hermanos -prosiguió mi tía-. Ya está vestida para el más allá, pero sus hermanos no quieren gastar dinero en un ataúd. Ella era virtuosa y trabajadora, pero sus hermanos son tacaños. ¡Qué injusticia! ¿Encontrará algún día descanso la mujer?

– Sola, completamente sola -entonó mi madre-, errará convertida en fantasma.

Mi tía nos guiaba señalando con un dedo los caracteres y nosotras intentábamos seguirla, aunque nos costaba reconocerlos todos.

– El hermano mayor dice: «No hace falta que la enterremos en un ataúd. Ya está bien como está.» El hermano mediano dice: «Podríamos enterrarla en esa caja vieja que hay en el cobertizo.» El hermano menor dice: «Éste es todo el dinero que tengo. Con él compraré un ataúd.»

Cuando nos acercamos al final, el ritmo de la historia cambió. Mi tía cantó:

– Érase una vez una mujer que tenía tres hermanos. Esto es lo que han hecho, pero ¿qué será de la hermana ahora? El hermano mayor es malo; el hermano mediano, cruel; pero el amor podría prender en el hermano menor.

Las hermanas de juramento dejaron que Luna Hermosa y yo termináramos el cuento.

– El hermano mayor dice: «Enterrémosla aquí, junto al camino de los carabaos.» (Donde la pisotearían eternamente.) El hermano mediano dice: «Enterrémosla bajo el puente.» (Donde el agua se la llevaría.) El hermano menor, el único que tiene buen corazón, dice: «La enterraremos detrás de la casa para que todos la recuerden.» Al final la hermana, que había tenido una vida desgraciada, halló gran felicidad en el más allá.

Me encantaba esa historia. Era divertido recitarla con mi madre y las demás, pero después de la muerte de mi abuela y mi hermana entendía mejor los mensajes que encerraba. El relato me enseñaba que una muchacha -o una mujer- podía tener un valor diferente para cada persona. También ofrecía instrucciones prácticas sobre cómo atender a los difuntos: cómo tratar el cadáver, qué prendas ponerle para que emprendiera el viaje a la eternidad, dónde enterrarlo. Mi familia había hecho todo lo posible por seguir esas normas, y yo también lo haría cuando me convirtiera en esposa y madre.

La señora Wang regresó al día siguiente del de las Peleas de Toros. Yo detestaba sus visitas, porque siempre creaban una atmósfera de desasosiego en casa. Todos, como es lógico, estaban contentos con la perspectiva de que Hermana Mayor celebrara una buena boda. Y también estaban encantados, por supuesto, de que Hermano Mayor se casara y de que nuestro hogar acogiera a la primera nuera. Pero los dos funerales todavía eran recientes. Esos acontecimientos (los dos entierros y las dos bodas inminentes), además de despertar intensas emociones, acarreaban un gasto considerable. La presión a que me veía sometida para conseguir un buen esposo se acentuaba, pues mi matrimonio adquiría un significado añadido: de él dependía nuestra supervivencia.

La señora Wang subió a la habitación de las mujeres y, muy educada, felicitó a Hermana Mayor por su bordado y elogió su buen carácter. A continuación se sentó en un taburete, de espaldas a la celosía, sin mirar hacia donde estaba yo. Mi madre, que empezaba a asumir su privilegiada posición en la familia, indicó por señas a mi tía que fuera a buscar té. Mientras esperábamos, la señora Wang habló del tiempo, de los preparativos de una feria en el templo, de un cargamento de mercancías que habían llegado por el río desde Guilin. Cuando se hubo servido el té, la señora Wang entró en materia.

– Estimada madre -comenzó-, ya hemos hablado en otras ocasiones de las posibilidades que se le plantean a tu hija. Un matrimonio con el hijo de una buena familia de Tongkou parece asegurado. -Se inclinó y le confió-: Ya hay una familia interesada. Dentro de muy pocos años os visitaré a ti y a tu esposo para el rito de la Elección de Pretendiente. -Volvió a enderezarse y carraspeó-. Pero hoy he venido a proponer otra clase de unión. Como quizá recuerdes, el día que nos conocimos vi en Lirio Blanco la posibilidad de convertirse en laotong. -Esperó a que mi madre asimilara sus palabras antes de continuaclass="underline" -. Tongkou está a cuarenta y cinco minutos a pie. Casi todas las familias de allí son del clan Lu. En ese clan hay una muchacha que podría ser laotong de Lirio Blanco. Se llama Flor de Nieve.