Hadji Ali volvió a adoptar un semblante seno.
– Busco a un hombre.
El señor De Maillet y el señor Macé cruzaron una mirada fugaz.
– Un hombre. Bueno, ¿y se puede saber a quién?
– Es un secreto de estado que no puedo revelar a nadie -dijo el mercader con un tono que no admitía réplica.
Se produjo un largo silencio en la estancia. Luego, el señor Macé hizo señas al cónsul para que volviera al escritorio y sacara otra bolsa. El señor De Maillet se resistía con toda suerte de ademanes aunque sin decir palabra, en tanto que Hadji Ali, con los ojos entornados, fingía no darse cuenta de nada. Al final, de puro cansancio y presintiendo que su objetivo estaba cerca, el cónsul terminó por acceder, y una segunda bolsa desapareció bajo la túnica del mercader.
– El año pasado -empezó a decir Hadji Ali cuando tuvo la bolsa a buen recaudo- estuve enfermo.
El cónsul se horrorizó ante semejante comienzo.
– La cosa es…, la cosa es…
El señor Macé consideró más prudente no traducir estas palabras y esperar hasta que el camellero arrancara de una vez.
– La cuestión es que estuve enfermo -continuó- y he venido a El Cairo a tratarme pues los médicos árabes no encontraban remedio alguno para mi mal. Y además me merecen poca confianza. Siempre he creído que los médicos francos son más hábiles, así que me acerqué hasta la colonia, donde alguien me dio el nombre de un religioso, y fui a verle. Iba vestido como nosotros pero su hábito era marrón, con un cordel anudado a la cintura.
– Un capuchino -dijo el señor De Maillet con impaciencia.-Probablemente. Hay bastantes por aquí. Era un anciano casi ciego. Cuando le pregunté si sus poderes también hacían efecto sobre los creyentes en Mahoma me dijo que sí. Y lo cierto es que me sanó.
– Bien, me alegra saber todo eso -dijo el cónsul al intérprete-. No obstante, tendría que comprender que su salud nos interesa muy poco. Pregúntele en qué nos afectan esos asuntos a nosotros.
– Regresé a Abisinia en la caravana de septiembre -continuó el mercader-. El Emperador me hizo llamar en cuanto llegué y, para mi grata sorpresa, quiso que habláramos a solas. Fue entonces cuando me desveló su enfermedad, que es muy parecida a la que ese franco me había curado a mí.
– ¡De modo que ha venido a buscar un médico! -dijo el señor De Maillet con el rostro encendido por la emoción.
Hadji Ah se inclinó respetuosamente en señal de asentimiento.
– ¿Podríamos saber si… lo ha encontrado? -preguntó el cónsul.
– Por desgracia -dijo Hadji Ali con el semblante tremendamente abatido- el viejo franco que me curó el año pasado ha muerto durante la estación seca. Tenía una edad muy avanzada, y probablemente el corazón…
– ¿Qué piensa hacer? -preguntó el cónsul.
– Esperar. Alá lo puede todo, si uno tiene confianza.
– Es una hermosa lección de piedad -dijo el señor De Maillet con cierta impaciencia-, pero ¿cómo se presenta el asunto… en la tierra?
– Otros religiosos francos de la misma orden que mi difunto curandero han prometido proporcionarme a alguien muy pronto. Para uno de estos días esperan la llegada de uno de los suyos, que tiene fama en cuestiones de medicina. Viene de Jerusalén, y a estas horas ya debe estar aproximándose a Alejandría. Es cuestión de unas diez lunas, como mucho.
– En buena hora -dijo el señor De Maillet.
– Yo también me alegro de que llegue ese hombre -añadió el comerciante-, porque he agotado los remedios que me recetó el anterior y debo procurarme otros nuevos.
– ¿Se puede saber qué enfermedad es ésa? -preguntó el cónsul al señor Macé con cautela. Éste se extendió en la traducción, que aderezó con numerosos circunloquios.
– Mi enfermedad no es un secreto, pero dado que es también la del Negus, me resulta imposible revelarla sin cometer un acto de traición. Sepa que no es mortal pero que causa muchos sinsabores y agria el carácter, una circunstancia siempre molesta para un soberano.A partir de ese momento la conversación tomó un sesgo cortés e insustancial, y hacia las seis el señor Macé despidió al mercader, tras acordar una nueva cita para el día siguiente.
El señor De Maillet había satisfecho con creces sus expectativas y gratificó a su secretario con un sinfín de felicitaciones, que éste recibió con una exagerada reverencia. De pronto, y en una sola jornada, habían conseguido rectificar el proyecto de la embajada sin desnaturalizarlo y sin arriesgar la vida del señor De Maillet. Por si eso fuera poco, habían descubierto el punto débil del Negus y el medio de introducir un mensajero en su corte. Y como colofón, ese mensajero iba a ser un religioso, una circunstancia que seguramente colmaría los deseos de Luis XIV. Tanto el uno como el otro se consideraron tremendamente hábiles y decidieron anunciar tan excelentes nuevas al jesuíta para consagrar definitivamente su triunfo.
– A propósito -dijo el señor De Maillet-, ¿de qué enfermedad cree usted que se trata?
– En mi opinión, Hadji Ali sufre una afección en la piel. Probablemente haya notado que no cesaba de rascarse en el costado derecho. Hace un rato, cuando adelantó el brazo para coger la taza de té, me pareció ver a lo largo del codo una especie de erupción pustulosa, como los líquenes que se ven sobre la corteza de los árboles en nuestros bosques.
– ¡Bah! -dijo el cónsul-. Da igual que sea la piel o cualquier otra parte del cuerpo.
Éstas fueron sus últimas palabras antes de subir a la habitación del padre Versau: El jesuita acogió cortésmente su relato mientras permanecía sentado, con los dedos entrelazados sobre el abdomen. Pero cuando el señor De Maillet llegó al asunto del médico franco, el hombrecillo vestido de negro se enfureció tanto que se quedaron asustados y atónitos, pues nunca habrían imaginado que alguien aparentemente tan enclenque pudiera expresarse con tanta virulencia. Todavía estaban intentando comprender qué error habían podido cometer para que desencadenara semejante furor en el jesuita cuando el señor De Maillet cayó en la cuenta de que todo había empezado al pronunciar la palabra «capuchino».
5
Los capuchinos, que se distinguen por un hábito peculiar con una larga capucha puntiaguda, son monjes de una orden reformada de San Francisco. En los diez últimos años, en Egipto, los capuchinos habían mermado en número y habían perdido influencia a consecuencia de un grave desacuerdo respecto a la custodia de Tierra Santa, de la que dependían. El señor De Maillet sabía cómo estaban las cosas, y también sabía que los capuchinos habían tenido que recurrir a una treta para evitar su total desaparición en el país. Éste fue el motivo que los llevó a ir hasta Roma para pedir la intercesión del Papa, a quien persuadieron de que los millares de católicos que los jesuítas habían convertido cincuenta años atrás en Abisinia, habían salido con vida de las persecuciones que ordenó el Negus en el momento de expulsar a la Compañía. Los capuchinos sostenían que aquellas víctimas desdichadas de los fervientes discípulos de San Ignacio y, de la crueldad de los herejes de Etiopía tenía muchas dificultades para sobrevivir, dispersos como estaban en una región inhóspita situada en alguna parte al sur de Egipto, entre el país de Senaar y la frontera de Abisinia. Mediante esta estratagema, los capuchinos se proclamaron protectores de estos católicos perdidos que nadie había visto nunca pero cuya existencia se empeñaban en asegurar, y le pidieron al Papa que les confiara oficialmente la misión de velar por ellos. Inocencio XII, que trataba con benevolencia a esta orden de religiosos humildes y generalmente poco instruidos, no pasaba por alto el hecho de que muchos fueran italianos. Así pues les concedió el favor que pedían. Hacía dos años que los capuchinos, confortados por el apoyo pontificio, habían regresado a Egipto con la idea de emigrar al sur para abrir un hospicio en el Alto Egipto, y aunque un día estuvieron muy cerca de desaparecer del país, ahora su presencia tenía más fuerza que nunca.