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El cielo no ofrecía ningún atisbo de luz pues aún no había luna. Llegaron a un camino ancho. De vez en cuando, al acercarse a una de las puertas de la ciudad, oyeron en la sombra el sobresalto cansino de un buey sorprendido en su descanso. Poco antes de llegar al pueblo de Charonne acortaron por la derecha. Por la humedad y el rumor de las hojas, Jcan-Baptiste se percató de que estaban en un bosque. En un claro oyeron resoplar un caballo. Mortier hizo la señal convenida, a la que respondió un silbido.

– ¿Eres tú, bribón?

– Yo mismo, granuja.

Una voz de hombre un poco temblorosa, probablemente de anciano, salía de la noche, muy próxima a ellos.-¿Tienes el animal?

– Animal tú, ¿es que no tienes orejas? Dame la mano, aquí, toca. ¿Acaso es una perdiz?

– Pásame la brida, viejo zorro. Tenga doctor, aquí está su caballo, con silla y todo.

A tientas, Jean-Baptiste puso el pie en los estribos y saltó sobre la silla. Mortier le recordó en qué posta debía cambiar su montura. No quiso aceptar dinero. Jean-Baptiste no insistió, pero deslizó una bolsa sin que se diera cuenta en el tabardo de! contrabandista.

Se dieron la mano en silencio y cada uno dio las gracias al otro muy sinceramente. Poncet espoleó al caballo y alcanzó el camino principal. En el primer cruce, giró hacia el sur y ya no se desvió. Al principio la oscuridad le obligó a cabalgar al trote. Luego ascendió un cuarto de luna, lo suficiente para vislumbrar los relieves. El caballo tenía un buen galope, regular y ligero. Nunca había estado tan cerca Jean-Baptiste de encontrarse en un aprieto semejante: iban en su busca, le perseguirían por desobedecer al más grande de todos los reyes. La noche era helada, le fustigaban las ramas y tenía los ojos rutilantes de lágrimas. Sin embargo, nunca se había sentido tan libre y confiado.

V LA ZARZA ARDIENTE

1

Alix se debía por encima de todo a su pureza moral, a la integridad generosa de sus sentimientos y a su capacidad de amar total y fielmente. Por lo demás, tenía bastante orgullo para creer que la circunstancia de preservar esas virtudes sólo dependía de su voluntad y que el uso que hiciera de su cuerpo no las afectaba, pues su auténtica grandeza de virgen anidaba únicamente en su corazón intacto e indómito.

Para proteger tal virtud, no era en absoluto necesario hacerse esclava de esa virginidad material impuesta por una sociedad que tanto temía la libertad de los jóvenes. Era todo lo contrario, pensaba con indignación, porque si hasta entonces había tenido que constreñirse en vestidos de cola y corsés de hierro, si había tenido que bajar la mirada ante los extranjeros y correr en la noche como una pieza de caza, siempre había sido para proteger ese irrisorio santuario.

Ahora que en Gizeh había adquirido soltura, fuerza y destreza, sólo le restaba salir de sí misma y romper aquella última amarra. Habría deseado con todo su corazón franquear ese umbral con Jean-Baptiste, pero como era imposible, puesto que necesitaba disponer sin tardanza de toda su energía para reunirse con él y socorrerlo, se había propuesto utilizar a cualquier otro hombre. El caballero Du Roule creía haberla conquistado y poseído, pero no fue más que un lastimoso instrumento para lo que ella quería. A pesar de su experiencia, o más bien por esta causa, la noche que pasó con Alix, el libertino se asustó de su frialdad y determinación, hasta el extremo de que conservó la lucidez suficiente para medir las terribles consecuencias de aquel acontecimiento.

Primero adoró hasta la perdición a aquella joven tan bella e impúdica que cumplió con una mezcla inefablemente seductora de naturalidad y nobleza, de pasión y desapego. Pero después, cuando ya había creído que su victoria le daba ciertos derechos, y para empezar el de repetir esos jugueteos a su capricho, descubrió, muy a su pesar, que estaba a merced de su supuesta conquista. A partir de aquella noche, Alix le dio calabazas, lo cual le mortificó. Fue entonces cuando empezó a sentir miedo. Ignoraba la razón que había impulsado a aquella atrevida a actuar de ese modo. Se menospreció a sí mismo y creyó que estaba ante una persona impulsiva y sensual, capaz de todas las locuras, incluida la de revelar públicamente su relación. Du Roule se daba cuenta de que su afán por el placer le había llevado demasiado lejos. No obstante, Alix lo había impresionado tanto que no se arrepentía de nada, a pesar de todos sus temores. Y las noches siguientes fue él quien mendigó aquellos favores que tan fríamente le había negado. Se sintió solo en el rellano, implorante, loco de deseo y sin poder probar nunca más lo que Alix le había dado en una única vez, el efímero conocimiento y la eterna nostalgia.

La joven se lo confesó todo a Françoise, quien en su calidad de lavandera hizo desaparecer las huellas del episodio. De haberla consultado antes, su amiga la habría retenido, pero era demasiado tarde para lamentaciones. Alix le expuso sus planes. Françoise puso mil objeciones, pues se vislumbraban inumerables obstáculos en el camino por el que pretendía aventurarse. Sin embargo, después de mucho discutir, la sirvienta no pudo por menos que admirar la fuerza y el ímpetu de aquella niña que tomaba el noble partido de la libertad. Así que accedió y prometió ayudarla en todo.

La cuarta noche que fue a llamar a la puerta de la señorita De Maillet, con un miedo espantoso al escándalo y tan lastimosamente como un animal doméstico, Du Roule constató emocionado que en aquella ocasión la puerta de la habitación no estaba cerrada con cerrojo. Cuando entró, Alix se hallaba de pie. Llevaba su blusa de batista, calzas de terciopelo y botas, el atuendo con el que se vestía en Gizeh para galopar a caballo. Tenía un aire tan salvaje que el caballero no se atrevió a besarla, pese a que se moría de ganas.

– Cierre la puerta con llave, ¿quiere? -le dijo ella.

Así lo hizo. Ella le indicó una silla ante el pequeño escritorio de nogal donde había soñado tantas veces. Se sentó con cautela, pues las patas del asiento parecían finas y frágiles.

– Señor -empezó a decir-, no es muy apropiado que venga cada noche a mi puerta. No le abriré más, y se arriesga a que le descubran.

– Pero ¿qué he hecho yo? -preguntó él con bastante humildad-. ¿En qué la he disgustado?

– No se trata de usted. Doy fe de que ha cumplido honestamente la tarea que le había sido confiada.

– ¡Honestamente! ¡La tarea! ¿Es que se burla de mí? -dijo Du Roule, sinceramente apenado.

– En absoluto. Hay que ver las cosas tal como son, o mejor dicho, tal como han sido. Usted tenía un cometido y lo ha cumplido satisfactoriamente. Se lo agradezco.

– Señorita, me humilla.

Era la primera vez en una existencia rica, aunque con todo tipo de excesos, que Du Roule se sentía sometido hasta tal punto a una mujer, a la que inicialmente sólo pretendía poseer. De haber creído que serviría de algo, habría caído a sus pies suplicante, pero se limitó a no rebajarse más mientras ella le indicara con su actitud altanera que sólo exigía un poco de dignidad.

– Ante todo, señor -prosiguió-, piense que nuestros intereses son completamente opuestos. Usted quiere evitar el escándalo, mientras que yo busco provocarlo.

Du Roule adoptó una expresión horrorizada, convencido de que iba a informarle de una denuncia.

– No tema, estoy tan decidida a proteger su inapreciable reputación como a mancillar la mía.

No entendía nada. La única evidencia que se manifestaba en su mente era que toda su energía varonil lo había abandonado y que aquella mujer se había alimentado de ella.

– Hable con más claridad -dijo con un hilo de voz.

– La cuestión es la siguiente: vamos a entendernos, y estoy segura de que realizará cuanto espero de usted con tanto celo como lo ha hecho antes. Mañana pedirá mi mano a mi padre.