Выбрать главу

Du Roule dio un brinco en la silla y soltó un rugido que se ahogó muy deprisa.

– Señorita, no hay un deseo que anhele tanto.

Era verdad. Desde el punto de vista práctico, primero había considerado que ese matrimonio estaba reñido con sus intereses. Pero después de aquella noche fatídica, todo lo veía al revés. Habría estado dispuesto a pagar con tal de conseguir esa unión y volver a experimentar aquellos placeres. Estaba realmente ciego, y la libertad de Alix era el único alimento de su pasión. No obstante, en aquel instante era completamente víctima de sí mismo.

– No se equivoque -dijo ella con dureza-. Ni usted ni yo tenemos la menor intención de celebrar ese matrimonio.

– ¿Y por qué no? -gimió.

– Usted mismo me lo dijo en el momento en que mi padre le hacía entrega de mi persona. Si cree haber cambiado de opinión es porque sus sentidos reclaman repetir aquello que han probado. Mi negativa le irrita, pero ya tiene demasiada experiencia para confundir las pasiones con los apetitos.

– ¡No, no, créame! -exclamó Du Roule al borde de las lágrimas.

– No perdamos tiempo con eso. En fin, doy crédito a sus sentimientos, que me resultan indiferentes. Pero por lo que a mí respecta, no contemplo seriamente la cuestión del matrimonio. Sólo quiero que haga la petición. Y si insiste en negarse, lo contaré todo.

Du Roule se acomodó con torpeza en la silla, estupefacto por el golpe.

– ¿Entonces por qué quiere usted que haga semejante petición a su padre? No entiendo.

Alix fue hacia la puerta y descornó el cerrojo suavemente.

– Querido señor, no será la primera vez que usted haga algo sin comprender el motivo. ¿Está de acuerdo conmigo? Espero que se declare mañana mismo. De no ser así, tendré que hacerlo yo, con consecuencias bastante más enojosas.

– ¿De verdad me echa…? -imploró Du Roule.

Se sentía profundamente conmovido ante aquella mujer, a la vista de sus encantos y del recuerdo de los placeres que le había proporcionado.

Alix abrió la puerta de par en par.

Du Roule lanzó una mirada aterrada hacia el rellano oscuro. Se levantó con suavidad, salió a la escalera y en el umbral de la puerta se volvió de nuevo para recoger una mirada, un beso tal vez, algún último gesto de arrepentimiento y de abandono de esos que a veces manifiestan las mujeres después de haber sido extremadamente crueles. Pero Alix le cerró la puerta en las narices.

La tarde siguiente Alix fue a pasear ai jardín público que cerraba uno de los extremos de la calle del consulado. Hacía poco tiempo que tenía autorización para ello, aunque aún debía llevar una mantilla y no saludar a nadie. Françoise la acompañó. Al verlas cogidas del brazo, más de un mercader envidió al cónsul, como padre, y a Du Roule, que era el favorito, como futuro yerno.

El invierno no había sido frío. Pero a veces, como aquella tarde, soplaba viento del este que traía de los montes de la Arabia pétrea un fresco húmedo y ligeramente salado, procedente de la depresión de Suez.

– ¿Ha visto al maestro Juremi? -preguntó Alix por debajo de su velo.

– Sí, pero he tenido que ir dos veces -respondió Françoise-. Siempre está atendiendo a algún paciente. Mal que bien, se emplea a fondo en sustituir a su socio.

– ¿Está de acuerdo con respecto a lo que le pedimos?

Alix, dueña de sí misma, amenizaba esta conversación de conspiradores haciendo ademanes propios del paseo, señalando una flor o un pájaro.

– Estará a su servicio en todo aquello que le pida -respondió Françoise-. Y la idea de volver a ver a Jean-Baptiste…

– ¿No le ha ocultado nada? Los peligros…

– Nada; enseguida comprende ese tipo de cosas. Ese hombre está como imantado por el riesgo.

– ¿Ha hablado de lo… suyo? -preguntó Alix.

Franc.oise miró al infinito y sonrió silenciosamente, dejando al descubierto sus bellos dientes.

– ¿Qué quiere que me diga? Todo lo contrario, nos sentíamos muy felices de tener una conversación impuesta por las circunstancias que nos permitía hablar sin comprometernos. Todo está dicho, ¿sabe usted? A nuestra edad, afortunadamente, el tiempo ya no es motivo de sufrimiento. Nos esperamos, eso es todo.

– La comprendo -dijo Alix-, pero voy a reñirla un poco. Cuando se tiene la suerte de no estar separados…

La conversación introdujo demasiada melancolía en sus almas y las mujeres dieron unos pasos en silencio. Luego Alix volvió a los temas prácticos, y juntas puntualizaron todos los detalles.

Apenas regresaron al consulado, un guardia fue a comunicar a la señorita De Maillet que Su Excelencia el cónsul deseaba verla inmediatamente, así que entró en el gran salón de recepción de la planta baja. Su padre la esperaba vestido con una levita escarlata, con el reverso negro. También llevaba su peluca más pomposa en la cabeza y cintas en las medias. La muchacha pensó que parecía una gran muñeca perfumada, mientras se dirigía hacia ella con andares de pato a causa de los zapatos de tacón cuadrado. «A buen seguro que me cogerá de las manos -pensó-. Bueno, ya estamos.»

– Hija mía… -empezó a decir el cónsul con la voz temblorosa.

Y sin fuerza para acabar su frase, la abrazó. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó los ojos y prosiguió:

– Tengo que anunciarte una gran noticia. La más importante que pueda recibir nunca una mujer en toda su vida, creo yo.

– Le escucho, padre -dijo Alix.

– Pues bien, es ésta: el noble caballero que está ahí, acaba de pedir tu mano.

Du Roule se hallaba en la estancia, pero estaba algo retirado y precisamente delante de una colgadura del mismo color que su casaca, camuflado como un camaleón. Al principio Alix no lo vio y tuvo que volver la cabeza hacia él. Parecía el desgraciado san Dionisio, caminando después de su decapitación. Tenía la cabeza lívida del mártir y los ojos cerrados de quien prefiere oír los clamores del desastre antes de que éste caiga sobre él. La joven sintió una gran compasión por él.

– Padre -dijo sin inmutarse-, deseo hablar con usted a solas.

Pocas órdenes se habrán ejecutado con tanta rapidez como aquella, y Du Roule, que sólo esperaba una señal, se esfumó. Cuando estuvo con su hija, sin testigos, el señor De Maillet, que temía una última y caprichosa exigencia, le dijo:

– Estás emocionada. Yo también. Intentemos que todo sea lo más sencillo posible y que estos misterios nunca pierdan su belleza. Así pues, ¿qué querías decirme que no pueda oír tu futuro esposo?

– Padre, me pide que sea explícita. Pues bien, este hombre nunca será mi marido.

– ¡Diablos! -exclamó el señor De Maillet, agitándose sobresaltado-. ¿Y por qué?

– Porque no me casaré.

– ¡Vaya! -dijo el cónsul con un tono socarrón-. ¿Ya qué viene ese capricho?

– No es un capricho sino una imposibilidad.

– Y me dirás la razón…

– Si insiste, padre.

– ¡Cómo que si insisto! Me parece que tengo todo el derecho del mundo a conocer cuál es el impedimento.

Alix tomó aliento, como un atleta a punto de echar a correr.-No me casaré nunca porque estoy deshonrada.

– ¿Deshonrada? -exclamó el cónsul-. ¿Qué quieres decir?

– Lo que digo. No estoy en el estado en que me creó la naturaleza y como conviene presentarse ante un marido.

Si al señor De Maillet le hubiera caído en la cabeza una de las vigas del techo, no habría perdido el equilibrio tan visiblemente. Dio un paso atrás y apoyó la mano en una mesa.

– Estás bromeando, hija mía…

Pero Alix, implacable, contestó sin bajar la mirada:

– Estoy a su disposición para que un sacerdote, una partera, o quien usted quiera, se cerciore de ello y le dé cuenta oficialmente.

El señor De Maillet la hubiera abofeteado de buena gana, de no ser porque ella le sostenía la mirada sin flaquear. Así pues se contuvo y empezó a deambular por la estancia, golpeando pesadamente el suelo a cada paso. Cuando pasó ante el retrato del Rey, bajó los ojos. Luego, cogiendo una idea al vuelo, se volvió hacia ella.