– Busco a una mujer.
– Si buscara a un hombre no le habría dejado seguir, porque sólo quedan dos, en el caso de que me cuente a mí todavía entre los vivos. Pero mujeres, sí, todavía quedan algunas. ¿Cómo se llama?
– Marina.
El anciano se puso de pie.-¿Sabe usted el nombre del marido? -preguntó.
– Apenas estuvo casada algo más de ocho días. Su esposo huyó. Se llama Juremi.
– ¡Ah, Juremi! Claro. Un buen mozo. Era el segundo hijo de mi vecino más cercano, allí, detrás de los graneros. ¿Está vivo?
– Es mi socio y amigo. Vive en El Cairo.
– En el Cairo. En Egipto, la tierra de la Biblia. ¡Dios mío, qué alegría! No puede imaginarse cuánto significa una buena noticia a mi edad. Pensaré en eso constantemente cuando se haya ido. ¡No sabe usted qué feliz soy de que esté vivo!
– ¿Y su mujer? -insistió Jean-Baptiste.
– ¡Oh, no lo atormente con eso! El pasado es el pasado. Que viva y sea feliz.
– Es que no me entiende -dijo Jean-Baptiste poniendo una rodilla en el suelo y acercando su rostro al viejo-. Me envía personalmente. Le ha sido fiel todo este tiempo, y si quiere que sea feliz, él debe saber la verdad.
– Sí -dijo el hombre, pensativo-. Es él. Sin duda es él. Todos los de su familia eran iguales. Tal vez todo el pueblo era como él. Por eso no nos perdonaron.
Volvió a alzar los ojos empañados por un velo blanquecino.
– Murió precisamente un día después de que se marchara.
En ese lugar mudo, el más leve silencio adquiría el peso del granito. Incluso el viento gesticulaba sin ruido por encima de las piedras.
– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Jean-Baptiste.
– Amigo mío -le contestó lentamente el anciano, mirando al vacío-, los supervivientes no somos tan numerosos como para que nuestra memoria sea útil. Este pequeño rincón de tierra fue elegido sin duda para que cayeran sobre él todos esos horrores y bajezas. ¿Para qué contar la crónica? ¿Para dar cuenta de la infamia a la posteridad? No, hemos enterrado el recuerdo de los verdugos en las mismas fosas que nuestros muertos. Hay que construir monumentos al amor, a la paz y a la alegría, porque son los únicos que no sobrevivirían sin nosotros.
– Pero aquella mujer, aquella jovencísima mujer que Juremi acababa de desposar…
– Bien, ella lo quería. Ni el tiempo ni los hombres pudieron corromper su pasión. Murió gritando su nombre.
El anciano agarró un largo bastón bruñido por el roce de sus dedos, se puso de pie con dificultad y arropó su cuerpo menudo con una hopalanda llena de agujeros.
– ¿Se quedará algún tiempo aquí? -preguntó.
– No, salgo enseguida. A decir verdad…
Jean-Baptiste dio el brazo al anciano, que hizo ademán de acompañarle.
– … si alguien le pregunta, usted no me ha visto.
– ¿Acaso es de los nuestros?
– No, pero tenemos los mismos enemigos.
– ¡Vaya con cuidado! -dijo el viejo mirando a aquel apuesto joven lleno de vigor, pensando en todos aquellos cuyas vidas habían sido segadas a su misma edad-. ¿De dónde viene? Su caballo parece que está reventado.
– Éste lo conseguí en Tournon, en el Ródano. Y me temo que no llegará muy lejos. He agotado otros seis desde París.
– ¡París! -exclamó el vie]o sorprendido-. ¿Y hasta dónde quiere ir?
– A Sete, esta noche.
– Todas las postas de los alrededores están vigiladas por los dragones -dijo el anciano.
Luego miró a todos lados, y llamó con una voz que resonó entre las ruinas:
– ¡Daniel!
El muchacho embadurnado de hollín que Jean-Baptiste había visto al llegar dejó ver sus greñas por encima de una tapia.
– Ven aquí-le dijo el hombre.
Luego, dirigiéndose al viajero, continuó:
– Llévese al muchacho en la grupa. Le guiará entre los matorrales hasta un pequeño campamento de los nuestros, si es que están allí, aunque creo que sí. Las montañas se agitan en este momento, y yo diría sin miedo a equivocarme que se está tramando algo grande. Cuando los haya encontrado, dígales que viene de Soubeyran, que le envía Jean. Soy yo.
Jean-Baptistc montó en el caballo y colocó al chico a sus espaldas.
– Tal vez pierda un poco de tiempo -dijo el viejo-, pero no se arrepentirá. Les darán un caballo de refresco y mañana por la mañana estará usted en Séte.
– Gracias -dijo Jean-Baptiste, y metió la mano en una de las fundas de su silla para sacar una bolsa.-¿Me permite una ayuda? -preguntó tímidamente.
El viejo vio su gesto y le detuvo.
– Usted lo necesitará más que yo -dijo-. Debajo de cada una de las casas escondemos escudos que los dragones no han encontrado. Si nos vieran con dinero, volverían.
– En ese caso, Jean, adiós. Saludaré a Juremi de su parte -dijo Jean-Baptiste, profundamente conmovido.
Espoleó su caballo, pero el animal tenía muy pocas ganas de despegarse de las matas de aristoloquias en las que se había hundido hasta el cuello. Al final se puso en movimiento y avanzó con paso cauteloso entre aquellas ruinas inmóviles que montaban la guardia de los muertos.
– Fíjese bien, más abajo -exclamó Jean mientras Jean-Baptiste y el niño se alejaban-. ¿Ha visto el monumento que han erigido? ¡Una cruz! En recuerdo de su victoria… ¿No le parece humillante?
Pero el caballero ya no le oía.
Siguiendo el camino que se prolongaba más allá de Soubeyran penetraron en una quebrada húmeda y umbría. Un sendero escarpado, a veces desdibujado por la hojarasca y el musgo, se perfilaba a lo largo del riachuelo. La tarde avanzaba; las primeras sombras del atardecer oscurecían la bóveda celeste, anunciando la noche. Durante el ascenso sólo oyeron el crujido de las ramas secas bajo los cascos de los caballos. De pronto se alzó ante ellos un último escalón rocoso, cubierto de liqúenes. El niño le indicó que debían bordearlo por la derecha. Como sólo se expresaba por gestos, Jean-Baptiste se sobresaltó al oír sus gritos. Le pareció la voz de un animal, sobre todo porque no pronunció una palabra inteligible sino un grito doble que repitió tres veces, como si imitara un aullido. Siguieron avanzando y luego pasaron por debajo del tronco enorme y hendido de un viejo castaño. De pronto se empezaron a mover las hojas y súbitamente aparecieron cinco hombres negros, encorvados, amenazantes como diablos, que habían salido de los peñascos o de los árboles, y que apuntaban al caballero con picas y arcabuces.
– Me envía Jean, de Soubeyran -dijo Jean-Baptiste sin inmutarse.
Todos ocultaban sus rostros bajo sombreros y barbas, así que no sabía muy bien a quicn de ellos dirigirse.
– ¡Es verdad! -dijo el niño.-¡Al suelo! -ordenó lentamente uno de los asaltantes.
Jean-Baptiste saltó de la silla, y después de bajar del caballo levantó las manos. El hombre que había hablado se acercó a la montura y miró en el maletín de grupa.
– Llevo una pistola en la funda de la izquierda, un puñal en el zurrón y la espada que está viendo. Pero soy un amigo y no tengo ninguna intención de hacer servir ningún arma.
El hombre soltó un gruñido, indicó a otro que agarrara la brida del caballo, se acercó a Jean-Baptiste y sacó del bolsillo un pedazo de tela con la que le taparon los ojos. Volvieron a ponerse en camino, el niño en la silla, agarrado con firmeza a la perilla, y Jean-Baptiste, ciego, con una mano en el hombro de uno de los bandoleros. Apenas llevaban una hora de marcha con la comitiva cuando le quitaron la venda y pudo descubrir un panorama oscuro de grutas y peñascos. Había caído la noche. El campamento al que los habían conducido estaba iluminado por siete o ocho pequeñas fogatas. Las sombras se agitaban alrededor de las marmitas negras suspendidas en trébedes de ramas. Un hombre sentado al otro lado del pequeño fogón próximo a Jean-Baptiste le invitó a sentarse frente a él.