– Dentro de tres días a partir de hoy, monseñor, estas santas unciones estarán de camino hacia Abisinia.
El patriarca hizo un último signo de la cruz sobre la urna. Por su parte, Ibrahim cruzó una mirada de complicidad con el capuchino. Y el hermano Pasquale, seguido de Bartolomeo, saludó, atravesó lentamente el patio y por fin salió al tumulto de la ciudad.
El santuario copto daba a una calle estrecha que lindaba con casas elevadas. Prácticamente al pie de cada una de ellas, por no decir en todas, un pequeño negocio exponía su tenderete, iluminado por un quinqué. Aún había mucha gente y los viandantes que avanzaban en las sombras se topaban unos con otros, a veces con cierta brusquedad.
– Toma la vinajera -dijo el hermano Pasquale al novicio-. Tú ves mejor que yo.
El joven novicio se hizo cargo del preciado recipiente con una expresión de terror. Era un muchacho gordo y mofletudo que había llegado de Istria. Todavía no se podía dar fe de su vocación, pero su padre, a quien temía, quiso consagrar uno de sus hijos a Dios, y escogió a aquél entre los demás, porque era el más glotón y el que costaba más trabajo alimentar. Desde entonces, Bartolomeo servía al Señor con la lealtad de un soldado que lucha con ganas porque el rancho es copioso.
– ¡Has visto, muchacho, cómo presume ese patriarca bribón con su gran toga bordada en oro! -mascullaba el capuchino que iba delante, mientras se abría paso entre el gentío, aprovechando que tenía las manos libres-. Pero si yo no hubiera empezado por darle la mitad de los cequíes del cónsul a ese miserable…
Bartolomeo corría detrás, sin despegarse de los talones de su protector.
– Escúchame bien -continuó el hermano Pasquale-. Tú eres joven, Bartolomeo. Debes saber que esos coptos no son nada. Nada de nada. Si los juzgas por sus ropas y sus incensianos de corladura, podrías pensar que son algo. Pero no te equivoques. El pachá es el propietario de todo. Les deja usar todos los objetos, pero en realidad son más pobres que los mendigos.
– ¿No somos nosotros también pobres? -preguntó jadeante el joven capuchino, a quien le había impresionado sobremanera enterarse, cuando le destinaron con los monjes, que habían hecho voto de mendigar su comida.
– Nosotros tenemos al Papa, ¿comprendes? -respondió Pasquale-. Es verdad que somos pobres, pero ésa es precisamente nuestra arma y el lugar que nos corresponde. Míralo así, como si nosotros fuéramos los exploradores y a nuestras espaldas estuviera la caballería, los cañones y todo un ejército, mientras que esos coptos sólo tienen detrás el sable de los musulmanes, prestos para rebanarles el cuello. Y aun así se dan importancia y nos hacen esperar cuatro horas en fila hasta terminar su revoltijo de bendiciones.
Habían dado la vuelta a la esquina por un callejón más estrecho aún, sumido en la más absoluta oscuridad, y por el que no pasaba nadie. No obstante, por ese atajo podían evitar la ciudadela y llegar con mayor rapidez al convento.
– Espere, padre -dijo Bartolomeo-. No veo nada.
– Pon un pie después del otro, pedazo de alcornoque. ¿Qué te han enseñado en el seminario?
El hermano Bartolomeo hizo todo lo que pudo, pero de pronto se detuvo, lanzó un grito ahogado y luego fue soltando una angustiada letanía.
– ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Estoy perdido! Tenga piedad de mí. ¡Que el Señor me libre del castigo! ¡Oh, Dios mío, Dios mío…!
El hermano Pasquale volvió sobre sus pasos en la oscuridad.
– Bueno, ¿y ahora qué te pasa?
– ¡Piedad, piedad! -gritaba el novicio, arrodillado en la tierra desnivelada-. Se me ha resbalado la vinajera.
– ¿Se ha roto?
– Sí. Estoy perdido.
El hermano Pasquale profirió unos juramentos en su dialecto, y como no era el mismo que el del joven hermano, éste aún se sintió más aterrorizado al oírle.
– ¿Habrá alguien más torpe que tú? -preguntó con más sarcasmo que ira.
El muchacho seguía llorando de rodillas.
– ¡Será posible que aún estés perdiendo el tiempo en lamentaciones! Venga, venga, no es tan grave. Y soy lo bastante necio para perdonarte. Ahora bien, te aviso: mi cólera será terrible si además perdemos la comida por tu culpa.
– Pero-dijo Bartolomeo secándose las lágrimas y reanimado por la alusión a la sopa-, ¿cómo piensa arreglárselas para conseguir otra santa vinajera?
– Muy sencillo. Mañana por la mañana irás al tendero árabe que hay enfrente del monasterio y le comprarás dos cequíes de aceite de agave.
– Y lo llevaremos a bendecir a la residencia del patriarca.
– ¡Bendecir…! -exclamó el hermano Pasquale agarrándole de una oreja para retorcérsela-. ¿Cómo se puede ser tan estúpido? ¡Bendecir! ¿Acaso te has convertido en un idólatra?
– ¡No! ¡No! -gritó Bartolomeo.
– Dime, ¿de qué valen las bendiciones de los discípulos de Eutiquias? Sólo nos relacionamos con ellos para poder internarnos en ese país de Abisinia. Pero somos nosotros quienes debemos convertirlos a ellos. No al revés. ¿Comprendes? Nosotros tenemos el pergamino que autentifica los óleos, y por consiguiente los del tendero harán su servicio igualmente bien.
Una vez dicho esto, el hermano Pasquale removió la tierra con la sandalia para dispersar los fragmentos de la vinajera rota. Luego siguió su camino sin preocuparse más por Bartolomeo, que seguía gimoteando con una mano en la oreja.
Cualquiera que no hubiera sido Murad se habría muerto de aburrimiento cuando Jean-Baptiste se fue. Recluido en su casa, en la otra punta de la colonia franca, atendido mezquinamente por el consulado, sin sus esclavos abisinios, y vigilado tanto por los egipcios como por los mercaderes europeos, el pobre armenio recibía únicamente la visita del maestro Juremi, quien medió para que emplease a una sirvienta árabe. Se trataba de una mujer llamada Khadija, muy anciana, casi ciega, viuda y sin hijos, que tenía que trabajar para sobrevivir, obligada por la pobreza. El segundo día que servía en los aposentos de Murad, Khadija notó que una mano redonda se deslizaba por debajo de su amplio vestido de lino. Pasados los primeros instantes de extrañeza ante aquel rapto tan inverosímil, le propinó al intruso un par de sonoras bofetadas, aderezadas con un salivazo y una sarta de maldiciones. Inmediatamente después todo volvió al orden; la mujer continuó con su trabajo y nadie la importunó más. Pero a raíz de aquel episodio, Murad rehuía a la matrona y le tenía auténtico pánico. En cuanto a Khadija, seguramente debió de conservar del ultraje un íntimo reconocimiento hacia quien había visto en ella un objeto de deseo, pues a partir de entonces sirvió a Murad con una devoción conmovedora y ya no le abandonó nunca.