– Éstos son los remedios para mí -dijo el pachá-. Y escucha bien, Abdel Majid, cómo hay que administrarlos.
Jean-Baptiste dio largas explicaciones. Luego le tomó la lección al ayuda de cámara y le confió el maletín. El pachá insistió en tomar la primera dosis inmediatamente.
– Piense que aún tardará unas semanas en notar alivio -le previno Jean-Baptiste.
Pero el mero hecho de ingerir pociones surtía efecto por sí solo, asíque, saciado, con el regusto a quina en la boca, el pachá se estiró en los cojines con el talante de un joven recién casado. Pero poco después, cuando recobró los ánimos y con ellos también los recuerdos de aquella jornada, cayó de nuevo en la melancolía.
– Convoqué a ese perro de patriarca -empezó a decir-. Usted decía la verdad a propósito de los óleos. Lo ha confesado. Por otra parte, me he enterado por mis propios medios de la razón de todo esto. El muy imbécil sólo pensó en el oro. Evidentemente que se había preguntado por qué los capuchinos tenían tanto empeño en coronar a un emperador que reina desde hace quince años, pero no había profundizado en el asunto. El granuja no cesaba de excusarse, y todavía estaría pidiéndome disculpas si no fuera porque mi portero lo sacó de aquí a puntapiés en el trasero, a petición mía.
El pachá soltó un sonoro eructo, por el que dio gracias a Dios, y luego prosiguió:
– También he visto al cónsul de Francia. A ése no he tenido necesidad de convocarle. Ha venido a quejarse porque hace dos días que secuestraron a su hija, en la carretera de Alejandría.
Jean-Baptiste fingió sentirse extrañado.
– ¿La conocía? -preguntó el pachá.
– De haberla visto en el consulado. Era una joven muy bella.
Jean-Baptiste no podía evitar recordarla con emoción.
– Me lo han dicho -continuó el pachá-. Es muy lamentable, eso es todo cuanto he podido decirle. Habrán sido salteadores. La carretera está infestada. Otra mujer, que también iba en la carroza y a la que probablemente no se la llevaron porque no era tan joven, ha hecho una descripción de los asaltantes, aunque por desgracia es de poca ayuda. Dice que eran dos buenos mozos con turbantes y bigote negro que juraban por Alá. Al parecer montaron a la muchacha en la grupa y se dirigieron hacia el noroeste. Sin duda la llevarán en barco a Chipre, y desde allí irá a lucir su belleza en algún lupanar de los Balcanes o de cualquier otro sitio.
– Pobre muchacha -dijo Jean-Baptiste instintivamente.
– Sí, pero tenga en cuenta que aunque no le hubiera ocurrido nada, tampoco habría tenido una vida mejor.
– ¿Porqué?
– Su padre me dijo que se había marchado para entrar en un convento. Francamente, doctor, a usted lo aprecio, pero es cristiano y hay cosas en su mundo que no comprenderé jamás. ¿Por qué encerrar a todas esas mujeres para que sólo Dios haga uso de ellas? ¿Cree usted que Él exige cosas semejantes? ¿Acaso no creó el sexo para unir al hombre y a la mujer? Cuando el cónsul me contó el asunto, me quedé con ganas de decirle que al menos a partir de ahora su hija tal vez haría algún bien a su alrededor. Bueno, dejemos eso. En resumidas cuentas, diría que nuestro señor De Maillet estaba muy nervioso, tanto que casi se olvidó de su embajada. Digo «casi» porque en cuanto le pedí noticias, se lanzó a hablar sobre el tema. Desde que usted me abrió los ojos, comprendo mejor la pasión que pone al referirse al asunto.
Jean-Baptiste conservaba la discreción. El criado trajo los pasteles y el té.
– Créame si le digo -continuó el pachá- que me he echado a dormir al mediodía pero me ha sido imposible conciliar el sueño. Todos estos acontecimientos dan vueltas en mi pobre cabeza. Voy a confiarle algo, doctor: yo soy un soldado. Necesito que me muestren al enemigo y que me digan: «golpéale». Entonces doy lo mejor de mí mismo. Gracias a usted veo al enemigo. Y ya es algo. Pero ¿cómo puedo golpearle? No estamos en el campo de batalla. ¿Qué puedo hacer? Usted sabe cómo se las gasta la Puerta con los francos. Todo es negociar, intrigar, andar con tiento, tanto unos como los otros. Y mire adonde nos lleva todo esto.
Hablaba sin mirar a Jean-Baptiste, que esperaba su turno pacientemente.
– Si informara al Gran Visir, estoy seguro que me pediría pruebas. Las consideraría aún insuficientes y querría más. Mientras tanto pasan los días, y para entonces tal vez ya estarán vertiendo los malditos óleos en la frente de ese Du Roule para coronarlo.
Jean-Baptiste asentía con prudencia.
– Por otra parte, si yo actúo por mi cuenta contra los francos, el cónsul montará un escándalo de mil demonios, y quién sabe si me apoyarían en Constantinopla… No, he meditado mucho: los únicos contra quienes puedo hacer algo sin temor alguno son esos capuchinos. Esta noche seguiré meditando mi decisión, pero mañana temprano enviaré una tropa a Senaar para detenerlos y traer de vuelta los óleos y el certificado del patriarca. A ésos sí que puedo expulsarlos, y nadie podrá reprochármelo. Pero ¿qué hacer con la caravana de los francos? ¿Qué piensa, doctor, usted que es un hombre de tanta sabiduría?
Jean-Baptiste estaba esperando ese momento. Bebió dos sorbos de té, se tomó su tiempo para buscar la respuesta, o por lo menos paraque así lo creyera, puesto que había tenido tiempo suficiente para preparársela muy bien, y al fin le dijo con un prudente tono de pregunta:
– ¿Tal vez habría que procurar que actuara el Rey de Senaar…?
– Jamás se arriesgará con una embajada oficial de los francos.
– A menos que no sea su propio pueblo quien lo haga…
– ¿Qué quiere decir?
– Cuando pasé por Senaar, los capuchinos me amenazaron con poner el populacho en mi contra; les habría bastado con sostener que yo era hechicero. Parece ser que el pueblo de Senaar es muy temeroso de los sortilegios y se presta de buen grado a imaginar que los blancos pueden hacer maleficios. Eso podría explicar que una multitud asustada se enfureciera tanto contra viajeros desconocidos que nadie pudiera controlarla, ni siquiera el Rey…
El pachá siguió el hilo de esta idea, como el hombre arrastrado por un torrente que se acerca a la ribera con la ayuda de una liana. En cuanto estuvo a pie enjuto, se felicitó a sí mismo por haber dado su confianza a aquel franco.
A continuación, formuló una serie de preguntas prácticas a las que Jean-Baptiste respondió con claridad y sencillez.
– Se diría que tenía preparadas las respuestas -le dijo el pachá sin ninguna malicia, dando muestras simplemente de una gran admiración.
Mandó traer el narguile y dio las primeras caladas, completamente feliz. Jean-Baptiste esperaba la continuación. Ésta se presentó en forma de una violenta mueca que le hizo atragantarse al aspirar el humo. El pachá tuvo un arranque de tos y exclamó, colorado hasta las orejas:
– ¿Y los sabios, los que se fueron con el kurdo?
– Ésos déjemelos a mí, ilustre señor-dijo Jean-Baptiste-. Yo me encargo de ellos.
El pachá hizo una mueca de sorpresa.
– Déme una escolta hasta Djedda -continuó Jean-Baptiste-, vele por mi protección en Egipto, por si alguien me denunciara al cónsul. Oficialmente soy el caballero Vaudesorgues. Si usted responde por mí, podré moverme sin temor alguno. Encontraré a los seis hombres, y puede tener la seguridad de que nunca irán a Abisinia.
El turco se quedó un buen rato dudando.
– Ni hablar -dijo por fin.,
Jean-Baptiste, con los ojos fijos en el viejo guerrero, sintió un estremecimiento.-No puedo quedarme sin médico -manifestó el pachá.
Los leños de tamarindos crepitaban en la estufa, cuyo fondo estaba lleno de finas cenizas.
– Será un asunto de tres o cuatro semanas como mucho, ilustre señor. Le he dejado más medicación de la que sería necesaria para tres meses. Y si fuera preciso, el maestro Juremi puede volver, aunque en este momento esté indispuesto.