La caravana, bien armada y pertrechada, llegó a Dongola sin el menor tropiezo, y el Rey de esa ciudad se esmeró en darles la mejor acogida que pudo.
Sin embargo, ante aquella pompa un poco miserable y mugrienta, Du Roule y Rumilhac a duras penas pudieron contener la risa durante la cena de gala que les ofreció aquel príncipe.
– Es una gran cosa ser salvajes, o casi -decía Du Roule-, pero que al menos saquen de ello ventajas como la libertad y la naturalidad. Pues no, son más sibaritas con la etiqueta que los viejos duques franceses.
Entre ellos se compadecían mucho de Frisetti, el dragomán, que trataba de tomarse todo aquello en serio y parecía reprobar su comportamiento. Era el colmo, pues había que ir a la tierra de unos negros para que un hombre sin linaje pretendiera enseñarles cómo comportarse a unos gentilhombres como ellos.
En vista de que en aquella ciudad no había nada que les interesase cambiar, dos días después continuaron viaje hacia Senaar.
Llegaron a los dos primeros oasis con facilidad. Pero en el tercero, Belac, el jefe de la caravana fue a ver a Du Roule y le expresó sus inquietudes. Tres camelleros le expusieron que no querían seguir, aunque no había conseguido que le dijeran el motivo. La población del oasis, aunque era escasa, mostraba una inexplicable desconfianza hacia aquellos blancos, pese a que aquella gente estaba acostumbrada a ver europeos y no les temían. Fue una contrariedad que uno de los esbirros de la tropa, un alto mocetón de Dalmacia, acariciase con demasiada intimidad a una niña de doce años, una mocosa con los pies descalzos, cuyo honor defendieron los indígenas de una forma a todas luces exagerada. Du Roule salió de aquel embrollo con un collar de cuentas de cristal de Venecia para la supuesta víctima y unos viejos zapatos para el padre, pero aun así aquellos salvajes no se dieron por satisfechos. El asunto era decididamente desagradable y ponía en evidencia, al menos esa era la opinión de Rumilhac, la mala voluntad de aquella tribu con respecto a unos extranjeros tan generosos.
Abandonaron aquel oasis con todas sus esperanzas puestas en el siguiente. Pero fue peor hasta Senaar, donde su llegada provocó una aglomeración muda y hostil. Por fortuna el rey compensó la frialdad de su pueblo con una acogida ejemplar e invitó a cenar a los viajeros. A pesar de que aborrecían las comidas grasas y picantes, Du Roule, Rumilhac y los otros dos supuestos dignatarios honraron su mesa. Frisetti fingió estar enfermo y se quedó en el campamento para supervisar el asentamiento. Según la costumbre de los francos, que todos conocían y toleraban, los cuatro invitados sacaron unos frasquitos de sus bolsillos y dieron consistencia a los brebajes. Así que terminaron de cenar completamente borrachos, con la ilusión de que el Rey ignoraba la causa de su semblante regocijado, lo cual equivalía a considerar que estaba ciego, cuando en realidad no lo estaba. El soberano tuvo la bondad de aparentar que no se percataba de nada, incluso cuando el viejo policía deslizó la mano por debajo de la túnica de uno de los servidores, olvidándose completamente de lo que cubren las ropas en aquel país. Después volvieron a la caravana y encontraron el campamento completamente montado, junto a una de las puertas de la ciudad, y durmieron como benditos, soñando con gloria y riqueza.
Al día siguiente la hostilidad circundante se acentuó más todavía. Dos hombres recibieron pedradas cuando paseaban por la ciudad, y tampoco les aceptaron las transacciones que quisieron hacer en el mercado, como si todo cuanto viniera de ellos trajera mala suerte.
Du Roule decidió favorecer a quienes quisieran tratarles con un poco de consideración, es decir, al Rey y su corte. Además de los presentes que había entregado al soberano la noche anterior, hizo saber que le honraría recibir a la Reina y a las damas de alto rango para divertirlas con una atracción que había traído de Europa. Al día siguiente, diez mujeres de la corte fueron al campamento en calidad de exploradoras, pero la Reina prefirió no presentarse el primer día.
Rumilhac se moría de risa con el espectáculo de aquellas gordas nubias envueltas en vistosos velos que descubrían libremente su rostro y caminaban contoneándose.
– ¡Serán zorras! -le decía en francés a Du Roule mientras sonreían al público-. Entren, señoras. Vaya, mira, ahí tienes a madame La Valliere.
Señaló a una mujer enorme que llevaba dos cortas trenzas sujetas a la parte superior de la cabeza y que andaba cojeando.
– Y allí, mira, nuestra querida Francoise d'Aubigné. Entre, señora marquesa.
Era una mujer vieja con el ceño fruncido. Después de haberlas colocado a todas en la gran tienda que habían montado en el centro del campamento para las recepciones, Du Roule desveló su atracción: los espejos deformantes venecianos.
Las mujeres se hallaban en el centro de la tienda, y los espejos estaban colgados en su derredor. Cuando retiraron las telas que los cubrían, siguieron agrupadas e inmóviles, y ellos creyeron que no se habían visto reflejadas en los espejos. Du Roule y Rumilhac, cogieron una por una a todas las damas y bromeando siempre en francés, quisieron acercarlas al fenómeno.
– Ésta nunca se habrá visto tan delgada. ¡Mira, preciosa! Con eso pareces un camellopardo, toda piernas y con una cabeza de cabra.
– Acércate y mira qué seria está tu amiga. Más ancha que larga, como les gustan a los señores de estos lares.
Pero Frisetti, el dragomán, que comprendía los murmullos de las damas, no se reía. Había observado que estaban calladas y presas de estupor ante aquellas imágenes. Se veían a sí mismas, pero horriblemente deformadas, como si estuvieran dentro de un cuerpo de demonio. En aquellas tierras donde el islam abarca y asimila la magia, la apariencia es algo demasiado serio para ser únicamente una ilusión. Así pues, lo que se revelaba ante ellas, entre la risa socarrona de Du Roule, era su propio destino, como si el infierno hubiera entreabierto por un instante sus puertas para desvelar los eternos tormentos a los que se veían condenadas.
La primera en gritar incitó a las otras, y todas salieron de la tienda sujetándose los velos para correr mejor. Jadeantes y desorientadas, ascendieron hasta el palacio vociferando por callejuelas encajonadas en cuyos muros resonaba el eco de sus gritos.
Du Roule comprendió por fin. Dio órdenes de tomar las armas y reagruparse. Al cabo de diez minutos vieron desembocar por tres lugares distintos una apretada multitud que levantaba el polvo a su paso. Volaron las piedras. Cada uno de los francos disparó y mató a su contrincante, pero había tantos detrás que era inútil concebir esperanzas. En pocos minutos toda la caravana estaba en manos de los asaltantes. Los nubios consideran una maldición matar a un hechicero con las manos, de modo que también la agonía de los prisioneros se prolongó un poco más que si hubieran podido estrangularlos simplemente.
La caballería del Rey sólo intervino cuando todo hubo acabado. Se apoderó de los camellos, así como de todos los bienes que transportaba la caravana, y fue a entregárselos al soberano. Este le escribió aquel mismo día al pachá. Se lamentaba de que que tan negros rumores, sin duda propalados por los capuchinos, hubieran precedido a los viajeros. Y si bien les había tratado con tanto civismo como había podido, al final la multitud se había ocupado de ellos. ¿Y qué son los reyes -preguntaba humildemente- cuando la multitud quiere matar?
10
En la bifurcación de los dos golfos se levantó un viento fresco que alcanzó a la falúa por el flanco, permitiéndole izar la vela y enfilar a buen ritmo hacia el Sinaí. En aquel cielo azul celeste de abril se veía recortarse la cumbre ocre de la montaña. Jean-Baptiste tenía el gusto picante del mar en la cara y en las manos; el sol secaba las gotas en su piel, dejando un rastro de sal.