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Todo iba a acabar y empezar otra vez. En aquel momento, las tres misiones hacia Abisinia habían sido quebrantadas. En lo más profundo de aquella montaña que crecía a ojos vistas, Alix le esperaba. Sin duda había aún bastantes incertidumbres como para que Jean-Baptiste pudiera seguir proyectándose atolondradamente en el porvenir más inmediato. Pero en el fondo no esperaba grandes sorpresas. En esa paz que propician, en su punto de contacto, las tormentas del viento y la ondulación de las aguas marinas, esa superficie misteriosa que representa con tanto acierto el destino y el lugar de los hombres, Jean-Baptiste, sereno y fascinado, como si estuviera al borde de un precipicio, veía acercase la hora en que por fin se reuniría con la mujer que amaba.

A su alrededor, los marinos árabes estaban de pie descalzos, sobre las bordas descoloridas por la sal. Sus túnicas ondeaban al viento. Se sentían felices de tener calor y estaban contentos de volver con su barca a salvo. Miraban la montaña como algo grande y simple que los dominaba.

«Hay que intentar ser como ellos -se dijo Jean-Baptiste-. Se trata de sentir solamente lo que llega y de no predisponer en absoluto la mente contra la felicidad.»

Atracaron en Thor a primera hora de la tarde. Jean-Baptiste ibavestido como un árabe y guardaba su jubón europeo en una bolsa de tela. Aún le quedaba un poco de oro del duque de Chartres, apenas unos diez cequíes, con los que compró una mula equipada con una silla llena de agujeros por donde salían mechones de paja gris. Con un bastón en una mano para azuzar al perezoso animal en las costillas, y la brida en la otra para orientarlo en lo posible, se puso en marcha hacia el interior de la península.

En aquel lugar de la costa, el Sinaí se aplana formando una llanura por la que se puede ascender lentamente hacia el centro del macizo. El desierto está ahí, en cuanto se dejan atrás las últimas casas del puerto. Pero no es un desierto de arena, donde todo parece estar disgregado. Muy al contrario, el paisaje de piedras erguidas y desnudas sobre un zócalo rocoso se parece a una inmensa extensión de ruinas gigantescas, minerales, incorruptibles, que condena cualquier otra vida que no sea la de la roca eterna. Una fina capa de polvo blanco, traída por los torbellinos del viento desde las profundidades de la Arabia pétrea, cubre este escenario para darle el aire desolado de un palacio abandonado por sus servidores y donde el tiempo, incapaz de cometer cualquier otro ultraje, se contenta con derramar la arena fina de la clepsidra celeste.

Jean-Baptiste no encontró ni un alma en dos horas. Pronto caería la noche, así que intentó sin suerte arrear la mula para que apresurara el paso. Pero desgraciadamente el animal sólo sabía parar, o bien llevar aquella marcha lánguida. El camino se elevó en un recodo más empinado y franqueó un gran picacho ya en sombras. Jean-Baptiste llegó a lo alto cuando el cielo había adquirido una tonalidad de tinta, a cuya luz los peñascos parecían contornos negros de gigantes. En la embocadura de dos altos valles que hendían las cumbres del Sinaí, descubrió una piedra tallada entre todas aquellas toscas rocas: era la masa rectangular de las murallas del monasterio.

Doce torres redondeadas y abombadas sobresalían por encima de los altos muros grises. Se habría dicho que era un ksar, una fortaleza del desierto, pero se trataba de dos aguilones de la basílica. Aquella mula torturaba a Jean-Baptiste, porque pese a estar tan cerca del final aún tardó más de una hora en llegar al pie de la puerta monumental que horadaba la fortificación. Los propios monjes se ocupaban de la vigilancia: dos de ellos, fornidos como luchadores, con una ancha faja alrededor de la túnica y sosteniendo una espada en la mano, detuvieron al viajero y fueron a dar su nombre al abad. No le dejaron pasar antes de recibir la orden pertinente.En el interior de sus murallas, el monasterio de Santa Catalina era una auténtica ciudad. La basílica ocupaba el centro, pero a su alrededor se habían erigido tantos edificios, galerías, terrazas y capillas que el espacio que constreñían las murallas estaba saturado de muros, callejones, pasajes yuxtapuestos, apiñados y enmarañados como en cualquier ciudad de Oriente.

Un monje muy joven y rubio como un cruzado condujo a Jean-Baptiste hasta la residencia del abad. Éste se encargó de su bolsa y le aconsejó que dejara la mula a cargo de los monjes de la entrada.

El monasterio de Santa Catalina, construido en el siglo VI por el emperador Justiniano, siempre había estado resguardado, tal vez por sus murallas y probablemente también por la proximidad protectora de la montaña sagrada que pesa sobre todas las conciencias de la descendencia de Moisés.

Los monjes ortodoxos que residían en aquel santuario estaban vinculados formalmente al patriarca de Jerusalén. Pero más que los instrumentos de una religión en particular, ellos eran en realidad un poder autónomo, los guardianes de un lugar misterioso y terrible. Los fugitivos que se refugiaban en aquel monasterio estaban a salvo, fuera cual fuera su origen y la naturaleza de sus crímenes. Algunos permanecían allí por poco tiempo, pero muchos otros se quedaban para siempre, engrosaban la comunidad y hasta podían esperar, al término de un largo retorno espiritual, convertirse en el superior.

En la residencia abacial reinaba un ambiente extraño, muy diferente al que Jean-Baptiste había conocido cuando estuvo allí la primera vez. Los monjes hablaban en voz baja y los olores de alcanfor y de mirra flotaban en los pasillos decorados con mosaicos.

– Nuestro abad está muy enfermo -dijo el prior a Jean-Baptiste-. Hace tres semanas se desmayó en pleno oficio. Lo levantamos inconsciente. Luego volvió en sí, pero habla con dificultad. Sufre por las noches; a veces se le oye gemir y gritar. Su socio le ha preparado un remedio que le alivia y le tranquiliza, pero estamos muy preocupados.

Jean-Baptiste decidió visitar al abad, pero antes no pudo evitar una pregunta que le quemaba en los labios.

– ¿Dónde están mis amigos, el maestro Juremi y las dos damas?

– Tranquilícese -contestó el prior-. Llegaron hace dos semanas. Le están esperando. Tan s6lo hay un contratiempo, aunque no es muy grave. Debido a que se aburrían, y a que aquí no hay mucho que hacer, ayer decidieron ir a ver el amanecer desde una pequeña capilla que construyeron nuestros hermanos un poco más arriba, en la soledad de la montaña. De hecho la idea fue mía, y ahora lo lamento. Volverán mañana por la mañana.

Al principio esta noticia dejó decepcionado a Jean-Baptiste, pero luego decidió aprovechar la noche para descansar. Al día siguiente se cambiaría e iría a su encuentro, completamente recuperado de cuerpo y mente.

El prior le introdujo en la habitación del abad. Era una amplia estancia iluminada por un alto ventanal que daba a un balcón con laureles y fucsias. De uno de los muros colgaba un tapiz que representaba la torre de Babel. El abad era un anciano arquitecto que había vivido mucho tiempo en Damas. Tras la repentina muerte de su mujer y de sus dos hijos, se fue de la ciudad, vagó sin cesar y encontró el camino del Sinaí. Desde entonces nunca había abandonado Santa Catalina, y había llegado a superior en menos de diez años. La primera vez que pasó por allí, Jean-Baptiste le había visto manejar el compás, la escuadra y la regla, pues él mismo se ocupaba de hacer los planos de todas las ampliaciones del monasterio. En una mesa situada en un rincón de su habitación se apilaban grandes rollos de papel que probablemente reflejaban la obra aún por terminar.

El pobre hombre estaba irreconocible, delgado y macilento, y tenía la boca torcida.

– Me alegra mucho verle antes del final -consiguió articular con dificultad.

Jean-Baptiste le apretó la mano huesuda, pues la emoción le impedía responder. Después el viejo se adormiló. El médico salió y le dijo al prior que como mucho podría mitigar su dolor, pero no evitar su muerte.