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Para que todo pareciera aún más espontáneo, el cónsul ordenó al cochero que saliera de la colonia y diera un paseo por la ciudad antes de detenerse «delante el hotel del señor B».

– Y bien, Macé -dijo el cónsul ligeramente irritado-, ¿qué ha descubierto usted en nuestros ficheros sobre el gran personaje que vamos a visitar?

– Poca cosa, Excelencia. Este tipo no habla mucho de sí mismo. A decir verdad, ni siquiera sabemos si Poncet es su verdadero nombre.Llegó aquí hace tres años. Sabemos que primero residió seis meses en Alejandría, donde llegó huyendo de Venecia, y que ha alardeado en varias ocasiones de haber ejercido su arte en Marsella, en Beaucaire y en Italia. También tenemos buenas razones para creer que sus papeles son falsos. Su partida de nacimiento está sellada en Grenoble, precisamente en la ciudad en que el año pasado detuvieron a aquel fraile renegado que tan buena maña se daba como falsificador. No obstante, Vuestra Excelencia, al corriente en su momento de estos hechos, fue benevolente y tuvo a bien brindar su protección al señor Poncet, a pesar de las dudas que tenemos a propósito del lugar, la fecha y las circunstancias de su nacimiento.

– ¡Qué nos importa su nacimiento! -farfulló el cónsul.

El señor De Maillet estaba convencido de que sólo un gentilhombre nacía en alguna parte, en un lugar que llevaba su nombre y donde la tierra y los hombres le pertenecían. Los otros nacían donde podían; lo de menos era el sitio, que sólo tenía un mero valor anecdótico.

– ¿Hay algo que explique por qué ha deambulado tanto? -prosiguió-. Ese Poncet no será un protestante como su socio…

– Al parecer las denuncias le han obligado a poner los pies en polvorosa. Ejerce la medicina y la farmacia sin diploma alguno. Pero en cuanto a su religión, estamos seguros de que es un católico romano bautizado.

– Sin embargo, no le he visto nunca en la capilla.

Ése era el nombre que se daba a la minúscula iglesia lindante con el consulado, en la que los domingos se congregaban los feligreses de la colonia.

– Desgraciadamente, más de una cuarta parte de los miembros de nuestra nación hacen lo mismo.

– Lo sé, y un día u otro habrá que poner orden en ese asunto.

– El cura afirma que lo vio alguna vez en horas en que no se celebraban oficios, al poco de llegar a la colonia, y que en una ocasión incluso llevó flores a la iglesia.

– ¿Se ha confesado?

– Nunca.

El cónsul se encogió de hombros y miró por la portezuela con impaciencia.

El señor Macé empezó a hojear los papeles amarillentos que tenía sobre las rodillas mientras el aire tibio de la ciudad árabe, con su olor a guindillas secas y a café, se colaba por las ventanillas abiertas de la carroza. Había tanta gente pululando en aquellas callejuelas estrechas que los viandantes prácticamente tocaban el carruaje. Los niños soltaban chirigotas en su lengua y salían disparados. Las mujeres, en cambio, siempre juntas y envueltas en ropas de algodón, lanzaban miradas indiscretas hacia el interior de la carroza.

– Pocas condenas -continuó el secretario-. Escándalo nocturno; él y su socio habían bebido para festejar no sé qué, y alguien les denunció por duelo, aunque en realidad sólo se batieron para divertirse. Poncet tiene buenas relaciones con los turcos, asiste al pacha, a varios beyes, al kayia de los azabs y al de los jenízaros, así como a numerosos mercaderes…

Ése era precisamente el aspecto más delicado del asunto a los ojos del cónsul. Los favores que las autoridades turcas dispensaban al boticario le daban a éste una gran independencia. El cónsul sabía por experiencia que siempre era peligroso buscar las cosquillas a los hombres capaces de incitar el mal humor de los indígenas hasta el punto de provocar serios incidentes diplomáticos. Ese Poncet debía de saberlo muy bien, y temía que pudiera ser demasiado insolente.

– No puedo ser muy explícito en mis felicitaciones, a la vista de un expediente tan insustancial -dijo el cónsul con arrogancia, precisamente él, que manifestaba tan poco interés por los asuntos de su nación.

Al término de su periplo, el carruaje se detuvo ante la casa que el cónsul indicó.

El rico mercader, que además era el propietario, salió a su encuentro con exclamaciones de sorpresa y alegría. No obstante, el diplomático tuvo la descortesía de explicar a aquel patán que también él se alegraba mucho de verlo, pero que a decir verdad había un asunto insignificante que atraía su curiosidad, y que le esperaba enfrente. Dicho esto, empujó al señor Macé y atravesó dignamente la calle.

La casa que compartían Poncet y el maestro Juremi era mucho menos distinguida que la que estaba enfrente. De hecho se trataba de una hilera de construcciones de un piso, adosadas unas a otras. La fachada que daba a la calle hubiera podido presentar un muro liso como la de delante, pero lo cierto es que quedaba oculta por un auténtico entramado de madera. Aquellos andamiajes formaban una suerte de galerías con arcadas por donde se podía caminar a la sombra, y un balcón en la parte superior que hacía de parasol y conservaba frescas las habitaciones. La morada de los droguistas sólo era un cubículo más de aqueledificio sin gracia, idéntico por fuera a sus vecinos. En medio de una gran promiscuidad y sin apenas higiene, el barrio alojaba a los desposeídos de la colonia: los recién llegados, los comerciantes fracasados, las viudas, así como los hijos naturales mestizos que a veces el cónsul tenía la bondad de aceptar en la nación.

La puerta de los droguistas estaba abierta. Para no ser vistos allí en la calle demasiado tiempo, los diplomáticos entraron sin esperar a nadie. El maestro Juremi acudió con premura y los condujo desde el estrecho vestíbulo por donde habían entrado hasta una estancia amplia y sombría que ocupaba toda la planta baja de la casa. En aquel lugar reinaba un desorden tan indescriptible que el ojo humano tenía dificultad en captar todo aquello. A primera vista se distinguían los morteros de cobre que brillaban con reflejos dorados. Unos alambiques dispuestos sobre ascuas ardientes emanaban humaredas que intentaban elevarse inútilmente, reptando en línea horizontal por las paredes, debido a un lastre de sustancias misteriosas y demasiado pesadas que las impedían ascender. En un rincón, una sábana raída perfilaba las líneas de un jergón. Del techo bajo y ennegrecido por el hollín colgaban cestas de mimbre, cien o doscientas tal vez, todas ellas repletas de plantas secas, frutos arrugados y mendrugos de pan arrebatados a las ratas.

– Excelencia, es un gran honor recibirle en nuestro laboratorio -dijo el maestro Juremi, cuya alta silueta casi rozaba las vigas.

– ¿Su socio está aquí?

– Arriba.

En la penumbra se vislumbraba una luz procedente del piso superior, y por la abertura una escalera de molinero. El cónsul empezó a subir, seguido del señor Macé.

La estancia a la que ascendieron tenía tanta claridad como sombras la de abajo. Estaba iluminada por cuatro grandes ventanales que daban al balcón por un lado, y a una terraza por el otro. El techo había sido retirado, si es que alguna vez había existido, y se podía ver el esqueleto del tejado con su viga maestra, los cabrios y el fondo ligeramente grisáceo de las tejas arqueadas.

Todo el espacio estaba repleto de plantas. En unas espaciosas cubas de madera crecían auténticos árboles gracias a la luz y al calor húmedo. Un euforbio gigante rozaba casi el remate del tejado; un bello ficus, árboles de tronco velloso y otros cubiertos de espinas entreveraban su ramaje. Las zonas que no estaban ocupadas por los especímenes más grandes se hallaban invadidas por muchas plantas pequeñas,de tal manera que el suelo quedaba prácticamente tapizado de tiestos. Sólo se podía pasar por unos senderos estrechos que daban acceso a la puerta de la terraza, a la del balcón de la fachada, a la mesa sobre la que se apilaban libros y a un armarito situado en el único rincón en sombra. A una altura intermedia, decenas de plantas de todas clases, suculentas, umbelíferas, líquenes y orquídeas, prosperaban apaciblemente colgadas de la pared en jardineras de cobre o estaño, o bien suspendidas en el extremo de las cuerdas atadas a la viga maestra.