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El cónsul y su secretario estaban desconcertados. En el inconcebible desbarajuste de aquel invernadero se oía aletear y piar algunos pajarillos. El maestro Juremi se había quedado abajo, y los visitantes no podían distinguir ninguna otra criatura humana en aquel paraíso terrestre.

– Pasen, pasen, señores -dijo sin embargo una voz procedente de las alturas.

Los dos diplomáticos avanzaron a pasos cortos, haciendo chirriar los tablones de madera del suelo, muy húmedo todavía a causa del agua del riego. A la altura de un hombre, hacia el fondo de la estancia, una hamaca vacía se balanceaba entre dos ganchos.

– Termino con este esqueje delicado y estoy con ustedes -dijo la voz-. Tomen asiento mientras tanto. Hay dos taburetes junto a la mesa.

El señor Macé, que tenía buena vista, le hizo una señal al cónsul para indicarle una escalera que estaba apoyada en el árbol más alto. En los últimos peldaños se veían dos piernas calzadas con botas de cuero flexible.

– ¡Está bien, está bien! -dijo el cónsul con una voz fuerte que no dejaba adivinar fácilmente su estado de humor-. ¡Tómese su tiempo!

El cónsul hizo una señal al señor Macé. Luego sortearon los tiestos a grandes zancadas, se engancharon las medias con una planta espinosa e inoportuna, alcanzaron la mesa y por fin tomaron asiento, como se les había pedido que hicieran.

– Estos esquejes sólo se pueden injertar en una época muy determinada -volvió a decir la voz desde lo alto de la escalera-. Los híbridos son las plantas de mayor interés en nuestro trabajo. La planta salvaje sólo es una materia prima. ¡Ay, este alambre se me acaba de romper otra vez! Perdónenme.

– No se preocupe -dijo el señor Macé, que temía que al cónsul se le acabaran los recursos para disimular su irritación.

– Como les iba diciendo, es una materia prima. Hay que cruzar las plantas, tomar una para que sirva de soporte a la otra. En resumidas cuentas, para nosotros, la naturaleza sólo es el principio base. Tenemos los ingredientes, pero hay que explorar el mundo de las combinaciones.

En la mesa había un montón de libros diversos que el cónsul hojeó con impaciencia: un tratado de botánica, las odas de Horacio y algunos en cuarto en lengua árabe.

Dos floretes pendían de una vigorosa rama, y en el suelo se amontonaban petos de cuero, caretas, guantes, todo el equipo necesario para la esgrima.

– Puede empezar a exponerme el asunto -prosiguió la voz-. Soy Jean-Baptiste Poncet y me parece que quiere decirme algo.

– Señor -dijo el cónsul, levantándose- el asunto del que tengo que hablarle es muy urgente, en efecto. En cualquier otra circunstancia, sepa que no me habría desplazado hasta aquí. Para ser sincero, me gustaría hablar cara a cara, aunque tal vez sea suficiente con que podamos oírnos.

– Realmente -dijo Jean-Baptiste con franqueza y en un tono afectuoso- le agradezco que me permita terminar esta tarea, pues de lo contrario el trabajo que me he tomado hasta ahora no serviría de nada…

– Señor Poncet -le interrumpió el cónsul, que seguía de pie y con la cabeza erguida hacia la techumbre-, ¿es verdad que ejerce usted la medicina?

– ¡Ah, Excelencia! Siempre pensé que llegaría este momento. Así que no vamos a fingir por más tiempo. Figúrese que incluso he lamentado no poder hablar antes con usted. Sepa que no resulta agradable tener que esconderse para ejercer un arte que en el fondo sólo hace el bien. Pero sabía que era usted muy reacio. No obstante, ya que está aquí, enseguida le enseñaré algunos especímenes…

– Oiga, Poncet, mi pregunta es muy simple. No se la formulo con segundas intenciones, ni tampoco voy a imponerle ninguna sanción, todo lo contrario. Se la voy a hacer de nuevo, y espero que me responda con claridad: ¿ejerce usted la medicina?

– Sí.

– En ese caso, ¿sería usted capaz de curar, digamos, por ejemplo, esas enfermedades de la piel que padecen los indígenas, esa suerte de lepra, de liquen?

– Nada más fácil. Aunque no hay ninguna receta milagrosa y cada caso exige un tratamiento particular.

– Eso es lo que quería saber -le interrumpió el cónsul-, no entremos en detalles. Ahora pasemos a otra cosa. He venido a proponerle solemnemente una misión de extraordinaria importancia.

– Este alambre, este alambre. ¡Juremi! -gritó el hombre desde la escalera.

– ¿Me oye? -preguntó el cónsul.

– Sí, sí, continúe.

– ¿Aceptaría usted ser el mensajero del Rey de Francia?

– ¿Qué ocurre? -inquirió el maestro Juremi, saliendo de su madriguera.

– Es este alambre de cobre. ¿Quieres traerme otra bobina? El que tengo se rompe cada dos por tres.

– Señor Poncet -dijo el cónsul, que a duras penas podía controlarse-, le estoy hablando de cosas verdaderamente importantes. ¿No puede concederme dos minutos y bajar de ese árbol?

– Casi he terminado. Sólo tengo que hacer unos cuantos nudos más. Si lo dejo ahora, no servirá de nada. Pero no se preocupe. Oigo todo lo que dice. Una misión para el Rey…

– Una misión que lo convertiría en uno de los artífices más gloriosos de la Cristiandad, y hasta del mismo Papa.

– Ya se lo he dicho -respondió Poncet con un tono que no sugería el menor entusiasmo-, haré todo lo que sea para complacerlo, señor cónsul, aunque los asuntos oficiales no me atraen demasiado.

– Veamos el asunto de otra manera: se trata de curar a un soberano.

– ¿A Luis XIV?

– No, no. -Se rió con sarcasmo el cónsul, que estaba a punto de perder la paciencia con tantas necedades-. El Rey de Francia lo enviaría a la corte de otro soberano, ¿comprende usted? ¿No es una circunstancia gloriosa tratar el cuerpo de un gran rey?

– Para nosotros, los médicos, se trata de un cuerpo, no de un rey.

El señor Macé miraba al cónsul y se daba cuenta de que tanto él como su superior estaban al límite del desaliento, y que todo aquello podía terminar en invectivas o en lágrimas en cualquier momento.

– Bueno, ya se lo he dicho, señor cónsul, estoy impresionado por su presencia aquí. Se trate o no de un rey, si usted me pide que cure a alguien, lo haré. Sólo espero que no sea demasiado lejos. Tengo mucho trabajo y me resultaría casi imposible ausentarme mucho tiempo.-En ese caso -exclamó el cónsul dejándose caer de nuevo en la silla-, me temo que todo esto va a ser inútil.

– ¿Por qué…?

– Este asunto del que le estoy hablando -dijo el cónsul con ironía- exige un largo desplazamiento. Estimo que necesitaría más de seis meses para acudir junto a su paciente.

– ¡Seis meses! Pero ¿de qué diantres se trata?

– De ir a curar al Negus de Abisinia en su residencia -respondió el cónsul.

Tras un largo silencio, los visitantes vieron temblar la escalera, y después unos pies que descendían los peldaños.

Un instante después, Jean-Baptiste estaba abajo. Se sacudió unas hojitas que se le habían prendido en la camisa y el cabello y se dirigió lentamente hacia los diplomáticos.

Era mucho más joven de lo que el señor De Maillet se había imaginado, probablemente porque la gente siempre prefiere que los médicos sean ancianos venerables.

Una vez hecha esta observación, al cónsul le faltó tiempo para examinar con detenimiento el físico del individuo que tenía delante. Se fijó particularmente en sus maneras y éstas le desagradaron. No se esforzaba en absoluto por hacer el menor gesto que demostrara un mínimo de cortesía, ni un indicio de respeto, y menos aún de sumisión. Era la naturalidad en persona, no había ningún ademán estudiado en su semblante. Enfrente de él, los dos visitantes con el rostro empolvado, sudando, tocados con peluca, se afanaban en presentar un aire autoritario, mientras que su interlocutor posaba sobre ellos, como sobre cualquier otro ser de este mundo, una mirada intensa, llena de curiosidad, de candor y de simpatía, que les pareció el colmo de la insolencia. Frente a tal personaje, el señor De Maillet decidió ser más cauteloso que al principio, y el señor Macé experimentó un odio inmenso.