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El cónsul y su secretario aborrecían la libertad, cada uno a su manera; el primero la despreciaba porque no podía someterla, y el otro porque lamentaba no haber tenido la osadía de abandonarse a su influjo. Y muy a pesar de ellos, Jean-Baptiste era la viva imagen de la libertad. Tras un instante de silencio, éste dio un paso más y dijo con una sonrisa:

– ¡El Negus de Abisinia! Creo que tenemos que conversar sobre ello, señores.

7

La señora De Maillet esperaba a su marido en el rellano de la escalinata, mientras agitaba con aire inquieto un gran abanico de papel de China con rosas pintadas. La carroza regresó a las once, y en el preciso momento en que el cónsul descendía con su secretario, la señora De Maillet se abalanzó sobre su esposo.

– Querido -dijo-, te lo suplico. Tómate un poco de descanso, no paras un momento. Este clima te puede dar un disgusto. Tu corazón…

– No te preocupes por mí -replicó el cónsul-, preocúpate más bien por los asuntos de Estado que son difíciles de tratar. Dime dónde está ahora el padre Versau.

– Lleva más de una hora reunido en conciliábulo en sus aposentos con los dos padres jesuítas que han venido a visitarlo esta mañana.

El cónsul se dirigió hacia el primer piso y, con un ademán, le indicó al señor Macé que le acompañara.

La amplia sala donde se alojaba el jesuíta poseía, en la parte trasera, un minúsculo gabinete de trabajo con el techo bajo y las paredes revestidas de madera que el cura había convertido en su estancia favorita. El señor De Maillet llamó a la puerta y, tras ser autorizado, entró seguido del señor Macé y ambos se sentaron a la mesa, alrededor de la que se perfilaban las siluetas oscuras de los tres curas.

– Permítame que les presente al padre Gaboriau, que usted ya conocía, y al padre De Brévedent, que según creo no ha visto nunca -dijo el padre Versau.

Los diplomáticos saludaron a los dos clérigos. El padre Gaboriau, que llevaba más de quince años en la colonia, daba clase a los niños dela nación franca; era un hombre entrado en carnes, con la cara y las manos cuadradas y rojizas. Varias generaciones de pequeños alumnos habían intentando entender, fascinados, cómo la línea caótica de sus dientes superiores, rotos y orientados hacia las más diversas direcciones, podía ocluirse sobre una mandíbula inferior no menos accidentada. Sin embargo, cada vez que el cura dejaba de hablar acontecía de nuevo el milagro y su boca de saurio volvía a cerrarse como si tal cosa. La única consecuencia de esta anomalía dental era, al parecer, la clara predilección que el cura manifestaba por los líquidos. El cónsul, que monopolizaba casi por completo el comercio del vino, tenía la generosidad de suministrar a las congregaciones el preciado líquido a precio de coste. Había comprobado que la diferencia no suponía una pérdida demasiado cuantiosa, siempre que aquellos benditos hombres no abusaran. Valga decir que el padre Gabonau era el único que se excedía hasta el abuso. Por tal motivo, aunque la piedad del señor De Maillet no le permitía tratar al cura como a un borrachín, nada le impedía mirarlo casi como un ladrón.

El otro jesuíta era completamente distinto, alto, algo flaco y de piel cetrina; llevaba unas diminutas gafas de cobre que le resbalaban constantemente por la nariz roma. Como la protuberancia nasal destacaba tan poco del centro de su cara, la frente abombada, que se extendía hacia sus cabellos cortados al rape, y sobre todo la boca y el prominente mentón, parecían mucho más grandes de lo que en realidad eran. No obstante, este abultamiento parecía más de carne que de huesos, ya que sus grandes labios apenas se cerraban y la piel del cuello le empezaba a colgar. Al verlo así encorvado, con aquella frente, aquellos anteojos y aquellas manos huesudas acostumbradas a pasar páginas amarillentas, uno se percataba inmediatamente de que estaba delante de un hombre culto y estudioso.

– No, en efecto -dijo el cónsul, inclinándose-, no conocía al padre De Brévedent.

– Hace dos días que ha llegado, y ya sabe que los turcos nos ponen muchas dificultades. Oficialmente sólo puede haber un jesuíta en régimen permanente. Los otros son simples visitantes. Así pues, de cara a las autoridades, no se trata más que de un viajero ordinario.

De Brévedent esbozó una sonrisa tímida, mirando al cónsul con el rabillo del ojo y sin mover la cabeza.

– Entonces -continuó el padre Versau-, ¿ha encontrado ya a un posible mensajero?-Sí, padre -dijo el cónsul-, he dado con uno, y créame que no ha sido fácil. Francés, católico, médico, de complexión robusta, y aventurero por naturaleza.

– Sin duda debe ser un personaje muy poco común -dijo el jesuíta, solicitando con la mirada la aprobación de los presentes-. ¿Ha aceptado solemnemente?

– Bueno… Estará aquí después del almuerzo. Todavía no ha comunicado su decisión. Pero he pensado que es mejor no precipitarse y esperar a que usted mismo le exponga los detalles de la misión. Lo recibiremos todos juntos, si les parece. De esta manera su compromiso tendrá más peso.

Acto seguido, el señor De Maillet pasó a describir con todo lujo de detalles al sujeto en cuestión. Eligió cuidadosamente sus palabras para lograr un equilibrio entre los atributos del individuo y sus extravagancias. También consideró prudente alertar favorablemente al padre Versau respecto a la edad que aparentaba el visitante.

– Tiene un aire jovial, pero según las informaciones de la policía, no es tan joven como parece a primera vista. -El cónsul añadió riendo-: Debe de ser por el efecto de algún reconstituyente que ha elaborado con sus plantas y que se toma con carácter experimental.

– ¿Una panacea para conservar la juventud? -preguntó el padre Gaboriau, que había recurrido toda su vida a jugos vegetales con un éxito modesto.

– Supongo. ¿Qué otra cosa si no puede explicar que se conserve así?

Siguieron hablando un rato más sobre esa suerte de elixires hasta que apareció un sirviente enviado por la señora, para anunciarles que el almuerzo estaba servido.

La señorita De Maillet también estuvo presente en la comida. Para llamar la atención, el padre Versau evocó minuciosamente la misión de Etiopía que había encomendado el Rey. En cambio el cónsul consideró aquella confidencia inútil y peligrosa y se hizo la promesa de hablar aquella misma noche con su hija para aclararle que el tema debía tratarse con suma discreción. El almuerzo estuvo muy animado. El padre Versau comentó las informaciones que se tenían sobre los emperadores abisinios, según los testimonios de los jesuitas que habían convertido a uno de ellos a comienzos de siglo. Reconstruyó el relato de la injusta expulsión de aquellos misioneros y de las grandes persecuciones que siguieron. Las damas estaban indignadas. A continuación recordó lospeligros de la misión que pronto iba a emprender viaje y habló de la crueldad del clima y de los hombres. La comida concluyó con una especie de estupor voluptuoso. El cónsul tuvo que reconocer que en muy pocas ocasiones la casa había conocido tanta animación y alegría, pese a la seriedad del asunto. Sólo se juzgó con cierto rigor a los dos jesuitas que estaban de visita. Al primero, De Brévedent, porque estuvo taciturno durante toda la comida, y al otro, más colorado que nunca, porque se había adormilado al tercer vaso.