Poncet cruzó una breve mirada con el padre De Brevedent, que parecía como que le hubieran dado un mazazo.
– Vale por lo de criado, si él está de acuerdo -dijo Poncet.
Luego, volviéndose hacia el jesuita, agregó:
– Lo llamaremos… ¿Joseph? ¿Qué dice usted, padre?
De Brevedent miró al suelo.
– Ya que estamos organizando la expedición -dijo Jean-Baptis-te-, tengo un socio que me resulta indispensable. Si pudiera acompañarnos…
– ¡Un hugonote! -exclamo con virulencia el cónsul.
Al oír estas palabras, el padre Versau se levantó de su asiento.
– Señor, me parece que hemos satisfecho todas sus exigencias. No vaya más lejos. No podemos implicar a un emigrante en un asunto relacionado tan estrechamente con el Rey y nuestra Iglesia. Me parece que es bastante fácil de comprender. Así que no se hable más.
Poncet, que ni siquiera había informado al maestro Juremi sobre esta cuestión, no consideró provechoso librar esta batalla, perdida de antemano, y las cosas quedaron así.Antes de que el cónsul acompañara a Poncet hasta el vestíbulo, los compromisos se reiteraron con toda solemnidad. A su regreso se hizo palpable que todos estaban visiblemente satisfechos. El diplomático se unió a aquel concierto de acciones de gracia. Macé, siempre tan realista, hizo la siguiente observación con aire sombrío:
– Ahora sólo hay que convencer a Hadji Ali de que renuncie a viajar con los capuchinos.
Desde lo alto de la escalinata del consulado, Jean-Baptiste respiró profundamente las fragancias de pino que transportaba el aire caliente desde el gran jardín de Esbequieh situado muy cerca de allí. Pero más allá del perfume del oasis, más allá del olor del desierto, le pareció distinguir, en esos vientos llegados de la altiplanicie que jalonaba el río, el aroma a especias e incienso del país de Pount, de aquella costa repleta de hierbas aromáticas que le enviaban a descubrir. Abisinia… Esa tierra que había poblado sus sueños en Venecia, cuando su amigo Barbarigo le contaba las aventuras de João Bermundez, compañero de Cristóbal de Gama, el hijo del gran Vasco, que había corrido en auxilio de los etíopes y salvado a su reino de la invasión musulmana, un siglo atrás. Entonces sólo era un sueño y Jean-Baptiste nunca habría osado hacerlo realidad. Y de repente su buena suerte, en la que creía con tanta firmeza, le proporcionaba el medio para llegar hasta allí. Soñaba con un nuevo mundo. Pero ¿qué mundo podía ser más nuevo que aquel país inaccesible y legendario, no ignorado ni vacío sino muy a! contrario, codiciado y rico por su oro y por su historia?
A Jean-Baptiste, nacido en una época de miserias, en la Francia de la Fronda, sin fortuna y sin estado, no le habían faltado ocasiones para sentir la desgracia y la desesperanza en su propia piel. Sin embargo había decidido de una vez por todas y desde hacía mucho tiempo no ceder jamás ante el infortunio. Tal vez por eso no había imaginado una existencia más alegre ni más apartada de la rutina y las obligaciones que la suya. Pero en el momento en que empezaba a aburrirse en una ciudad que le resultaba demasiado familiar, el destino lo llevaba al país de sus sueños como en un cuento oriental.
Jean-Baptiste descendió lentamente los peldaños de la escalinata, con la cabeza ausente en su nube de sueños. Había pasado muchas veces por delante del jardincito del consulado pero nunca había tenido tiempo suficiente para entrar. Así que se demoró un instante. A la derecha de la corta alameda de gravilla había un parterre de césped con una fuente de piedra en el medio. Se acercó. Observó que detrás del estanque había un arbusto que no conocía. Jean-Baptiste tenía ojos de botánico, incluso cuando estaba absorto en sus pensamientos. Se arrodilló junto al arbusto, examinó su follaje y, arrastrado por el impulso de buscar el nombre en sus libros, y por el de guardar un recuerdo de ese día, sacó de su bolsillo una navaja con mango de madera y empezó a cortar una rama de la planta, no sin antes echar una ojeada a su alrededor para cerciorarse de que nadie lo veía. De pronto su mirada se encontró en el primer piso del consulado con la de la señorita De Maillet. Estaba acodada en el alféizar de la ventana y se quedó tan sorprendida como el joven, pues no imaginó que él levantara la vista hacia ella.
Su buen humor le hizo pensar a Jean-Baptiste que un segundo encuentro en dos días era un buen augurio. Le sonrió. La muchacha aún conservaba las cintas azules, y esa señal familiar le permitió percibir algo más: los rasgos tan delicados de la joven, su nariz regular, pequeña y muy recta, y sobre todo su mirada dulce, límpida, que respondió a su sonrisa sin muestra alguna de seriedad. Sin embargo, tan pronto como dejó al descubierto su dentadura blanca y se encendió su mirada, la joven se retiró de la ventana. Jean-Baptiste se quedó un momento con una rodilla en la hierba, y luego, una vez de pie, esperó a que reapareciera. Pero la ventana seguía vacía, así que volvió poco a poco a la alameda, salió a la calle y regresó a su casa sin darse prisa.
El maravilloso viaje que le habían propuesto se apoderaba otra vez de sus sueños. La aparición de la señorita De Maillet, que el día anterior había sido un motivo de tanta tristeza, ahora le colmaba de alegría. De nuevo todo era posible, pronto volvería a ser un viajero libre y sin ataduras, como en Venecia, Parma o Lisboa. El mero hecho de concebir tal pensamiento le producía placer. No pedía nada más.
8
Alix de Maillet había sido una niña muy fea hasta los catorce años. La criatura, educada en un convento cercano a Chinon desde que sus padres abandonaron Francia, se había acostumbrado a oír desde niña los crueles calificativos que hacían referencia a sus mejillas gordas y coloradas. La habían llamado tapón, retaco mofletudo y otras cosas que había preferido olvidar. Para su consuelo, estos ingratos epítetos contrastaban con un trato indulgente. Era completamente inofensiva y no despertaba celos, de modo que atesoraba cariño a costa de la aversión que despertaba su aspecto. Las primeras etapas de su adolescencia confirmaron aún más esta evidencia, y parecía que su cuerpo se transformaba sin atenuar en absoluto sus desmesuradas proporciones. A los seis años, cuando llegó al colegio era fea. A los catorce, cuando marchó a Egipto, seguía tan fea como siempre. Pero de repente, de forma inexplicable y bastante tarde, la belleza prendió en ella como la erupción que estalla en un rostro inflamado por la fiebre. Las grasas tan poco agraciadas que había acumulado se convirtieron en flujo vital y se estiró. Sus mejillas se volvieron más pálidas; y tanto blanco se mezcló con el tono sonrosado de su piel que su rostro adquirió una tez luminosa y un tacto de satén. Soltó su espeso cabello rubio al que la opacidad de los moños y las trenzas había infundido los reflejos sombreados de la madera de roble. Pero la desgracia quiso que la belleza surgiera cuando la muchacha estaba sola, sin nadie que pudiera apreciarla. Por otra parte, la mirada de sus padres tampoco servía; no tenía ninguna amiga en quien reflejar su imagen, y el espejo por sí solo no decía nada. Sentía que algo estaba cambiando, y poco a poco veía confirmarse su presentimiento. Con todo, dudaba de que aquello no fuera simplemente producto de la terrible soledad en la que estaba inmersa, pues en aquella hermosa casa de El Cairo no veía a nadie; es más, nadie la veía a ella.
Al principio había mantenido correspondencia con algunas amigas de la escuela, pero las cartas no llegaban, o se demoraban tanto que no las esperaba, y al final dejó de escribirlas. Recibió lecciones de piano, pero su vieja profesora se desplomó un día en la calle después de la clase; estuvo otros diez días sin conocimiento y finalmente murió. El padre Gaboriau intentó enseñarle latín, materia que ella conocía mejor que su progenitor pues había sido buena alumna en el convento de las monjas. También intentó enseñarle matemáticas, pero los números no le interesaban, y suplicó a su padre que la dispensara de aquello. A partir de entonces la lectura fue su único refugio. Y afortunadamente la biblioteca del consulado estaba bastante bien surtida. Le gustaban las ciencias naturales, además de las tragedias. Como era de esperar le dieron Telémaco, y las Fábulas de La Fontaine. No obstante descubrió por sí misma novelas que su padre reprobaba, pese a no haberlas leído, así como otras que no escondía demasiado. La princesa de Cléves le abrió las puertas a un mundo que ya no abandonaría jamás. Aunque durante toda su infancia se había empeñado en poner en práctica la experiencia contraria, ahora sabía que no es preciso ser bella para soñar. El angustioso pensamiento que una vez la había llevado a barajar la posibilidad de merecer la felicidad en la vida real sólo le había causado incertidumbre y sufrimiento, así que optó por aferrarse con todas sus fuerzas al mundo de su imaginación, donde siempre había sido la más bella y donde todo enaltecía su persona.