– Pero si no me llevo a ese capuchino, ¿qué otra cosa puedo hacer?
El cónsul volvió a sentarse. El asunto progresaba lentamente.
– En la colonia tenemos un médico franco muy competente.
– Lo ignoraba -dijo Hadji Ali con mucho interés-. ¿Quién es?
– Un droguista. Atiende al pacha en persona.
– Ah, sí, algo de eso he oído -dijo el mercader-. Pero de todas maneras no deja de ser curioso que un franco tenga referencias de los turcos, ¿no le parece?
– ¡Cómo que referencias de los turcos! ¡Y más, qué se cree usted! Yo le recomiendo formalmente a este hombre. Hasta mi mujer se ha curado gracias a sus cuidados.
Hajdi Ali se mostraba dubitativo.
– Los capuchinos me han disuadido de ello -dijo.
– ¿Y se puede saber por qué motivo se han permitido semejante calumnia?-Porque es un impío.
– ¿Conque un impío, eh? -exclamó el señor De Maillet a punto de perder la paciencia-. Para empezar, eso es inexacto. Va a la iglesia. Y además, dígame qué tiene que ver la piedad con todo esto. Si es un buen médico, ¿qué importa lo demás?
– No hay nada que pueda hacerse sin la ayuda de Dios, y menos aún en esta materia -dijo el comerciante, sacudiendo la cabeza.
– ¡Qué ideas tan extrañas! Usted es mahometano, el médico es católico y el Negus vive en la herejía. ¿Cómo pretende usted encontrar a un Dios que eche cuentas de todo eso?
– Dios es Dios -dijo Hadji Ali mientras se besaba los dedos y miraba hacia arriba.
– Bueno, pues llévese al patriarca copto de Alejandría y pídale que haga un milagro -gruñó el cónsul.
El señor De Maillet se daba cuenta perfectamente de que el camellero pretendía llevar la conversación hacia un terreno absurdo, y que si seguía así, al final se vería forzado a defender el ateísmo más repugnante con el único propósito de hacer valer a su candidato. De modo que guardó silencio, y el comerciante se sumió en sus reflexiones un buen rato.
Hajdi Ali no sabía si dar crédito a la historia del correo de Jerusalén. Era un hombre del desierto, y según su cultura, las cosas extraordinarias no son menos verdad, de manera que se cuidaba mucho de provocar todo aquello que de cerca o de lejos pudiera parecerse a cualquier suceso sobrenatural.
En cambio, sí sabía a ciencia cierta que, por una misteriosa razón, el cónsul se empeñaba en convencerle de que dejara a los capuchinos y se llevara al médico franco. Sopesó sus intereses y vio claramente que no estaba del lado de los religiosos pues éstos no le habían prometido nada, es más, hasta parecía que le estuvieran haciendo un favor a él. Por otra parte, su presencia era comprometedora y podía suscitar la desconfianza de los turcos y de los indígenas poderosos que encontraran en su camino. En cambio, con ese médico franco había menos riesgo de que los persiguieran, y si tanto interés tenía su gobierno en que fuera, pondría un precio.
Hadji Ali empezó a gimotear y a lamentarse.
– ¿Se puede saber a qué viene todo eso? -preguntó irritado el cónsul al señor Macé.
– Dice que está pensando en todo el dispendio que le va a suponer cambiar de planes y llevar a otro médico.-Pues sí que estamos bien -suspiró el cónsul.
La discusión duró aún media hora más y el señor De Maillet fue tres veces hacia el cajón del escritorio. Tuvo que pagar por los camellos que habría que cambiar, por los mensajeros que habría que enviar y por los rezos que habría que encomendar. Pero el asunto acabó por resolverse con honestidad y todo el mundo quedó satisfecho.
En cuanto el padre Versau estuvo al corriente del feliz desenlace, anunció que se iría al día siguiente pues debía proseguir su viaje hacia Damas, donde le esperaban otros asuntos. La cena fue rápida y silenciosa. El padre De Brévedent volvió por la noche para recibir las últimas instrucciones de su superior, y los dos jesuítas se reunieron en conciliábulo en el primer piso.
El señor De Maillet se retiró temprano, completamente molido.
No lejos de allí, en uno de los callejones más apartados de la colonia, Jean-Baptiste y el maestro Juremi habían cenado alegremente y vaciado una botella de su mejor vino. A las diez salieron a la terraza. El viento arenoso eclipsaba las estrellas y mantenía un ambiente tibio. En la ciudad árabe resonaban por doquier los tamboriles y los «yuyús», dado que era el final de la estación de las bodas, y los perros contestaban con aullidos.
– No, no -prosiguió el maestro Juremi-, ni hablar de mezclarme en semejante asunto…
– Pero el cónsul no tiene por qué saber nada de esto. No le digo nada, mi criado y yo abandonamos la ciudad y te unes a nosotros más tarde.
El protestante, que sostenía con una mano su vaso de estaño, levantó la otra con autoridad.
– ¡No insistas! ¡Te digo que no!
– ¿Eso quiere decir que vamos a separarnos?
Se habían conocido en Venecia, cinco años atrás. Jean-Baptiste buscaba un maestro de esgrima cuando se topó con aquel granuja gruñón de pelo negro que vivía con identidad falsa desde que había emigrado a Francia. Sus alumnos lo llamaban maestro Juremi.
– Probablemente -dijo el protestante con aire taciturno y volviendo la cabeza hacia otro lado, pues aunque se emocionaba con facilidad, no le gustaba demostrarlo.
Antes de convertirse en maestro de esgrima había desempeñadotodos los oficios y recordaba con nostalgia el poco tiempo en que había trabajado como ayudante de un boticario. No obstante, cuando Jean-Baptiste le enseñó a usar el pesillo y el alambique, optó por renunciar a ganarse el pan con los embates del florete. Se hicieron socios, y juntos huyeron a Levante.
– ¡Es una barbaridad! -exclamó de pronto el protestante, levantándose de su asiento-. ¡Cómo si todo esto fuera culpa mía!
Dio dos zancadas por la terraza y luego se volvió hacia su socio.
– No nos separamos porque me niegue a ir contigo -continuó- sino porque has tomado la decisión tú solo, y creo que un poco precipitadamente.
– ¿No eras tú quien ayer proponía marcharse de El Cairo y partir hacia el Nuevo Mundo? -se defendió Jean-Baptiste.
– Hacia el Nuevo Mundo tal vez, pero no a las órdenes del cónsul. Créeme, si un día fuera hacia las tierras vírgenes, no sería para llevar allí a unos jesuítas.
– Oh, los jesuítas… -exclamó Jean-Baptiste-, un pretexto como otro cualquiera. ¿Crees que me interesa esta misión? Me río de su embajada y de los servicios al Rey. Pero si son tan necios como para proporcionar monturas, pertrechos y armas, ¿debería ser yo más necio aún y rechazar todo lo que me ofrecen?
– No importa, ya te han atrapado.
– ¿Atrapado? Bromeas. No tengo por qué hacer lo que esperan que haga. Si me gusta un sitio, me quedo y basta; pero si me place ir a otro lugar, no me lo pensaré dos veces. Pueden irse al diablo con su embajada. Tengo curiosidad por ver Abisinia, y ése es mi único objetivo. Por lo demás, si me siento bien allí, hasta podría quedarme.
Tras un largo silencio, el maestro Juremi entró en la casa donde ardía una vela, descolgó dos floretes y tomó los petos de cuero sin pronunciar palabra. Desde que se dedicaban a la farmacia, la esgrima se había convertido en una distracción para pasar las noches de verano. Se pusieron en guardia.
– Bueno -dijo Jean-Baptiste antes de blandir el arma-, te conozco, vas a venir.
– No me harás cambiar de opinión -replicó el maestro Juremi-, pero te deseo buen viaje.
En cuanto empezaron a sonar los floretes la tristeza que los atenazaba desapareció conio por ensalmo.
9
Había que preparar minuciosamente la caravana que iba a emprender viaje a Abisinia con Hadji Ali al frente, acompañado de Poncet y su criado Joseph. Para que todo pareciera absolutamente natural y los turcos no sospecharan nada, era imprescindible que el consulado se mantuviera al margen y que Jean-Baptiste fingiera no estar demasiado interesado en el asunto. Así pues, Hadji Ali asumió la responsabilidad de comprar él solo los camellos y las mulas, además de sillas, bridas y arneses para los animales de carga. Se había acordado que el señor De Maillet pagaría los gastos iniciales que el mercader tuviera a bien calcular, lo cual suponía otro pretexto para obtener más beneficios. Con estas ganancias, Hadji Ali compró mercancías, que cargó sobre las bestias con la idea de cambiarlas en Abisinia por oro y algalia, y de este modo doblar sus haberes al regreso.