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La melancolía de su primer encuentro, en el puente de Kalish, dejó paso a la fútil ensoñación del segundo, en la ventana del consulado, y luego a las frecuentes visitas y entrevistas cotidianas. Jean-Baptiste había tenido tiempo suficiente para apreciar con claridad los sentimientos que al principio sólo había podido intuir, y para observar minuciosamente a la joven cuyo nombre ya no olvidaría jamás. La proximidad, lejos de disipar la primera impresión de gracia y de misterio, la había fortalecido, y ahora ya era tan intensa que se había apoderado de sus sueños hasta el punto de añorar a Alix cuando no la veía.

Al margen de la condición social que los separaba y que había tratado de ignorar también, se levantaba ante ellos una barrera insufrible, que no obstante sus ojos franqueaban sin cesar. Jean-Baptiste estaba desamparado.

Este período de preparativos y encuentros cotidianos apenas duró una corta semana, poco propicia para indagar en los sentimientos debido a la confusa excitación originada por el viaje. Por otra parte, ¿aquién iba a confiar sus sentimientos? Al maestro Juremi le repelían las cuestiones amorosas y nunca había sabido dónde acababa la rectitud estrictamente protestante y dónde empezaba la desvergüenza de los hombres de armas. Y aparte de él, Jean-Baptiste, que era el confesor de toda la ciudad, no conocía a nadie capaz de invertir los papeles y escucharle. De repente se sintió el más solo y desgraciado de los hombres; ese pensamiento extraño que lo invadía ahora cuando estaba a punto de emprender un viaje tan vertiginoso, le permitió conocer por primera vez en su vida la paradójica dulzura de compadecerse a sí mismo. La víspera de la partida, a última hora de la tarde, echó a andar hacia la ciudad árabe, dejó atrás dos cortejos nupciales que abandonaban la mezquita de Al Azar y se internó en el jardín de Roda.

Un hombre que se proponía meditar antes de abandonar a sus semejantes no podía encontrar en todo El Cairo un lugar más adecuado como jardín de los Olivos que aquel lugar poblado de sagús ventrudos, grandes mangos de troncos torturados y sobrias acacias. Sin embargo, tan pronto como hubo llegado a aquel paraje solitario, Jean-Baptiste se percató de lo poco predispuesto que estaba para entregarse a la desesperación. Las plantas crasas del jardín emanaban sus perfumes oleosos al aire cálido que ascendía del suelo. Unos viejos jardineros descalzos regaban las plantas jóvenes con aire pensativo y el agua, al correr por la tierra seca, runruneaba lenta y deliciosamente. Los días seguían siendo largos, de modo que todavía podría disfrutar un rato de aquel atardecer bañado en sombras cárdenas. Al final, Jean-Baptiste se sentó en un banco, se rió para sus adentros por haber sido tan estúpido como para consentir que la tristeza lo atormentara y se juró que no volvería a ocurrir.

Entonces intentó considerar la situación con la mayor frialdad posible. Primero sopesó su falta de experiencia, pues aunque hacía mucho tiempo que las mujeres le brindaban gustosamente sus favores, nunca se había sentido afectado por los amores que inspiraba su persona1. Estas pasiones no compartidas no le habían enseñado gran cosa, salvo a eludir los sinsabores que en ocasiones pudieran causar los celos desaforados de ciertos maridos, como uno furioso que le obligó a salir corriendo de Venecia. Por lo demás, desde que vivía en El Cairo, había sido lo bastante sensato como para salir airoso de las trampas que le había tendido alguna que otra otomana bella y fogosa. Un bey que le tenía aprecio, incluso le había propuesto casarse con su hija mayor, con la condición, evidentemente, de que se hiciera turco para la boda,pero Jean-Baptiste había alegado esta obligación para librarse de un asunto que a su modo de ver no guardaba ninguna relación con los sentimientos.

Afortunadamente era bastante lúcido como para no confundir esos juegos y placeres con el amor, y admitía sin reparos que nunca lo había encontrado. Pero ni se afligía ni se arrepentía de ello; era así, simplemente. Ninguna mujer le había despertado jamás esa turbación perdurable, esa captura del pensamiento, o esa esclavitud del corazón y de los sentidos que debía de ser el amor. Se había acostumbrado a ver únicamente el lado bueno de las cosas que le ocurrían, y más bien se alegraba de que la pasión nunca hubiera puesto trabas a su libertad. Tal vez por eso le disgustaba en cierto modo la idea de no poder librarse de la imagen tierna y turbadora de la señorita De Maillet en el momento en que iba a emprender un viaje de tal envergadura.

Un pobre anciano, sentado en la grupa de su borrico, pasó lentamente por el camino. En la quietud silenciosa de la noche, el viejo chascaba la lengua al ritmo quedo de los cascos del animal. El asno llevaba atado al petral una cesta repleta de higos chumbos. Cuando estuvo cerca, Jean-Baptiste le hizo una señal al campesino, le tendió una piastra y obtuvo cuatro higos a cambio. Empezó a pelarlos con una navaja, mientras meditaba sentado en el banco.

Ahora ya no lamentaba haber caído en las redes del amor, pues estaba seguro de que esta vez no podía ser otra cosa. No obstante, la cuestión era qué hacer, pero no se le ocurrían buenas soluciones. Si se quedaba en El Cairo, se expondría a la animosidad del cónsul, que no dudaría en perseguirle u obligarle a exiliarse de nuevo. En ese caso era absurdo imaginar cualquier relación con su hija. Trató de pensar que aquella pobre niña estaba más contenta simplemente porque veía a más gente. Por otra parte ella era hija de un aristócrata y eso no se podía cambiar. Jean-Baptiste estaba convencido de que un hombre como él no tenía ninguna posibilidad, y menos aún si prescindía de la posición efímera que su misión le había conferido. Por otra parte, si se marchaba, quizá no la volviera a ver nunca más. Probablemente fuera la mejor solución. Todo pasa, y las impresiones nuevas del viaje le ayudarían a olvidar los buenos y los malos recuerdos.

Algo le decía sin embargo que podía aunar lo irreconciliable, esto es, no renunciar ni al deseo de conocer Abisinia e ilustrarse ni a la tentación de conquistar a la inaccesible Alix de Maillet, una muchacha que parecía haber sido creada para encontrarle y hacerle feliz.El higo chumbo era jugoso y dulce. Le gustaba el delicioso contraste de las pepitas duras y la carne tierna del fruto, así que tomó otro, pero se pinchó. «Pincha porque es dulce», pensó.

Era una de esas frases sin sentido aparente que a veces surgen en el curso de otra reflexión. Sin duda pretendía decir que el cactus tiene pinchos porque protege su fruto de los animales que pudieran codiciar su dulzura. Pero su mente, dislocada de tanto cavilar sobre el problema que le obsesionaba, captó esa paradoja y la transpuso. Se quedó deslumhrado, como presa de una iluminación. «Eso es -pensó, dejando a un lado los higos chumbos-, eso es exactamente. Entre ella y yo hay tremendos obstáculos que sólo pueden ser superados en circunstancias muy especiales. Si no tuviera que marcharme de El Cairo, nunca la habría visto, nunca me habría acercado a ella y nada habría sido posible. Pero la misión que me han confiado, que sin duda me enfrentará a grandes peligros, puede asegurarme un gran triunfo a cambio. Voy a Abisinia, sano al Negus, vuelvo con la embajada que me piden y la acompaño a Versalles. Luis XIV me otorga un título de nobleza y el cónsul no podrá negarme a su hija. Eso es. Hoy, los higos pinchan, pero mañana, gracias a ellos, saborearé la dulzura.»

El joven se puso de pie y, sin cesar de murmurar, llegó a la salida del jardín a grandes zancadas. En cuanto dio con la clave del asunto, lo demás llegó sin darse cuenta. Así que elaboró espontáneamente un plan de conducta, lo consideró excelente y se prometió llevarlo a cabo.

A partir de ese momento lo vio todo con otros ojos, y muy particularmente la misión que le habían confiado. De entrada se había imaginado, sin entusiasmo, que sólo serviría a los designios del Rey de Francia y del Papa. Pero ahora estaba convencido de que también podía ser el artífice de su felicidad. La cuestión adquiría otro cariz.