10
Cuando el señor Macé preguntó a unos barqueros en Boulac, un puerto fluvial próximo a El Cairo, éstos le indicaron que dos capuchinos remontaban el delta en un viejo falucho. Todavía estaban a tres jornadas de la ciudad, pero la noticia de su llegada precipitó los preparativos, y la partida se fijó para dos días después, un lunes. La víspera, el padre De Brévedent, a quien el señor De Maillet no acababa de ver como criado, le había pedido permiso al cónsul para oficiar personalmente la misa en el consulado. Era imprudente utilizar la capilla principal, donde el servicio dominical reunía a todo bicho viviente de la colonia, así que la misa se celebró en la sala de audiencias, bajo el retrato del Rey. Además de la familia De Maillet al completo, entre los asistentes se encontraban el padre Gaboriau, el señor Macé, el dragomán señor Frisetti y Jean-Baptiste. Como de costumbre, éste no intentó acercarse a Alix, pero cruzó con la muchacha una última mirada en la que ella mostró su alegría.
El cónsul sólo supo apreciar en el comportamiento del médico una total ignorancia de la liturgia más elemental. Este detalle confirmaba, por si fuera necesario, la escandalosa falta de fe del diplomático.
Al término de la ceremonia se sirvió un pequeño refrigerio en el salón contiguo. Después de las congratulaciones, Jean-Baptiste pidió al cónsul una última audiencia en privado.
– Bueno -le espetó el cónsul malhumorado en cuanto estuvieron solos-, y ahora qué pasa…
– Debo informarle -empezó Poncet- que mi socio no puede quedarse en El Cairo en mi ausencia. Él prepara las recetas, según mis instrucciones, y solo no puede hacer nada. De manera que va a marcharse a Alejandría, donde hay un boticario que le reclama desde hace mucho tiempo.
– Muy bien -dijo el señor De Maillet-, pero eso, si no es mucho preguntar, ¿en qué me afecta a mí?
– A eso voy. El arreglo es provisional. Cuando regrese de Abi-sinia…
El cónsul bajó la mirada.
– En fin -prosiguió Jean-Baptiste con voz firme-, el maestro Juremi volverá cuando yo regrese de Abisinia y entonces continuaremos con nuestros asuntos aquí.
– Es una idea excelente.
– Y bien…
– ¿Cómo que y bien?
– Dejamos nuestra casa como está.
– No veo ningún inconveniente. No se mortifique por el alquiler -dijo el cónsul con resignación, que se imaginaba adonde quería ir a parar el médico.
– No se trata de eso. He agregado un año de renta en los gastos.
– ¡Entonces no hay más que hablar!
– Se equivoca -dijo Poncet, que después de haber dado dos vueltas, paso a paso, por la exigua estancia, se topó literalmente con el cónsul y se quedó plantado delante de él, rebasándole con creces-. La casa no tiene importancia, pero su contenido es infinitamente precioso. Allí está todo nuestro material, aunque aún no es gran cosa. Nuestro mayor trabajo ha sido incrementar el número de plantas valiosas, plantas que hemos cruzado con mucha paciencia estos últimos años y que no deben desaparecer.
– Daré órdenes a alguno de mis criados para que las rieguen…
– ¡Para que las rieguen! ¡Sus criados! ¡ Ah, señor qué poco sabe usted de esas cosas! -exclamó Poncet, alzando los ojos al cielo-. ¿Piensa realmente que basta con que una persona cualquiera vierta unas gotas de agua en cualquier momento para mantener con vida un tesoro?
– Sin duda -farfulló el cónsul-, eso creo.
– ¡Pues se equivoca! -sentenció Poncet-. No es así. La gente nos paga precisamente por todo lo que debemos saber sobre ese mundo extraño o infinitamente más complejo que las mayores intrigas humanas. No puede imaginarse cuánta paciencia, intuición y memoria se requiere para cuidar con inteligencia a todos esos seres vegetales, furiosamente hostiles entre sí.Jean-Baptiste, como siempre que hablaba con pasión, hacía grandes gestos con los brazos.
– Una determinada especie, por ejemplo, puede morir si la temperatura aumenta unos grados más de la cuenta. Usted lo sabe, y cree que basta con abrir una ventana. Craso error, porque puede producirse una corriente de aire y al día siguiente a lo mejor está muerta.
Explicaba la cuestión como si se tratara de un genocidio, y el señor De Maillet lo miraba espantado, con los ojos muy abiertos.
– Y otra -continuó Jean-Baptiste con tono de voz que sobresaltó al cónsul- absorbe toda el agua que usted le ponga. Entonces se satura, las hojas se hinchan, se ponen turgentes, hasta el punto de que parece una planta distinta, pero usted sigue echándole una cubeta de agua cada mañana. De pronto entra en un ciclo seco. No hay indicios del cambio, en apariencia, a no ser unas pequeñas señales casi imperceptibles que los botánicos han tardado casi un siglo en descubrir. Y ahí, de un día para otro, un solo vaso sobre las raíces es suficiente para que se pudra por completo. También hay algunas que no pueden estar junto a determinadas especies porque se devoran, se estrangulan, luchan a muerte con toda la fuerza de sus ramas. Se cree…
– Me parece que he comprendido -le interrumpió el cónsul, impaciente por reunirse con los demás-. Así pues, ¿qué necesita para mantener vivas a sus huéspedes?
– Necesito una persona instruida que sepa leer bien, pues lo hemos dejado todo escrito. En nuestra casa tenemos cuadernos con la descripción de cada especie, su emplazamiento, su origen, sus enfermedades, su.alimentación, el riego, cómo respiran… Pero eso no es todo. Hay sabios que no pueden tocar una planta sin ponerla en peligro. Gracias al esfuerzo que nos ha supuesto conocer al vegetal, hoy éste nos conoce por instinto y en cuanto nos ve. Pongamos por caso que Macé se encarga de cuidar nuestra casa. Pues dentro de una semana la habría convertido en una tumba.
– Entonces, ¿quién? -preguntó el cónsul, consternado al darse cuenta de que había descartado a su candidato antes de proponerlo siquiera.
– Ya se lo he dicho, la presencia de algunos humanos favorece el crecimiento de las plantas. Nosotros, los botánicos, acabamos sabiendo quién tendrá sus favores, inexplicablemente. Aquí sólo hay una persona que puede tener ese don de la naturaleza.
– Gracias a Dios que por lo menos hay una -dijo el cónsul, ímpaciente por poner fin a la conversación-. Déme su nombre para ponerla inmediatamente sobre aviso.
– Es la señorita, su hija.
Después de soltar la bomba, Poncet retrocedió dos pasos y esperó. El cónsul estaba desconcertado.
– Mi hija es una persona de abolengo -dijo al fin, con expresión de ofendida dignidad-, y está completamente por encima de semejantes quehaceres.
– Sin embargo, la naturaleza la ha hecho digna de ellos.
– Poco importan aquí los designios de la naturaleza, si la sociedad no lo admite. Quítese esa idea de la cabeza y busque a otro candidato, se lo ruego.
– No lo hay.
– Pues en tal caso ya le daremos una indemnización por sus plantas.
– No es cuestión de dinero -replicó Jean-Baptiste poniéndose muy serio.
Luego se acercó al cónsul y le habló con un tono sosegado.
– Piense que no le pido nada del otro mundo. Mañana mi socio y yo nos habremos ido y la casa quedará vacía. La señorita, su hija, encontrará dos o tres cuadernos escritos en latín en una repisa. Estoy seguro de que posee la gracia necesaria para cuidar las plantas y que tiene la intuición precisa para darles lo que necesitan.
– Veo que sigue insistiendo, pero ya le he dicho que no voy a satisfacer ese capricho. Mi hija no irá.
– En tal caso -exclamó Jean-Baptiste-, yo tampoco iré. Ya encontrará a otro que vaya a husmear las costras del Negus.
– Un poco de respeto, señor. Se trata de un rey.
– Se trata de un rey y de sus costras. Las dejo en sus manos.
Jean-Baptiste se despidió con una reverencia y abrió la puerta.