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Aunque oficialmente estaba registrado como farmacéutico, Poncet ejercía la medicina ilegalmente pues carecía de diploma. A los turcos no les importaba, pero sus compatriotas lo consideraban un individuo sospechoso, sobre todo cuando había médicos titulados, lo que afortunadamente no era el caso en ese momento. Las denuncias ya le habían obligado a abandonar dos ciudades, así que por prudencia solía mantenerse alejado del cónsul, que era el representante de la ley para todas las cuestiones concernientes a los francos.

Cuando estaba a punto de dejar atrás la carroza, con la cabeza encogida entre los hombros y la vista dirigida hacia otro sitio, oyó que alguien lo llamaba imperiosamente en francés:

– ¡Señor, se lo ruego! ¡Señor! ¿Podría decirnos qué pasa?

Jean-Baptiste temía al cónsul, pero al percatarse de que afortunadamente se trataba de una voz femenina se acercó. Una dama sacaba la cabeza por la portezuela, disponiéndose a bajar. Hacía un calor insoportable y la pobre mujer transpiraba a mares; se le había corrido el colorete y el albayalde que se había aplicado en la cara no era más que una nivea capa de grietas. Saltaba a la vista que aquellas estrategias artificiales, destinadas a retrasar el paso de los años, sólo conseguían acelerarlo más. Si el ruinoso maquillaje no le hubiera causado tantos estragos en el rostro, se habría podido contemplar una mujer de cincuenta años, sencilla y sonriente, que aún conservaba parte de su antigua belleza en su mirada azul, pero sobre todo un semblante tímido, tierno y bondadoso.

– ¿Podría decirnos a qué se debe tanto alboroto? ¿Cree usted que corremos algún peligro?

Jean-Baptiste reconoció a la esposa del cónsul, a quien había visto en alguna ocasión en el jardín de la legación.

– Se acaba de producir un incendio, señora, a eso se debe esta aglomeración, pero todo volverá enseguida a la normalidad.

La dama hizo un ademán de alivio, y después de agradecer amablemente sus atenciones al joven volvió a entrar en el carruaje, se acomodó en el asiento y empezó a sacudir de nuevo el abanico. En ese momento Jean-Baptiste advirtió que no estaba sola. Un rayo de luz oblicua se reflejaba en el Kalish, iluminando a la joven que se sentaba enfrente.

No es preciso decir que los defectos de una resaltaban las cualidades de la otra; es más, ambas eran completamente opuestas. El emplasto que abotargaba la piel de la esposa del cónsul contrastaba con la tersura natural de la joven. Y la angustia impaciente de la primera ensalzaba la serenidad inmóvil de la damisela. Jean-Baptiste no habría sabido describir a aquella muchacha que encarnaba la imagen de la belleza, y tal vez por eso sólo pudo captar una impresión general. Únicamente reparó en un detalle absurdo y adorable, unas cintas azules de seda que anudaban las trenzas de su tocado. Jean-Baptiste miró a la joven completamente extrañado y, aunque no le faltaba audacia, estaba tan sorprendido que no pudo hacerse una idea real de su cara. La carroza arrancó bruscamente con un latigazo del cochero, interrumpiendo la muda conversación de sus miradas. Jean-Baptiste se quedó allí plantado en medio del puente, desconcertado y feliz.

«Diablos, nunca había visto nada semejante en El Cairo», se dijo.

Y continuó a paso más lento hasta el barrio franco donde vivía.

2

El cónsul, el señor De Maillet, era un hombre de la pequeña nobleza; había nacido en el este de Francia, donde la estirpe de su exigua familia aún echaba algunas raíces. No se podía decir que los Maillet estuvieran arruinados pues nunca habían poseído gran cosa. Estos nobles de poca monta, rodeados de burgueses emprendedores y campesinos prósperos, se enorgullecían de no hacer nada y eran aún más soberbios porque no tenían nada. Lo único que les impedía hacer comparaciones, y por lo tanto sufrir, era su alcurnia mediocre que transfiguraba sus restantes mediocridades. Siempre habían sabido que la salvación llegaría de arriba. Estaban convencidos de que un día forzosamente ascendería algún miembro de su linaje y de que tal ascenso, aunque fuera de alguien muy lejano, encumbraría a toda la parentela. El milagro se hizo esperar pero se produjo al fin cuando Pontchartrain, emparentado con la madre del señor De Maillet por parte de una prima hermana, fue nombrado ministro y luego canciller del gran Rey, entonces en el cenit de su poder. Es evidente que nadie puede llegar tan alto solo, por muchos méritos propios que tenga. Hay que tener amigos, y muchos, para situarlos, conservarlos y, un día, presionarlos para que actúen. Pontchartrain sabía que los individuos que no son nada pueden resultar muy serviciales cuando se hace algo por ellos. Por eso no se olvidó en absoluto de utilizar a su familia.

En sus años de juventud, piadosos y despreocupados, el señor De Maillet había aprendido muy poco en los libros y menos aún sobre la vida. No obstante, su influyente tío lo sacó de esta especie de vacío y lo colocó en el consulado de El Cairo.

El protegido profesaba a su protector una gratitud febril pues eraconsciente de que no podría hacer nada para pagar una deuda semejante por sí solo. Llegaría sin duda un día fatal en que ese hombre puedelotodo -que incluso era capaz de hundirlo para siempre- le encomendaría una tarea de tal envergadura que no podría llevarla a cabo sin exponerse a algún peligro. Lo malo era que al señor De Maillet no le gustaba el peligro.

El consulado de El Cairo era uno de los destinos más envidiados de todo el Levante porque estaba relativamente alejado de la embajada de Francia en Constantinopla, de quien dependía, y además porque la ciudad de El Cairo no era un puerto de paso, lo que también suponía menos complicaciones. Su función se reducía exclusivamente a gobernar un turbulento tropel de mercaderes y aventureros. Aquellos hombres, arrastrados hasta allí por un cúmulo de circunstancias generalmente fuera de lo común, tenían la osadía de considerar el valor como una virtud, el dinero como una fuerza poderosa, y los años de exilio como un título insigne. No obstante, el cónsul tenía a bien recordarles que el único poder era la ley -que por lo demás no los amparaba demasiado-, y que la única virtud era la ascendencia noble, que no alcanzarían jamás. Pero por encima de todo, y el señor De Pontchartrain había insistido mucho en ello, lo más importante era entenderse lo mejor posible con los turcos. A este respecto, la gran política de Francia -que favorecía, aunque en secreto, la alianza otomana contra el Imperio-, era tan importante como la seguridad cotidiana, y nada tranquilizaba tanto a la nación franca como saber en todo momento que, a una señal del cónsul, los turcos procederían a la expulsión inmediata de los aguafiestas.

A esto hay que añadir que el cónsul no pagaba alquiler, que recibía cuatro mil libras de renta anual, seis mil quinientas libras para el condumio y el personal, y que su posición le daba derecho a disfrutar de una franquicia que le permitía adquirir cien toneladas de vino anuales a dos piastras y media, lo cual le procuraba un beneficio considerable. En prueba de gratitud por estos favores que lo hacían rico, cada mes el señor De Maillet reiteraba los halagos a su protector en las cartas que partían en los barcos de la Compañía de las Indias con escala en Alejandría. El propósito fundamental de estas misivas era el elogio, evidentemente; no obstante, para evitar que tantos cumplidos terminaran cansando a su destinatario o le produjeran animadversión, el cónsul los disimulaba con otros asuntos sacados de la realidad local. De modo que, cuando su discurso estaba bien nutrido, podía adoptar la forma de breves memorias como aquella -su gran orgullo, aunque nunca estuvo seguro del efecto causado- que contemplaba la posibilidad de unir el Mediterráneo y el mar Rojo a través de un canal.