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– Lo demás ya lo sabe -dijo modestamente.

El señor De Maillet, que había lanzado mil exclamaciones de asombro y pavor durante el relato, miraba a aquel hombrecillo esmirriado al tiempo que se preguntaba cómo habría podido sobrevivir a tantas peripecias.

– Mis aventuras -continuó el jesuíta con un semblante más serio- sólo son dignas de interés para explicar mi presencia aquí y el estado en que me he presentado ante usted. Pero aún tenemos que llegar a lo esencial, que no es eso.

– ¡Ah, sí, el mensaje del Rey! -dijo el señor De Maillet.

El padre Versau se incorporó en la silla, entornó lentamente los ojos e infundió cierto aire solemne a la conversación. Por su parte el señor De Maillet lanzó una mirada al retrato, como si de repente descubriera la presencia física del soberano por encima de sus cabezas.

– A decir verdad -dijo el jesuíta-, yo no soy portador de ningún mensaje.

– Usted me había dicho…

El hombre de negro hizo un ademán con la mano. Necesitaba tiempo.

– Entiéndame, me refiero a que no soy portador de ninguna misiva. Nada que el Rey haya escrito ni siquiera dicho directamente. Coincidirá conmigo en que esta precaución es muy acertada. Teniendo en cuenta todas las desventuras que he padecido, lo más prudente era sin duda no llevar conmigo nada por el estilo.

– Estoy de acuerdo -dijo el señor De Maillet.

– Pero si no hay mensaje, seguramente el Rey habrá comentado sus propósitos con su guía espiritual.

– ¿Con su confesor, el padre De La Chaise?El jesuíta cerró los ojos, mientras el señor De Maillet le miraba boquiabierto, como un niño al que le ponen delante un cofre repleto de tesoros.

– Ese bendito -prosiguió el padre Versau-, que como usted sabe pertenece a nuestra Congregación, ha comunicado las intenciones del Rey a un grupo muy restringido de personas de su confianza: la señora De Maintenon, que defiende con tanto celo la causa de la fe en la corte de Versalles, el señor De Pontchartrain, el padre Fleuriau, superior de nuestra Congregación para todos los asuntos relacionados con las escalas de Levante, yo mismo, su adjunto y representante. Y ahora usted…

El señor De Maillet inclinó la cabeza para dar prueba de que estaba dispuesto a acatar la voluntad de los poderosos, y de paso para disimular las lágrimas de gratitud que asomaban a sus ojos.

– El asunto se puede resumir en pocas palabras. Usted conoce la lucha que la Cristiandad libra hoy contra sus enemigos. De momento ya hemos controlado a los turcos, pero la reconquista debe continuar. Y así se hará. Sin embargo, los mayores peligros se han gestado precisamente en el seno de aquellos que pretenden vivir en Cristo. La infame Reforma ha intentado minar desde dentro la propia obra de Dios. El Rey ha luchado contra ella en todas partes. En Francia, revocando los tratados de capitulación firmados en el pasado con los hugonotes; y en el resto de Europa, afrontando, a riesgo de su corona, la conjura de los príncipes protestantes enarbolada por Guillermo de Orange, un traidor. Pero esta lucha ya no es la de antaño, cuando el mundo se reducía al Mediterráneo y a su perímetro. Hoy todo el universo está involucrado en la contienda. Debemos llevar el mensaje de Cristo a las tierras conocidas y granjearnos a los infieles; pero también a las tierras desconocidas, a esos nuevos mundos que han emergido en el curso de los dos últimos siglos y que son, ante todo, nuevos escenarios de contienda para la Cristiandad: las Américas, las Indias, la China y el Extremo Oriente. Una y otra vez nos enfrentamos a los mismos desafíos. Por una parte, la resistencia de los pueblos que viven al margen de la verdadera fe, ajenos al vacío y al peligro mortal que supone esa carencia para la eternidad. Y por otra, la rivalidad de esta supuesta Reforma, que sólo es un intento diabólico para alejar del Evangelio verdadero a unos pobres ignorantes.

El señor De Maillet asentía de vez en cuando con la cabeza para indicar que seguía la conversación. A decir verdad, le fascinaba la elocuencia del hombrecillo, sobre todo porque se había desencadenado de repente, desde el momento en que el discurso empezó a derivar hacia las cuestiones políticas y religiosas.

– El Rey de Francia ha aprendido mucho durante su largo reinado -siguió diciendo el hombre de la Iglesia-. Sabe abstraer las contingencias que jalonan la Historia. Distingue claramente, su confesor está maravillado por ello, el sentido profundo de esta contienda y la justificación de su poder. La lucha universal entre las fuerzas de la fe verdadera y los que están sumergidos en las tinieblas le ocupa por completo y está firmemente decidido a capitanearla hasta el final. De estos innumerables combates, unos urgen más que otros. Con el imperio turco, ya le he dicho que todo es cuestión de tiempo. Estamos presentes, prestamos nuestra ayuda a los pocos cristianos que aquí mantienen encendida la llama de la devoción, de modo que cuando el edificio otomano se resquebraje, penetraremos por sus propias fisuras. Pero el momento aún no ha llegado. Por el contrario, cerca de aquí hay un país que nos llama, un gran país que la Historia y su sorprendente geografía montañosa han mantenido lejos de nosotros, un país que está en las sombras aunque me atrevería a decir que por muy poco tiempo pues sólo pide recibirnos. Es una tierra que la cristiandad ganó en su día, pero donde la fe, mal cultivada, ha crecido en una dirección equivocada…

– ¡Abisinia! -exclamó el señor De Maillet como hipnotizado. -Sí, Abisinia, esa tierra casi desconocida y casi convertida; esa tierra que ha engullido hasta la fecha a todos aquellos que han intentado internarse en ella, y que aun así nos llama.

El jesuita se echó hacia delante, mientras tendía la mano al señor De Maillet por encima de la mesa donde se dibujaban los relieves de la comida dispuesta en platos de estaño, para decirle:

– Es preciso que el Rey de Francia pueda añadir a su gloria la hazaña de llevar de nuevo esa tierra a la Iglesia. Su Majestad le encomienda a usted una embajada allí.

3

Jean-Baptiste Poncet y el maestro Juremi, asociados en el oficio de boticarios, compartían una casa que hacía las veces de laboratorio en el lugar más alejado de la colonia franca, en una callejuela apartada que resultaba idónea para hacer su trabajo con discreción.

– ¡Hola! -exclamó Jean-Baptiste, empujando la puerta de entrada de aquella residencia de solteros sumida en el más completo desorden-. ¿Estás ahí, viejo brujo?

Desde la parte alta de la casa llegó un gruñido. Lanzó sobre el respaldo de una silla el jubón que aún llevaba en la mano y subió a reunirse con su amigo.

En el piso de arriba había una terraza de cierta amplitud que daba a un patio cerrado. Las demás ventanas estaban con las persianas echadas y otras habían sido tapiadas. Poncet se encontró con el protestante de pie, acodado en la balaustrada, con la mirada perdida en el vacío y un florete en la mano.

– ¿Qué haces aquí con ese chisme?

– Acabo de matar al cónsul -dijo el maestro Juremi.

– ¿De veras?

Jean-Baptiste conocía demasiado a su compadre para dejarse impresionar.

– Ya lo creo. Lo he matado doce veces. ¿Quieres verlo? Mira.

El hombretón se puso en guardia e hizo como que se batía con un adversario que reculaba rápidamente. Cuando llegó a la pared, atacó con el arma y lanzó un gemido, como si le costara atravesar aquel cuerpo imaginario. La punta del florete se hundió en la pared, y al sacarla se desprendió una placa de yeso que dejó al descubierto las entrañas rojas de dos ladrillos.-¡Bravo! -dijo Jean-Baptiste, aplaudiendo-. Se lo merecía. ¿Te sientes mejor ahora?