Выбрать главу

La mujer y la hija del diplomático, que regresaban en aquel momento de su peregrinación al convento de las salesas, se precipitaron a todo correr junto al pobre desgraciado.

La señora De Maillet salía muy de vez en cuando de su casa, donde disfrutaba del privilegio de tener una sala para ella sola; la dama había acondicionado un rincón como oratorio, y en los otros había dejado algunas labores de costura y tapices a los que se dedicaba alternativamente. Por lo demás, profesaba tal culto a su marido que alimentaba aún más su pesimismo, sobre todo porque la pobre mujer tomaba por horrendos peligros las insignificantes preocupaciones habituales de la vida consular. La culpa era del señor De Maillet, que al comunicárselas las exageraba hasta el extremo de aterrorizarla, así que la dama tenía el presentimiento de que todo aquello acabaría fulminándolo cualquier día. Hacía mucho tiempo que se preparaba para enfrentarse a esa contingencia, sin haber pensado nunca qué haría en tal situación, de modo que ahora no se le ocurría nada mejor que gimotear. Su hija manifestó un poco más de serenidad y desató con sus finos dedos la gorguera de encaje que estrangulaba el cuello de su padre.

El señor Macé se sumó al grupo y al ver en qué estado se hallaba el cónsul propuso llamar a un médico. Las dos mujeres aprobaron la idea.-Sí, pero ¿a quién? -preguntó tímidamente la señorita De Maillet.

– ¿Plaquet…? -se apresuró a proponer en voz baja el señor Macé.

El cónsul se negó en redondo.

– ¡Ni pensarlo!

Un instante después ya estaba sentado y aseguraba que se había repuesto.

El solo hecho de pronunciar aquel nombre tuvo un efecto casi milagroso. El doctor Plaquet era un viejo cirujano de la Marina que había ido a parar a El Cairo por su amor a una actriz. Y cuando la dama murió, el cirujano decidió quedarse allí a pesar de todo. Desde la desaparición, cuatro años atrás, del último médico digno de llevar tal nombre en la colonia franca de El Cairo, Plaquet era el único médico oficial. Pero las nociones que tenía del arte de la medicina eran tan antiguas y las ponía en práctica con tanta brutalidad, que nadie osaba ponerse en sus manos. Ante la aterradora amenaza de verlo aparecer, la colonia francesa había optado por contener sus enfermedades, como se contiene la respiración, confiando en no asfixiarse. Con el tiempo, los mercaderes y la gente sencilla habían recurrido gradualmente a otros individuos: charlatanes judíos y turcos, y otros droguistas, de los que Jean-Baptiste Poncet era el de más renombre. No obstante, el cónsul había prohibido expresamente pedir consulta a tales sujetos, porque trabajaban al margen de la ley. El diplomático estaba obligado a dar ejemplo y confiaba en evitar a los médicos durante los años que aún estuviera en Egipto. Por otro lado, en caso de necesidad, si el asunto era realmente grave, mandaría que lo llevaran a Constantinopla.

¡Pero Plaquet, jamás!

Todos los presentes se alegraron de la rapidez con que el cónsul se había reestablecido. El ambiente se fue distendiendo y la señora De Maillet mandó servir café.

Al poco rato, los cuatro se encontraban sentados en los sillones, formando un corrillo, con una taza en la mano.

– No es nada -dijo el cónsul-. El almuerzo… un poco pesado seguramente. Habrá sido el vino… con este clima.

¿Qué otra cosa podía decir? No podía desvelar a aquellas cotillas el enorme secreto que acababan de confiarle. Tal vez a Macé. Sí, Macé sería su confidente. Aquel asunto le exigiría una buena dosis de acción en los próximos días. Necesitaba la ayuda de alguien. El jesuíta lo comprendería. Además, Macé era un hombre de confianza, muy sumiso, aunque al cónsul no le gustaban demasiado los modales que exhibía para hablar con su hija. Un minuto antes, por ejemplo, se había percatado de que ambos se habían girado a la vez, uno hacia el otro, con la taza de café en la mano. La pobre criatura no veía nada malo en ello, pero él habría jurado que su secretario la miraba con más insistencia de lo que debiera. «Me gustaría que pusieran fin inmediatamente a tales frivolidades», se dijo el señor De Maillet para sus adentros.

El señor Macé era el único hombre joven que se admitía, si no en la intimidad, sí al menos cerca de la señorita De Maillet. Aunque era muy feo para su gusto y dejaba a su paso un indiscreto olor a suciedad, a la joven, dado el aislamiento en que vivía, le gustaba conversar con aquel ser diferente que la escuchaba con tanta gentileza. En cuanto al señor Macé, había elegido su carrera de una vez por todas y no concebía complicarse la existencia cortejando a la hija del hombre de quien dependía. Sin embargo, en las escasas ocasiones en que coincidía con la señorita De Maillet, el secretario siempre se sentía como extasiado ante tanta belleza, gracia y juventud. La miraba con tanta intensidad, a pesar suyo, que la joven parecía encantada, sin poder evitarlo por su parte. No obstante, a los ojos de su padre aquello era equiparable más o menos a la premonición de un crimen.

– Haced el favor de dejarme a solas con el señor Macé -exclamó el cónsul con semblante severo.

Cuando las dos mujeres se hubieron retirado, el cónsul empezó a deambular por la sala, mientras Macé aguardaba en silencio, sentado en la silla que su superior le había ofrecido.

– Macé, podría hacerle algún que otro comentario a propósito de su conducta -dijo el señor De Maillet con sorna-, pero ahora no es el momento. Es preciso (se lo digo bien claro, es preciso, lo cual no significa forzosamente que se lo merezca), es preciso repito que le haga partícipe de un secreto político de mucho peso. Espero que sea digno de oír mis palabras, porque de lo contrario no habrá lugar en el mundo donde pueda escapar de la venganza de aquel a quien haya traicionado.

Y diciendo esto, apuntó con el índice hacia el retrato del soberano. El joven, que estaba sentado, hizo tal reverencia en señal de sumisión que a punto estuvo de tocarse las rodillas con la nariz.

4

– El Rey -empezó solemnemente el señor De Maillet-, por razones que no me corresponde confiarle, desea enviar una embajada a Etiopía.

– Su Excelencia redactó un despacho a ese respecto el año pasado -dijo el señor Macé.

– Justamente. Mi pariente, el ministro, me consultó en su día acerca del modo de penetrar en aquel país, tal vez porque en Versalles ya debían de estar considerando el asunto. ¿Se acuerda usted de mis conclusiones?

– Perfectamente. Hay dos vías: una marítima, por Djedda y la costa, y la otra terrestre, por el reino musulmán de Senaar y las montañas.

– Su memoria es excelente, Macé. Recordará también lo que añadía a propósito de ambas vías. Por mar, el acceso al país está controlado por un bárbaro musulmán aliado de los turcos cuya única función es cerciorarse de que ningún cristiano blanco, y católico en particular, se interne en su territorio. Nadie ha conseguido franquear tal obstáculo desde hace cincuenta años. Como ya debe saber, los últimos sacerdotes que lo intentaron fueron ahorcados y sus coronillas enviadas en un paquete al emperador de Etiopía, que había ordenado su muerte.

El señor Macé hizo una mueca de aversión y sacó un pañuelito de encaje con el que se tapó un momento la nariz.

– Por tierra -continuó el cónsul- hacemos la misma lamentable constatación. Los pocos viajeros europeos que se han internado en el país para conocer al Negus han sido retenidos como prisioneros en su corte hasta su muerte, aunque lo más frecuente es que la multitud los lapide en cuanto se descubre que son católicos.-Todo eso es obra de los jesuítas -dijo el señor Macé con tristeza.

– ¡Cállese! -replicó el cónsul palideciendo.

Se acercó a la puerta y la entreabrió para ver si alguien se había apostado detrás.

– Usted sabe sin embargo que el hombre que ha visto aquí es uno de ellos. Y sin duda es alguien próximo al confesor del Rey.