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– Teniendo en cuenta -comenzó a decir el señor De Maillet- la diferencia de poder entre nuestro Rey Muy Cristiano y ese monarca, que después de todo no deja de ser un indígena coronado, sería conveniente para Su Majestad Luis XIV fingir que no solicita nada. Uno nunca está seguro con esa gente. Piense en la ofensa que supondría para Su Majestad si su embajada fuera apresada, como ocurrió el siglo pasado con la de los portugueses. Pedro de Covilham, el hombre que la encabezaba, estuvo retenido en aquellas tierras más de cuarenta años, y lo cierto es que murió allí. De manera que si bien la categoría de la persona que nos envíen es de la mayor importancia, la de nuestro mensajero no lo es tanto.

– Su razonamiento es muy acertado -dijo el jesuita-. Habíamos pensado que si nosotros enviábamos una auténtica embajada, alentaríamos al soberano abisinio a mandar otra desde su país. Pero si usted dispone de otros medios para llegar al mismo fin…Conversaban en un balcón minúsculo que realzaba la amplia estancia destinada al padre Versau en el primer piso. Desde allí se divisaba la calle principal, que era también el centro neurálgico de la colonia franca. Así pues, todos cuantos pasaban frente al consulado se descubrían respetuosamente al ver al señor De Maillet.

– Me parece -dijo con atrevimiento el cónsul- que la mejor manera de conseguir nuestro objetivo es sacar el mayor partido posible de las relaciones que Etiopía mantiene con nuestro país.

– ¿Cuál es la naturaleza de tales relaciones?

– Son de dos tipos. De vez en cuando el Emperador envía un mensajero al patriarca copto de Alejandría para pedirle que nombre a un abuna. Manda la tradición que el jefe de la Iglesia etíope, conocido como el abuna, sea un copto egipcio enviado a tal efecto. Pero no podemos depositar nuestras esperanzas en esta eventualidad, pues es demasiado imprevisible, además de poco probable.

– ¿Y la otra posibilidad?

– La otra posibilidad son los mercaderes. Algunos años llega aquí una caravana procedente de Abisinia para intercambiar sus productos en El Cairo y a lo largo de su trayecto.

– Creía que el Negus estaba en guerra con los musulmanes…

– Padre, también nosotros lo estamos con los turcos y sin embargo nos hallamos en este balcón, charlando tranquilamente. A veces no estaría de más que los individuos aprendieran de la prudencia de que hacen gala los estados para tratar los asuntos con sus vecinos. Hay lazos que no se rompen jamás.

El señor De Maillet dijo estas últimas frases con un ademán de cortesía para disimular la inmensa satisfacción que a veces le inspiraba su propia persona.

– Excelencia -dijo el jesuíta con una leve sonrisa para confirmarle que confiaba plenamente en él-, me encomiendo a vuestro consejo para encontrar una solución que sirva a la causa del Rey.

El cónsul inclinó la cabeza, henchido de una soberbia humildad.

El señor Macé regresó hacia las cinco e irrumpió en la residencia del cónsul tal cual estaba, empapado, con los cabellos aplastados por el sudor, con grumos de colorete en las mejillas, y sin molestarse apenas en esbozar una excusa.

– Ya lo decía yo -dijo fuera de sí.-¿El mercader?

– Hadji Ali en persona.

Poco a poco iba recuperando la respiración, con una mano en el pecho.

– He hecho indagaciones por toda la ciudad. Todos creían que se había ido, pero la suerte estaba de mi parte. Uno de mis confidentes lo vio ayer.

– ¿Dónde está? -preguntó el cónsul circunspecto.

– Espera en el rellano. Excelencia, permítame explicarle…

Conforme iba recuperando el aliento, volvía a obrar con la formalidad que exigen las conveniencias sociales, lo cual era mejor para todos. El señor De Maillet no aceptaba de buen grado la familiaridad, cualesquiera que fueran las razones.

– Es un tramoyista -continuó el señor Macé-. Un bribón. No quería saber nada de Abisinia. He tenido que prometerle…

– Qué, diga…

– Cien escudos.

El cónsul hizo un aspaviento.

– ¡Cómo ha podido!…

– Por esa suma, hablará.

– ¿Y qué es eso tan importante que vale cien escudos?

– Excelencia, le pido por Dios que honre mi compromiso. Si no soy hombre muerto.

– Está bien, pagaré. Pero ¿qué ha dicho?

– Todavía nada.

– ¡Se burla de mí! -exclamó el señor De Maillet, que parecía dispuesto a dejarle plantado.

– Excelencia, permítame. Hablará. Va a decirle lo que necesita el Negus.

El señor De Maillet titubeó un momento antes de tomar una decisión.

– Y bien -dijo al fin con brusquedad-, ¿a qué espera para hacerlo pasar?

Hadji Ali era uno de esos hombres de los que resulta imposible precisar su origen. Era extremadamente delgado, a juzgar por las manos huesudas y las mejillas hundidas. Tenía rasgos finos, nariz aguileña, párpados abultados y una tez cobriza que le otorgaba el privilegio de parecer yemenita en Yemen, árabe en Egipto, abisinio en Etiopía e indio en la India. Incluso se le podía confundir con un europeo curtido por el trópico. No obstante, en esta ocasión vestía la túnica azul de los árabes, calzaba babuchas verdes y lucía un aro en la oreja derecha. Tomó la mano del cónsul entre las suyas, hizo primero una suerte de triple reverencia, luego se llevó la mano derecha al corazón y, para acabar, se besó los dedos.

Con el tiempo, el señor De Maillet se había acostumbrado a condescender con estos formalismos recargados, pese a considerarlos lamentables zalamerías. Una vez concluido aquel interminable saludo, indicó a su invitado una banqueta baja en la que éste se sentó, cruzando las piernas.

La conversación se inició lentamente, y el señor Macé empezó a traducir. Hadji Ali elogió la decoración del consulado, la apostura del Rey a la vista del retrato, el sabor refrescante del jarabe de flores de hibiscus que le habían servido, y para terminar comentó con melancolía que el sedentario, por muchas riquezas que tenga, nunca sabrá lo que es gozar de la compañía conmovedora de las estrellas, en las alturas, mientras duerme. El señor De Maillet se avino cortésmente a esta opinión, y eso fue todo.

El señor Macé hizo una señal al cónsul. Éste fue hacia el escritorio en busca de una bolsa de cuero con la suma que le había prometido y se la entregó al caravanero, quien la hizo desaparecer casi como por arte de magia. Acto seguido, Hadji Ali empezó a hablar del Negus. Le dijo que el Emperador se llamaba Yesu, que era el primero con ese nombre, y que tenía unos cuarenta años. Añadió que se trataba de un gran guerrero, y que si bien en la actualidad su reino vivía en paz, había librado numerosos combates.

– Los etíopes no necesitan nada -dijo Hadji Ali, adelantándose a una pregunta que el señor Macé había pensado hacer-. Aquel país abastece a sus habitantes de todo cuanto necesitan.

– No obstante, según he podido saber -dijo el cónsul con delicadeza-, el Emperador le ha encargado ciertas cosas de Egipto…

Hadji Ah fue parco en su respuesta.

– «Nada de cosas» -tradujo literalmente el señor Macé, que consideró oportuno intervenir.

– ¿Cómo que «nada de cosas»? Entonces, ¿qué? -replicó el cónsul.

– Yo no sé nada, Excelencia. Tal vez animales.

– Pregúnteselo.

El señor Macé tradujo la pregunta, y el mercader se echó a reír a mandíbula batiente. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes rotos y negros empastados de oro, lo cual resultaba bastante repugnante. El cónsul estaba impaciente. Poco a poco, Hadji Ali fue serenándose y se secó los ojos.

– ¿Puede explicarnos a que se debe tanto regocijo?

– Al parecer se debe a su pregunta -contestó el señor Macé.

– Yo estoy diciendo «No quiere cosas», y a usted se le ocurre decir «Animales». ¡Es muy divertido! -dijo entre hipidos Hadji Ali, sin dejar de reírse.

– Querido amigo -dijo el señor De Maillet irritado-, a mí también me parece divertido. Ahora bien, si no son cosas ni tampoco son animales, me gustaría saber, ya que usted se ha comprometido a decírnoslo, qué le ha pedido.