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Mi misión de esta mañana es poco menos que imposible, y resulta casi seguro que será una pérdida de tiempo, pero no tengo más remedio que cumplirla si quiero poner todos los puntos sobre las íes y todas las tildes sobre las tes.

Entro en el aparcamiento de un centro comercial de Palm Avenue, y meto el coche en uno de los puestos de estacionamiento que dan a la calle. El objeto de mi atención es un pequeño y maltrecho edificio comercial situado en la acera de enfrente. La fachada delantera da a Palm, y la trasera a un callejón.

Desde detrás del volante del Leaping Lena, veo el pequeño estacionamiento situado al otro lado de la tienda de fotocopias. Junto a la puerta trasera de hierro del edificio hay tres espacios para que los empleados estacionen. Un callejón cruza la manzana y sale a la siguiente calle lateral. En el callejón hay un gran contenedor atravesado. Uno de sus ángulos asoma, obstaculizando el paso. El contenedor está rodeado de basura. Parece que los vecinos de la zona tienen mala puntería. La tienda de fotocopias es el universo de Zolanda Suade.

Se trata de uno de esos sitios con máquinas que escupen copias como confeti en una fiesta y en los que, por un precio módico, puede alquilarse también un buzón privado. Es una curiosa forma de pluriempleo para una mujer que tiene su propia versión del programa de protección de testigos.

Estoy sorbiendo café de una taza de papel, retrepado en el asiento del conductor, sintiéndome como un idiota por hacer siquiera este intento. Por todo lo que he oído, los términos «racional» y «objetivo» son de muy escasa aplicación en todo lo referente a Zo Suade.

Sin embargo, ésa es una de las cosas que uno aprende durante la práctica del derecho: si no preguntas, siempre habrá un juez que te mirará a los ojos y querrá saber por qué no preguntaste. Tal vez Suade sea la feminista más virulenta y que más odia a los hombres de todo el continente, pero si la llevo ante un tribunal sin haber tratado de razonar antes con ella, sin duda tendré que darle explicaciones a su abogado, y me encontraré a la defensiva: «¿Por qué no tuvo usted la mínima cortesía de preguntar primero, antes de solicitar que la citasen ante el tribunal?»

Hay algunos peatones por la calle, y coches que pasan raudos por Palm. Un vagabundo cubierto de harapos empuja el carrito de supermercado en el que van sus posesiones en dirección a la calle situada al costado de la tienda de fotocopias. El tipo no se da demasiada prisa, y no parece tener más meta que dejar libre un espacio para ocupar otro. Vive en ese universo en el que deambular de un lado para otro constituye el único trabajo.

El vagabundo está cruzando la entrada del estacionamiento situado junto a la tienda de Suade, moviéndose a velocidad de tortuga, cuando de pronto, como surgiendo de la nada, aparece un enorme coche oscuro que se desvía de Palm a toda velocidad y enfila la rampa de acceso.

El conductor ni siquiera intenta frenar; en los pilotos traseros no brilla el más mínimo destello rojo. El coche casi arrolla al vagabundo, y éste sólo se salva apartándose en el último instante.

El vehículo lo separa de sus pertenencias. Un golpe de refilón lanza el carrito de costado en una dirección, y al hombre braceando en la dirección contraria.

Varias bolsas de plástico llenas de tesoros privados se desparraman por el pavimento. El tipo desaparece y, por un instante, me pregunto si estará debajo del coche. Luego escucho una voz alcohólica procedente del otro lado.

– ¿Qué pretendes? ¿Matarme?

– Cállate la boca. -La voz es firme, y surge con claridad cristalina por la semibajada ventanilla del conductor. La mujer que va al volante mete el vehículo en el estacionamiento situado detrás de la tienda.

Por un momento, todo permanece inmóvil, como en una foto fija. El coche detenido en su puesto, el hombre tumbado en la acera, sus pertenencias esparcidas por el pavimento. La imagen parece salida de una pintura de una galería posmoderna: Caos congelado.

La ilusión sólo dura un instante, y se rompe por el movimiento de la portezuela del conductor al abrirse. La mujer sale del vehículo, cierra de golpe y se dirige a la parte posterior del coche. No se percibe ni una ligera sombra de vacilación, nada de remordimientos ni compasión, ninguna preocupación porque el hombre pueda estar herido o agonizando. El tipo, a fin de cuentas, aún es capaz de arrastrarse.

La mujer parece salida de las páginas de Vogue. Lleva un sombrero de ala ancha: la señora de la hacienda. Sus pantalones negros son tan ceñidos como los de un torero. Una chaquetilla entallada le cubre el amplio pecho. Cuando mira por encima del maletero del coche es la viva imagen del matador, sólo que sin estoque.

Inspecciona el cuadro del que es responsable. Su figura es apetitosa: curvas en todos los lugares indicados. Sus joyas, pendientes y una pulsera, todo de oro, relucen al sol. Desde la distancia a que me encuentro no me es posible discernir su edad, pero desde luego la mujer parece hallarse en una forma excelente.

El hombre está ahora a gatas, furioso, mascullando palabrotas. Le cuesta ponerse en pie. Lo que he presenciado es lo más parecido a un atropello con fuga que he visto en mi vida.

El vagabundo sigue a gatas. Masculla palabras ininteligibles, débiles intentos de insultar, pero nada que pueda ser definido como amenazador, salvo quizá para la demente imaginación saturada de alcohol de otro borracho.

Deja de gatear el tiempo suficiente para alzar una mano, con un dedo tieso para enfatizar los insultos. Sus movimientos no están sincronizados con sus palabras. La descoordinación del whisky barato.

La mano de la mujer se encuentra ahora en las profundidades del bolso que lleva colgado de un hombro, y se queda allí. Yo me pregunto qué llevará dentro.

El vagabundo no deja de mascullar denuestos. La palabra «puta» se repite una y otra vez. Es lo único que alcanzo a comprender.

– Vamos. Levanta. No te pasa nada -dice la mujer.

Su actitud es inexorable, retadora. Le indica al tipo que se levante con un movimiento de los dedos de la mano libre, la que no se halla hundida en las profundidades del bolso.

El vagabundo se esfuerza en levantarse.

– Eso. Muy bien. Levanta. Ven a darme patadas en el culo. Eres un hombre. Puedes hacerlo.

El tipo está en pie, temblando, inseguro, un tambaleante surtidor de epítetos estropajosamente mascullados. El momento de la verdad. El codo de la mujer comienza a doblarse.

Ocurre en un abrir y cerrar de ojos, un súbito instante de sobriedad. Las palabrotas cesan de brotar, lo cual demuestra que hasta para un cerebro embotado por el alcohol existen las experiencias cercanas a la muerte. De pronto, las piernas dejan de sostenerlo. Vuelve a caer sentado sobre el suelo, a diez metros de ella. El vagabundo parece desconcertado. Da la sensación de que se está preguntando cómo ha llegado hasta allí.

Ella menea la cabeza, más decepcionada que desdeñosa. Luego rebusca en el bolso y saca unas llaves. Desentendiéndose del vagabundo, se dirige a grandes zancadas hasta la puerta posterior del edificio. Como un carcelero, abre primero las rejas de acero y luego la puerta de madera que hay tras ellas. Un instante más tarde, la infernal señorita desaparece entre las sombras del interior de su tienda.

Si me cabía alguna duda acerca de la identidad de la mujer, la incertidumbre la disipan las placas de su coche: letras azules sobre fondo blanco. La palabra «Zoland». No es tanto un lugar como un estado mental, una actitud tan sombría como el atuendo de la propietaria del automóvil.

Me digo que no tiene sentido esperar. Abórdala mientras le dura la euforia. Dejo la taza de papel en el suelo del coche, me apeo y cierro de golpe la portezuela del Jeep. Mientras camino, voy cavilando. ¿Llevaba la mujer un arma en el bolso? ¿Habría sido capaz de usarla? Nunca lo sabré. Quizá si hubiera tenido oportunidad de pegarle un tiro al borracho, habría estado lo bastante eufórica como para informarme a mí del paradero de Amanda Hale. Es posible.