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Camino por la calle lateral, doblo la esquina y me dirijo a la puerta principal del edificio. Lo hago sin prisa, dándole tiempo a Zo para que abra el local. Cuando llego a la puerta, ésta sigue cerrada. Las luces del interior están apagadas, aunque la veo a ella moverse entre las sombras del otro lado del mostrador.

Parece estar examinando la correspondencia, abriendo sobres. Golpeo el cristal y ella alza la vista.

– Está cerrado. -No me hace ni caso. Su mirada vuelve a la correspondencia.

– El letrero dice que está abierto -grito a través de la puerta, en la que se indica el horario: «De 8 a 17 h.» Son cerca de las nueve de la mañana. Señalo mi reloj y luego el letrero de la puerta.

– Le he dicho que está cerrado.

Golpeo de nuevo.

Ella me mira, esta vez con auténtica irritación. Me estudia. Luego echa mano al bolso que está sobre el mostrador. Se lo cuelga del hombro y hunde una mano en su interior.

Exasperada, rodea el mostrador, hace girar la llave por dentro, y entreabre la puerta. Ésta sigue asegurada por la cadena.

– ¿Es que no entiende lo que significa «cerrado»? -pregunta. Su mano sigue enterrada en el negro interior de su bolso. Sospecho que en estos momentos estoy viviendo mucho más peligrosamente de lo que nunca he pretendido.

Meto una tarjeta de visita por el resquicio de la puerta.

– Podría decirle que represento al hombre al que ha estado usted a punto de atropellar, pero no sería cierto. -Le dedico la mejor de mis sonrisas.

Ella mira mi tarjeta.

– ¿Qué quiere?

– Hablar con usted.

– ¿De qué?

– Prefiero no decírselo aquí en la calle.

– Pues ahí se va a quedar -me dice ella-. ¿A qué energúmeno maltratador de niños representa usted?

– A ninguno. Sólo deseo cierta información.

– Vuelva en otro momento. O, mejor aún, no vuelva por aquí.

Hace intención de cerrar la puerta.

– Es posible que tengamos algo en común -digo.

– ¿El qué?

– Bailey -le digo. La palabra la deja paralizada. La puerta sigue entreabierta. Suade me estudia, tratando de recordarme, de reconocerme, pero no lo logra. Luego vacila por un instante. Indecisión. ¿Qué hacer? Una mano sigue en las profundidades del bolso, la otra sobre el tirador de la puerta.

– ¿Qué sabe usted de Bailey?

– Sé que era su hijo.

– Cualquiera puede haberle dicho el nombre de mi hijo.

– Sé que murió en circunstancias sospechosas, probablemente como consecuencia de los malos tratos que le infirió su ex marido. -La prensa nunca informó de esto, aunque Zo, en su momento, lo gritó a voz en cuello ante el tribunal. Susan me ha contado el resto de la historia.

– Probablemente, no: seguro -dice Suade.

Al marido nunca lo condenaron, pero tengo la sensación de que éste no es el momento adecuado para hacer tal puntualización.

– Quiero evitar que algo así suceda de nuevo -le digo. Las palabras resultan mágicas, como un ábrete sésamo. Ella me mira, pensativa, por un largo momento. Su expresión viene a decir: «Qué demonios. Hablar no cuesta nada.» Alza la mano y suelta la cadena.

– Pase.

Soy consciente de que si le digo por qué estoy aquí, si menciono el nombre de Jonah, nunca llegaré a cruzar la puerta. Además, sólo se trata de una mentirijilla blanca. Es una simple cuestión de matiz. Poca duda me cabe de que uno o más de los novios de Jessica tienen las mismas tendencias que el ex marido de Suade, y constituye un peligro igual de grande para Amanda Hale.

La mujer se asoma al exterior e inspecciona la calle. Mira primero hacia un lado y luego hacia el otro. Luego cierra la puerta a nuestras espaldas.

– Bueno, ¿qué sabe usted acerca de Gerald? -me pregunta. Su mano sigue en las profundidades del bolso, como una serpiente dispuesta a lanzar su ataque.

– Se rumorea que él fue el responsable de la muerte de su pequeño.

– ¿A eso ha venido? ¿A contarme rumores?

– Su hijo murió hace doce años.

– El asesinato es un delito que no prescribe -dice. Y, aparentemente, los deseos de venganza tampoco.

Gerald Langly es el ex marido de Suade. Actualmente se halla en prisión.

– Sé que él le pegaba. Que trataba brutalmente a su hijo. Que el muchacho murió en circunstancias altamente sospechosas.

– ¿Y cómo sabe todo eso?

– Digamos que usted y yo tenemos un amigo común.

Ella me mira de arriba abajo. Luego me invita con un ademán a avanzar unos pasos en el interior de la tienda. Al fin saca la mano del interior del bolso.

Las luces del techo siguen apagadas. La gran fotocopiadora del otro lado del mostrador está más fría que un carámbano. Sobre el mostrador hay varios sobres, unos abiertos, otros aguardando el filo del afilado estilete que reposa junto a ellos. Ella deja el bolso y empuña el abrecartas, cambiando un arma por otra.

– ¿Quién es ese amigo común? -me pregunta.

– No estoy autorizado a decírselo.

Salta a la vista que ella está interesada, tratando de averiguar quién conoce los detalles íntimos de su vida, y está lo bastante interesada como para hablar de ellos con un desconocido.

– ¿Qué desea?

– Hablar, ya se lo he dicho. Un poco de ayuda.

Alza la vista. De pronto su expresión se ha vuelto recelosa.

– Alto. ¿Lleva usted un micrófono?

– ¿Por qué iba a llevarlo?

– Por tres letritas -dice ella-. FBI. ¿Le importa que me cerciore?

Sin aguardar mi respuesta, sale de detrás del mostrador y comienza a cachearme. La cintura, la espalda, las caderas. Aún empuña el afilado abrecartas.

Retrocede un paso. Sus ojos son cautos, recelosos.

– Está usted limpio. -Lo dice como si yo no lo supiera. Como si unos alienígenas pudieran haberme puesto un micrófono en el cuerpo sin que yo me diese cuenta. Es evidente que Suade vive en su propio mundo de recelos y sospechas-. A los federales les encantaría echarme el guante. Estacionan frente a mi puerta. Me observan con prismáticos. Intentan leer mis labios.

Me pregunto si todo eso son imaginaciones suyas, o si realmente la vigilan los federales.

– No trabajo para el FBI. Lo único que me preocupa es una niña. Creo que en estos momentos está en peligro. Creo que usted me puede ayudar, y que en cuanto conozca todos los hechos, querrá hacerlo.

Me mira como si para ella esto fuese el pan nuestro de cada día. Un día más, un niño más al que salvar. Mis palabras me identifican como a uno de sus seguidores.

– ¿Viene usted en representación de un cliente?

– Sí.

– ¿Quién es su cliente?

El primer problema.

Me salva un golpecito metálico contra la puerta de cristal que hay a espaldas de Suade. Al otro lado hay un hombre con unos papeles bajo el brazo. El hombre mira fijamente a Suade. Ha golpeado el cristal con sus llaves.

– ¿Qué quiere? -Suade lo pregunta sin volverse, gritando a través de la puerta cerrada. Su voz posee múltiples personalidades. La que está usando la convierte en candidata perfecta para recibir un exorcismo.

– Necesito unas copias.

– Sáquelas en otra parte.

– Sólo tardará un momentito -dice él.

– ¿Cómo sabe lo que tardaré? La máquina está fría. Mire el letrero. Está cerrado.

Él mira el cartel de cerrado, y el horario comercial, situado junto al cartel.

– Son más de las nueve -dice.

– Dispense. -Suade se vuelve hacia la puerta-. ¿Qué demonios pasa? ¿Es que nadie sabe leer? -Sigue blandiendo el afilado estilete-. Quizá si le meto esto por el culo comprenderá de una vez.

Para cuando ella llega a la puerta, el tipo ya está batiéndose en retirada, mirándola con ojos como platos, tal vez preguntándose si, inadvertidamente, ha ido a llamar a las puertas del infierno.