– Nada preocupante -miento-. ¿Hay algún modo de comunicarse con tu marido?
– Por el móvil -dice ella-. Pero creo que esta mañana se lo ha dejado en la mesilla de noche. Un momentito. -Va a mirar y un par de segundos más tarde su voz me informa-: Sí, debe de habérselo olvidado.
– Escucha, Mary, si Jonah regresa y yo no he conseguido localizarlo en el muelle, dile que necesito hablar con él, que llame a mi oficina. Estaré allí dentro de una hora, y me gustaría que nos viéramos. Es importante.
– ¿De qué se trata?
– En estos momentos no puedo hablar.
– ¿Tiene él tu número?
– Sí. -Por si acaso, se lo doy de nuevo, junto con el del teléfono móvil del coche.
– ¿Dentro de una hora? -me pregunta.
– Sí. Otra pregunta. Si ha salido en el barco, ¿existe algún modo de hablar con él?
– Una radio. UHF o VHF. Algo así. Pero no sé cómo comunicarme con él por radio. El servicio de Guardia Costera probablemente podría en caso de emergencia. -Espera a que yo responda. Como no lo hago, pregunta- ¿Se trata de una emergencia?
– No. No te preocupes. Simplemente, dale mi recado si lo ves. -Me despido y pulso de nuevo la tecla de desconexión.
En vez de volver a la autopista, atravieso la ciudad, bajando por Market Street, y cruzando luego el Gaslight District. En Broadway giro a la izquierda en dirección al mar. Cruzo los raíles del Santa Fe y enfilo North Harbor Drive. Avanzando con el tráfico, voy cogiendo en verde casi todos los semáforos del paseo marítimo. Paso ante los muelles y dejo atrás la Estación Aérea de la Guardia Costera. Kilómetro y medio más adelante, giro en una rotonda y me meto por Harbor Island Drive.
En las inmediaciones hay un parque frecuentado por los aficionados al jogging. Esta mañana las aceras están más concurridas que el arroyo. Dos mujeres con zapatillas de deporte blancas y shorts son rebasadas por una joven, un cohete sobre patines cubierta sólo con un minúsculo biquini. La chica muestra cierta pericia para patinar y una gran cantidad de piel.
Según cuentan, los galeones de los españoles tocaron tierra de California por primera vez en este punto o en sus proximidades, no en la lengua de tierra, sino en la playa situada frente a ella. Soldados, misioneros jesuítas y unos cuantos caballos. Tengo la sensación de que, si hubieran sabido lo que ocurriría tras cuatro siglos de avance de la civilización occidental, habrían dado media vuelta y regresado a sus barcos. Poca duda cabe de que los indígenas llevaban más ropa y tenían más sentido común que los actuales habitantes.
Kilómetro y medio más adelante se halla el puerto deportivo. Entro en el estacionamiento y detengo a Lena junto al bordillo de hormigón. Mary me ha dado unas señas bastante vagas. Hay varios embarcaderos que forman líneas perpendiculares con la isla. Asomando junto a ellos como dedos están los mástiles de los barcos menores y más maniobrables. Las embarcaciones mayores, como la de Jonah, están ancladas al final de los muelles, en la parte exterior. Al menos, eso es lo que Mary me ha dicho.
Desde el estacionamiento, el puerto deportivo es un bosque de aluminio: los mástiles de los veleros y las antenas de radar en contenedores que parecen sombrereras alzadas sobre pequeños postes. De vez en cuando se ve algún barco faenador, y hay toda una flota de pesqueros deportivos. En los muelles reina una actividad que me resulta sorprendente, para ser un día entre semana. Gente que va y que viene. Algunos empujan carretillas con equipo y provisiones.
Según lo describió Jonah, el Amanda debe de ser una embarcación de buen tamaño: trece metros de eslora y puente voladizo. Me apeo del coche y, usando la mano a modo de visera, oteo los muelles. En menos de un minuto identifico a media docena de barcos que responden a la descripción. Junto a uno de ellos hay una gran actividad: por la parte de popa, una grúa está bajando a tierra un pez del tamaño de un pequeño automóvil. El espectáculo ha atraído a muchos mirones, pero desde la distancia a la que me encuentro no logro distinguir los rostros.
Corriendo el albur, me dirijo en esa dirección, cruzando el puente metálico que une el dique flotante con el estacionamiento. La marea está baja y desciendo más de tres metros por la rampa. Una vez en el muelle, mi radio de visión se reduce, aunque sigo viendo la cola del pez, como un ala delta, colgando del cable de la grúa.
Camino en esa dirección, y paso junto a una canosa pareja que está haciendo realidad sus sueños. Ambos empujan una carretilla con provisiones en dirección a su barco.
Un tipo está limpiando con una manguera el costado de su embarcación.
– Busco a Jonah Hale.
Él me mira y se encoge de hombros.
– No lo conozco -dice-. ¿Quiere usted alquilar un barco?
– No, gracias. En otra ocasión.
Sigo adelante y llego al final del muelle, donde éste termina en una larga «T». Las embarcaciones de mayor tamaño están amarradas aquí, en la parte exterior. En cuanto rebaso los pilotes de acero que sirven de sujeción para el muelle, veo el barco. Pintado con letras negras en la popa, el nombre: «Amanda.»
En el muelle, frente a la embarcación, hay reunido un corrillo de mirones. El centro de atención es el pez que pende de la grúa, y el hombre situado junto a él, que está posando para que le tomen fotos. En torno al hombre, los pescadores brindan por el éxito de su amigo con botellas y botes de cerveza. Jonah no me ve. Está de pie junto al pez.
Tratan de pesar la captura, pero no es fácil. Parece que la grúa no es lo bastante grande. Es el mayor pez aguja o pez espada (o quizá uno y otro sean el mismo) que he visto en mi vida. En lo referente a peces, soy el colmo de la ignorancia.
Jonah lleva ropa de pesca, una vieja camisa y pantalones sujetos con tirantes y manchados por los restos del gigantesco pez. Jonah ha comenzado a destriparlo con un cuchillo del tamaño de un machete, mientras quienes lo rodean lo felicitan y le dan palmadas en la espalda. Alguien le entrega una botella de cerveza por cuyo largo gollete asoma la espuma. Todavía es temprano para comenzar a darle a la cerveza, pero lo más probable es que estos tipos lleven en el mar desde el amanecer.
Cuando se vuelve para coger la botella, Jonah me ve. Señala el pez con una sonrisa, y luego se da cuenta de que no estoy aquí por casualidad.
Entrega el cuchillo a alguien y se aparta del pez. Cruza como un político el corrillo de admiradores que lo palmean, estrechando manos, aceptando felicitaciones. Jonah no me quita ojo mientras se abre paso. Trata de descifrar mi expresión. Sin duda se pregunta si habré encontrado a Amanda.
Cuando llega junto a mí, no pierde el tiempo.
– ¿Tienes noticias? -me pregunta-. ¿Encontraste a Amanda?
– No, pero tenemos que hablar.
– ¿Qué sucede? ¿Le ha ocurrido algo malo a mi nieta?
– No. Al menos que yo sepa. Seguimos buscándola. Se trata de otra cosa.
Esto produce en él un audible suspiro de alivio, una especie de carga eléctrica que se desprende de su cuerpo. Da un trago a la botella que lleva en la mano, y luego se da cuenta de que yo no tengo una.
– Charlie, dale una cerveza a mi amigo. -Uno de los tripulantes que están en popa se acerca a la nevera antes de que yo pueda impedírselo.
– No, gracias.
– Olvídalo, Charlie.
– Acabo de tener una charla con Zolanda Suade.
La expresión de mi compañero se ensombrece.
– ¿Qué te dijo? ¿Admitió haber ido a mi casa?
– No lo negó.
– Bueno, eso está bien, ¿no te parece? -Bebe otro trago.
– Esa mujer está decidida a comenzar una guerra. Quiere hacer unas acusaciones sumamente desagradables.
Él mira la botella, el barco, y todo lo que hay en el muelle, excepto a mí.
– Está chiflada. Loca perdida. -No le interesa averiguar lo dicho por Suade-. Me alegro de que hayas venido. ¿Seguro que no quieres beber nada?