Se unió a mi bufete para echar una mano en el juicio por homicidio de Talia Potter, y desde entonces había seguido conmigo. La especialidad de Harry son las montañas de papeleo que genera cualquier juicio. Con un cerebro que es como un cepo de acero, Harry se refiere a sus trabajos de investigación como «escarbar entre el estiércol hasta encontrar las flores». Es el único hombre que conozco que detesta perder un caso más que yo.
No me sentía con ánimos para decirle que me iba de Capital City, así que le comenté que sólo quería abrir una sucursal del bufete.
Él me sorprendió. Su única pregunta fue dónde.
Cuando se lo dije, se le iluminaron los ojos. Aparentemente, también él tenía ganas de mudarse. Un nuevo trabajo en un nuevo lugar, las mansas olas del Pacífico, tomar copas a la orilla del mar, y quizá conseguir en un proceso civil otros sabrosos honorarios que abrieran el camino para un glorioso semirretiro. En aquel instante, Harry se imaginó a sí mismo dando sorbos a una piña colada y contemplando los yates desde la terraza del hotel Del Coronado. Harry tiene una gran imaginación.
Conseguimos a alguien que se hiciera cargo del bufete de Capital City. Harry y yo no deseábamos quemar nuestros puentes de enlace. Nos turnaríamos para regresar a nuestra oficina central, manteniendo un pie en cada uno de ambos mundos hasta que pudiéramos mudarnos definitivamente al sur.
A lo largo de aquellos meses, Susan desempeñó un papel importantísimo, haciendo de madre suplente de Sarah. Yo podía dejar con ella a mi hija incluso durante una semana seguida. Cuando, durante aquellas ausencias de una semana, yo llamaba a Susan, era todo un triunfo conseguir que mi hija se pusiera al teléfono. Cuando lo hacía, su voz estaba llena de risa y en ella se percibía la brusquedad que le indica a uno que su llamada ha interrumpido algo agradable. Por primera vez en cinco años, desde la muerte de Nikki, mi hija era una niña feliz y despreocupada. Incluso cuando a finales del invierno se produjo un robo en la casa de Susan, yo me sentí seguro de que ella era perfectamente capaz de cuidar y proteger a mi hija.
Susan es siete años más joven que yo. Es una bella mujer de pelo negro. Y está divorciada. Tiene las facciones finas, el inocente aspecto de una chiquilla y el corazón de un guerrero.
Susan lleva ocho años dirigiendo el Servicio de Protección al Menor de San Diego, un departamento que investiga las acusaciones de malos tratos contra niños, y efectúa recomendaciones al fiscal de distrito y a los tribunales en lo referente a la custodia de los hijos. Llamar trabajo a la vocación de Susan es como llamar hobby a las cruzadas cristianas. Se dedica a su tarea con el fervor del auténtico creyente. Los niños son su vida. Su especialidad es la primera infancia, y el lema «Salvad a los niños» se ha convertido en su grito de guerra.
Llevamos viéndonos más de dos años, aunque no vivimos juntos ni siquiera ahora, en San Diego. Yo me mudé al sur para estar con ella, pero, tras algunas discusiones, decidimos que no compartiríamos el mismo techo. Al menos de momento.
Cuando me trasladé al sur, alguna norma no escrita de independencia dictó que mantuviéramos casas separadas. Sin embargo, cada vez pasamos más tiempo juntos, salvo en las ocasiones en que yo regreso a Capital City.
Ese particular nudo gordiano se cortará en cuanto Harry y yo hayamos conseguido una buena clientela en el sur. Ése es el motivo por el que hoy estoy renovando una vieja amistad.
Jonah y Mary Hale están sentados frente a mí al otro lado del escritorio. Él ha envejecido desde la última vez que lo vi.
Mary está igual. Su peinado es distinto, pero por lo demás, en diez años apenas ha cambiado. La última vez que nos vimos fue antes de la muerte de Ben y del juicio por asesinato de Talia. Océanos de agua han pasado bajo los puentes desde entonces.
El de Jonah fue uno de mis primeros casos en la práctica legal privada, poco después de abandonar la oficina del fiscal de distrito en la que me había fogueado. La recepcionista lo mandó pasillo abajo, a ver al nuevo abogado que trabajaba en el cubículo del fondo.
Por entonces, Jonah era un simple ganapán, un hombre casado de cincuenta y tantos años con una hija que estaba dejando atrás la adolescencia. Estaba a punto de retirarse… contra su voluntad. Trabajaba para el ferrocarril de Capital City, en los talleres de locomotoras que estaban a punto de cerrar. Jonah tenía una dolencia crónica en la espalda y las rodillas, producto de muchos años de trabajar sobre el duro hormigón levantando pesadas piezas de maquinaria. Por eso, cuando el ferrocarril se planteó una reducción de personal, él fue uno de los primeros candidatos al retiro. Incluso en estos momentos, Jonah camina con ayuda de un bastón, aunque el que usa ahora es bastante más bonito que el sencillo cayado de asa curva que utilizaba por entonces.
– Las piernas no mejoran con la edad -me dice, al tiempo que se remueve en el sillón en busca de la posición menos incómoda.
– Pero la sonrisa sigue siendo la misma -respondo.
– Sólo porque he vuelto a ver a un viejo amigo. Lo único que espero es que puedas ayudarme.
Jonah tiene el atractivo de un añoso Hemingway, con las arrugas en los lugares indicados. Pese a sus dolencias, no ha ganado peso. Su rostro bronceado está enmarcado por una mata de cabello blanco. Tiene la barba corta y los ojos profundos y grises. Es un hombre de facciones duras, bien vestido, con un chaleco oscuro bajo una chaqueta de sport de cachemir, y pantalones claros. En la muñeca lleva un reloj de oro del tamaño de una ostra, un Rolex que jamás podría haberse permitido en los viejos tiempos.
Se lo presento a Harry.
– He oído hablar mucho de usted -dice Harry.
Jonah se limita a sonreír. A estas alturas ya está acostumbrado a que la gente se le acerque, lo palmee en la espalda, y trate de congraciarse con él.
– Es lo que ocurre cuando sale tu número -le dice a Harry-. Todo el mundo supone que tuviste algún mérito.
– Bueno, usted compró el boleto -dice Harry.
– Sí -dice Mary-. Y algunas veces anhelo que no lo hubiera hecho.
– Tener dinero puede ser toda una maldición -comenta Jonah, y es evidente que lo dice en serio.
Jonah ganó el mayor premio de la lotería en la historia del estado: 87 millones de dólares. Compró el boleto cinco años después de que yo le hiciera ganar su pleito, consiguiendo que el ferrocarril le pagara una pensión de incapacidad de 26 000 dólares anuales, más el seguro médico de por vida.
– Cuando vi tu nombre en la guía telefónica, no daba crédito a mis ojos. Le dije a Mary que tenías que ser tú, o un hijo tuyo. ¿Cuántos Paul Madriani puede haber? Y que además sean abogados.
– Es un caso único -dice Harry-. Lo hicieron y rompieron el molde.
– Bueno, ¿qué te trae por aquí? -pregunto.
– Se trata de nuestra hija -dice Jonah-. Me parece que no conoces a Jessica.
– No, creo que no.
– Acudí a la policía, pero ellos me dijeron que no se trataba de ningún delito. ¿Puedes creerlo? Ella ha raptado a mi nieta, y la policía me dice que eso no es ningún delito y que ellos no pueden intervenir.
– ¿Raptado? -pregunto.
– No sé de qué otra forma llamarlo. Desde hace más de tres semanas no hago más que dar vueltas y más vueltas, como una gallina decapitada, acudiendo a la policía, hablando con el abogado cuyos servicios contratamos…
– ¿Hay otro abogado?
– Sí, pero no puede hacer nada. Supuestamente, nadie puede.
– Tranquilo. Cuéntame qué sucedió.
– Mi nieta, Amanda, tiene ocho años. Ha vivido con nosotros, con Mary y conmigo, casi desde el día en que nació.
– ¿Es hija de vuestra hija?
– Jessica la trajo al mundo, si es a eso a lo que te refieres -me dice él-. No es precisamente lo que se dice una buena madre. Jessica ha tenido problemas con la droga. Ha estado varias veces en la cárcel. -Hace una pausa para mirarnos a Harry y a mí-. Lo cierto es que pasó dos años en el correccional femenino de Corona.