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Un bosque de mástiles de aluminio y de jarcias de acero: éste es el mundo de la navegación a vela y las regatas, el lugar en que la Copa América tocó por última vez las costas norteamericanas.

Un trecho más adelante me detengo y estaciono junto al bordillo en un hueco en el que sólo cabe medio coche o un compacto Jeep. Echo un vistazo al papel que llevo en el asiento contiguo, bajo mi taza de café, y luego miro hacia el letrero del edificio situado al otro lado de la calle: «Red Sails Inn.» Pocos días antes, yo había anotado la dirección a lápiz, tras hacer media docena de llamadas telefónicas.

Como el coche es abierto, no hay nada que cerrar, así que me apeo, cierro de golpe la media portezuela y cruzo la calle.

El Red Sails Inn es un monumento histórico, un bar restaurante que forma parte del paisaje de San Diego desde antes de que Lindbergh viniera a la ciudad a recoger su famoso avión, el Spirit of St. Louis. El restaurante se mudó de su emplazamiento original próximo a la orilla del mar cuando, en los años sesenta, se desecaron unas marismas, o sea que el local vuelve a estar rodeado por un mar de embarcaciones. Hay barcos grandes y pequeños, todos ellos en sus correspondientes amarraderos. Algunos de los barcos son dignos de llamarse yates. Éstos son generalmente definidos como un gran agujero en el agua al que uno arroja ingentes cantidades de dinero. Por suerte, nunca me ha dado por verificar la exactitud de tal afirmación. Lo único que sé es que esos blancos palacios flotantes de fibra de vidrio parecen muy caros.

Por la calle hay unos cuantos peatones deambulando: un tipo está parado ante el escaparate de una inmobiliaria, mirando los precios de las casas. Un camión de reparto está descargando su mercancía.

Abro la puerta y entro en el Red Sails. Me quito las gafas de sol para poder ver. He llegado a la hora del almuerzo, y el local está atestado. Sentados a la barra del bar hay unos cuantos residentes, y ante el comedor hay una pequeña cola de gente esperando mesa. El barman está sirviendo tragos y anotando pedidos, al tiempo que habla con otro hombre que lleva una chaqueta de sport y el cuello abierto. El tipo tiene aspecto de ser el encargado.

El de la chaqueta de sport acompaña hasta su mesa a dos parejas que hay por delante de mí y, transcurridos unos momentos, vuelve y me pregunta:

– ¿Fumador o no fumador?

– En realidad, estoy buscando a Joaquín Murphy.

El tipo mira a su alrededor y no ve a Murphy.

– ¿Murph lo espera?

– Teníamos que almorzar juntos.

– Jimmy, ¿has visto esta mañana a Murph?

– No, todavía no.

– Supongo que estará en el Money Pit.

Le dirijo una mirada de incomprensión.

– Su barco -me aclara.

– Ah.

– Trataré de dar con él. ¿Cómo se llama usted?

Saco del bolsillo una tarjeta de visita y se la entrego.

El tipo desaparece tras la barra, va al teléfono y llama a alguien. Lo veo mover los labios. Tras una breve conversación, cuelga.

– Ha tenido que hacer unas cosas y se le ha hecho tarde. Llegará en un momento. Siéntese, por favor. ¿Quiere beber algo?

Como es un poco temprano, pido un Virgin Mary.

– Sin demasiado Tabasco -le digo.

Me siento y estudio la decoración. Estilo rústico contemporáneo, con abundancia de madera. En el salón del bar, las mesas están rodeadas por sólidas sillas de madera. El restaurante está en la parte de atrás, donde un amplio ventanal que ocupa toda la pared y una puerta corredera de cristal comunican con una terraza para comer al aire libre. La terraza se une con los muelles y los puestos de amarre. En el exterior, las mesas protegidas por sombrillas están llenas de parroquianos que prolongan la sobremesa disfrutando del paisaje y de la fresca brisa marina.

Aparece una camarera con mi bebida. En ese momento veo a una figura que avanza hacia mí a la pata coja al tiempo que va poniéndose primero los calcetines y luego un zapato. El tipo sortea las mesas de la terraza y aún tiene un zapato en la mano cuando llega a la puerta corrediza.

Es bajo y corpulento, con bastantes kilos de más. Lleva unas bermudas que le llegan hasta media pantorrilla, lo cual le hace parecer un corsario de opereta. Lleva un arrugado polo que no disimula en absoluto su gran tripa de Buda. Por lo revuelto que lleva el cabello, deduzco que el hombre acaba de ponerse el polo.

Cuando llega a la puerta corredera, se apoya en una de las jambas. Se calza el zapato que lleva en la mano, y echa un vistazo a la concurrencia. Sólo tarda unos instantes en llegar a la conclusión de que yo soy la persona que busca. Para cuando llega a mi mesa, lo único que le falta es atarse los cordones de los zapatos.

– Señor Madriani. -Su sonrisa trata de ser cordial, pero sólo le hace parecer patético. Sus dientes son algo desiguales, y relucen contra un oscuro bronceado y una sombra de barba más oscura aún-. Lo siento -dice-. A última hora me lié.

– Eso me han dicho. Me llamo Paul. -Le alargo la mano y él la estrecha con firmeza.

– Joaquín Murphy -dice-. Puede llamarme Murph. Todo el mundo me llama así.

– De acuerdo, Murph. Siéntese.

El tipo suda a mares.

– Si le parece, vayamos a mi barco, que está aquí mismo -dice-. Allí dispondremos de más intimidad.

– Como usted diga. ¿Le apetece beber algo?

La camarera está junto a nuestra mesa.

– Cerveza Corona -dice él-. Para llevar, Rosie. -Murphy tiene un pie en la silla contigua a la mía y trata de atarse el cordón del zapato. Tiene grasa en los brazos y debajo de las uñas-. ¿Lleva usted mucho rato esperando?

– No.

Advierte que le estoy mirando los brazos.

– Cuando se tiene un barco, se pone uno perdido. Estaba tratando de arreglar una bomba de la sentina y se me hizo tarde. Cuando no es una cosa, es otra. ¿Alguna vez ha sido usted propietario de un barco?

– No, no he tenido ese placer -respondo.

– Pues a no ser que sea usted un manitas y le guste hacer reparaciones, no se lo compre. Tienes que hacer tú mismo las reparaciones, porque, si no, te salen por un ojo de la cara. Y no puedes descuidar el mantenimiento. No es como una casa. Si en una casa hay un grifo que gotea, lo máximo que puede ocurrir es que el suelo se estropee. Pero en un barco lo mismo puedes terminar en el fondo de la bahía. -Ahora se está quitando la grasa de una mano con una de las servilletas de hilo de la mesa.

Llega la camarera. Murphy coge la helada botella de cerveza que la muchacha le tiende. Pedimos unos sándwiches.

– Nos los llevarán al barco -me dice él.

Dejo unos billetes sobre la mesa, y echamos a andar llevándonos nuestras bebidas. Cruzamos la puerta corredera y echamos a andar por el embarcadero. El barco de mi compañero está tres puestos de amarre más allá, en dirección al astillero, que ahora es visible en la distancia. Entre sus sombras brillan las chispas de un aparato de soldadura autógena.

Mi compañero se agarra de un cabo para pasar por debajo del bauprés de un gran velero con dos mástiles. Calculo que la embarcación no tiene menos de doce metros de eslora.

Tengo que inclinarme para seguir a Murphy.

El Money Pit es mayor de lo que yo había imaginado y tiene el casco de madera. Es una hermosa antigüedad. Veo un gran timón de teca situado en el puente de mando, bajo un toldo. El barco está pintado de color verde con rebordes oscuros, y la cubierta es de madera de teca. Los aparejos son impecables. Las velas están recogidas, y los cabos perfectamente anudados. Las maderas relucen, y casi puedo ver mi imagen reflejada en el pulido barniz.

– Ésta es mi oficina -dice Murphy.

– Parece que la investigación es un negocio rentable.

– La investigación, algunas inversiones, y un tío rico -dice él-. Esto se lo debo principalmente al tío rico. -Da un sorbo de su botella mientras admiramos la embarcación-. El barco lo construyeron en los años treinta, para un contrabandista de alcohol. Cuando lo encontré, se hallaba en muy mal estado. Por suerte, no tenía metal suficiente para que mereciera la pena desguazarlo. Ése es el único motivo de que haya llegado entero hasta hoy.