– Se nota el cariño que se ha puesto en remozarlo. Es precioso.
– Sí, es fantástico, aunque esté mal que yo lo diga. -Murphy habla del barco como si éste fuera un ser vivo.
Sigo a mi compañero por la pasarela hasta la cubierta y por el costado de la cabina situada en el centro del barco, como una minúscula casita de techo inclinado que tiene, además, seis ojos de buey destinados a dar luz a lo que imagino es el salón y los camarotes de abajo.
Murphy dobla un recodo, cruza una puerta corredera y baja por una escalera. Para ser un hombre bajo y gordo, se mueve con sorprendente agilidad. Lo sigo al espacioso interior del casco.
Las paredes del salón están cubiertas de paneles de oscura caoba, y el suelo es de teca bruñida. El techo es bajo y curvo, y la luz entra a raudales por los ojos de buey.
– Siéntese. Póngase cómodo. -Señala con la cabeza hacia uno de los bancos situados a lo largo del casco. Luego se acerca a un pequeño escritorio empotrado y coge de él un pequeño cuaderno de notas y un lápiz.
Me siento y dejo mi bebida en un sujetavasos.
Murphy se sienta al escritorio y deja la botella de cerveza sobre una carta de navegar desplegada, donde el frigidísimo cristal deja una redonda huella de humedad.
– Como le expliqué por teléfono -dice-, apenas me ocupo de casos privados. No hubiera aceptado el suyo si no viniese usted recomendado por Fred Hawkins. Fred me encarga muchos trabajos.
– Yo pensaba que los divorcios eran el pan nuestro de cada día para los detectives privados.
– No para mí. Es una magnífica forma de conseguir que te peguen un tiro. Los maridos furiosos matan a más gente que el sindicato del crimen.
– Tranquilícese. En este caso no hay ningún marido implicado. Yo tampoco me dedico a los casos de divorcio.
– Entonces, ¿por qué se metió en éste?
– Un amigo tenía un problema.
– ¿No fue por dinero?
– Mi amigo es rico.
Esta noticia parece tranquilizar a Murphy, que se dispone a tomar notas. Aparta los papeles que cubren su escritorio y afila el lápiz, metiéndolo en el pequeño orificio del afilador eléctrico. Lo mantiene allí hasta que la goma de borrar del otro extremo prácticamente desaparece.
– Hábleme de su cliente.
Yo le había enviado a Murphy un cheque por mil dólares, extendido contra la cuenta de registro de mi cliente, el anticipo sobre mis honorarios que Jonah depositó a mi nombre. La tarifa de Murphy son doscientos dólares a la hora, más gastos, kilometraje, dietas si tiene que viajar, y hotel si ha de pasar la noche fuera.
– Para todos los efectos, yo soy su cliente.
– Por mí, no hay inconveniente -dice él-. Utilizaré el anticipo para cubrir gastos y luego le pasaré a usted la factura.
Esto me concede la ventaja de que, haga lo que haga Murphy, estará protegido por la norma de confidencialidad entre abogado y cliente, y no podrá ser revelado en un tribunal si al final tengo que enfrentarme con Suade en un juicio.
Mucho antes de este momento, yo ya había decidido decir sólo lo estrictamente imprescindible acerca de Jonah. Cuando se tienen ochenta millones de dólares en cuentas a plazo fijo, los amigos y benefactores tienden a proliferar como el moho sobre el queso rancio.
– ¿Ha tenido usted oportunidad de investigar a la mujer de la que le hablé por teléfono?
– He hecho algunas indagaciones muy discretas acerca de la tal Zolanda Suade. Saqué lo que pude de Lexis-Nexis, en Internet. La consideración de si lo que esa mujer hace es legal o no, la dejo a los abogados, pero algo es seguro: ella no tiene pelos en la lengua a la hora de hablar a la prensa de sus actividades.
– ¿Encontró usted muchas historias de prensa? -Suficientes como para empapelar la Selva Negra.
– ¿Algo interesante? Empecemos por los antecedentes personales.
– Según mi información, esa mujer lleva unos doce años por estos contornos. Ella es de Ohio, pero se marchó de allí como consecuencia de un mal matrimonio y de un marido cabreado que amenazó con matarla… en cuanto salga de prisión.
– Pues tendrá que ponerse en la cola -le digo a Murphy.
– Sí, la gente tiende a enfadarse cuando le roban a sus hijos. Pero el caso es que el marido está cumpliendo una condena de entre doce y veinte años por violación y abusos deshonestos contra un menor. Por lo visto, todo eso sucedió después de que Suade se divorciase de él. Ella no fue la violada, aunque asegura que, en más de una ocasión durante su matrimonio, él utilizó la fuerza para mantener relaciones sexuales con ella.
– ¿Hijos?
Él hojea sus notas.
– En los artículos de prensa que encontré, no se mencionaba ninguno.
Hasta ahora, Murphy no parece muy orientado. Sólo puedo suponer que para Suade la muerte de su hijo es algo demasiado doloroso y no le gusta hablar de ello a la prensa.
– Según Suade, ella denunció repetidamente a la policía los malos tratos a que la sometía su esposo. La policía no hizo nada, y eso parece haber creado en ella un cierto resentimiento hacia las autoridades.
Me mira, como tratando de discernir si éste es el tipo de información por el que estoy interesado.
– Tengo entendido que Suade siente muy poco respeto hacia los tribunales y las normas legales. Lo cual me lleva a otro tema. ¿Ha cumplido alguna condena de cárcel? -Eso es algo que, probablemente, no figuraría en Lexis-Nexis.
– Carece de antecedentes penales, si se refiere usted a eso. En ese sentido, lo máximo que hizo fue pasar unas cuantas noches en el calabozo por desacato, hasta que su abogado logró sacarla de allí. Y ni siquiera hubiera pasado por eso si no fuera porque el niño que escamoteó era el hijo de un juez.
– ¿Davidson?
– ¿Ya lo sabía usted? -Tuerce el gesto, como un niño con un secreto que todo el mundo conoce-. Quizá esté usted tirando su dinero al utilizar mis servicios.
– Lo más sustancioso está en los detalles -le digo, sonriente.
Brad Davidson es el juez que preside el Tribunal Superior de San Diego. Hace dos años, mientras él estaba en la sala de audiencias, su mujer, de la que estaba separado, desapareció con su hijo y con el dinero que el matrimonio iba a repartirse durante los trámites del divorcio. Davidson no ha vuelto a ver al niño, ni a su esposa, ni tampoco el dinero.
– Me habían contado que el juez la hizo encarcelar por desacato.
– Hizo algo más que eso. Dictó un auto de prisión. Hizo que la arrestasen y la llevaran directamente a su sala de audiencias, donde el tipo hizo de todo menos ponerle electrodos en los pezones. Y todo ello en presencia de un alguacil armado.
«Como Suade ni siquiera pestañeó ante eso, él la hizo enchironar y durante tres días jugó con ella a esconder el guisante, llevándola de un centro policial a otro para que a sus abogados no les fuera posible dar con ella. Cada traslado fue para llevarla a un lugar más recóndito que el anterior. Incluso la metió en una de las celdas de detención del centro local del FBI. Pero finalmente el abogado de Suade la localizó y consiguió un mandamiento para que la pusieran en libertad. El condado aún está teniendo que bregar con las consecuencias.
– ¿Qué consecuencias?
– Una demanda de veinte millones de dólares por arresto injustificado. Davidson no tenía base legal para hacer nada de lo que hizo. El auto de prisión sólo tenía como base las sospechas. No hubo testigos que vieran a Suade llevarse al niño. Es como si su hijo desaparece y, conociendo la reputación de Suade, lo primero que hace usted es registrar su casa.
– Comprendo la reacción del juez. ¿Qué fue de Davidson?