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– Publicidad. Con el padre de Jessica conseguirá la atención de la prensa.

– ¿Cómo?

– Lea usted los periódicos de los próximos días. Suade se propone ampliar su colección de recortes de prensa.

– ¿Quién es el tipo? ¿Un político? ¿Una celebridad?

– Más o menos. Haga lo que haga, no se acerque usted a Suade. Yo ya he hablado con ella. Es una pérdida de tiempo y sólo puede causar más problemas. Durante varios días me resultará difícil moverme con libertad. Si la prensa se fija en nosotros, tal vez me convierta en una especie de cometa, seguido por una estela de periodistas.

Él se echa a reír.

– Comprendo. ¿Qué antigüedad tiene el caso de drogas en que estuvo implicada la hija?

– Dos años o dos años y medio -le digo.

– La pista ya debe de estar fría.

– Por eso debemos tomarnos las cosas con calma. -En vez de hacer que Murphy pierda su tiempo y el de Jonah perforando pozos que probablemente estarán secos, quiero hacer el mejor uso posible de Murphy, aprovechando sus contactos en el FBI-. Tengo entendido que los federales la ayudaron en el asunto de las drogas de México. Le consiguieron una sentencia reducida y una prisión más llevadera. Pero no está claro por qué lo hicieron.

Él alza la vista de su cuaderno de notas.

– ¿Quiere usted averiguar qué tenía ella que ellos desearan? -El aspecto de Murphy es engañoso. El tipo es rápido.

– Exacto. Y también quiero saber si ella se lo dio. Trate de averiguarlo sin llamar demasiado la atención. Y sin hablar demasiado.

– ¿Qué es lo que no debo mencionar?

– Mi identidad. Lo último que necesito es que los federales vayan por mi bufete. Una cosa así tiende a poner nerviosos a los clientes. Es como que los de Hacienda visiten a tu asesor fiscal.

– No mencionaré su nombre para nada.

»¿Y si los federales detienen a esa tal Jessica? Podría suceder. Quizá la anden siguiendo.

– Mire, por lo que a mí respecta, que la arresten. Les estaría agradecidísimo a los del FBI si lo hicieran. Eso resolvería todos mis problemas. -Si detuvieran a Jessica, podríamos hacer valer la orden de custodia, recuperaríamos a la niña, y podríamos enfrentarnos a Suade con más tranquilidad.

– ¿Y qué hago si encuentro a Jessica?

– No se acerque a ella. Manténgala bajo vigilancia y avíseme inmediatamente.

– Habla usted como si fuera peligrosa. -Por su expresión, parece temer que en el caso haya gato encerrado.

– No, no creo que lo sea. Sólo es muy asustadiza. Sería muy difícil encontrarla por segunda vez.

– Comprendo.

– Si la encuentra, llámeme. -Le doy mi tarjeta-. Si no estoy en este número, deje un mensaje urgente en el servicio de contestación de llamadas, y ellos me localizarán inmediatamente, de día o de noche.

OCHO

Eran pasadas las seis para cuando terminé en la oficina. Papeleo atrasado y devolver llamadas telefónicas. El sol se había ocultado tras las grandes palmeras que rodean el Del Coronado, y parecía una enorme pelota de playa color naranja suspendida sobre el horizonte.

El tráfico de hora punta atestaba Orange Avenue en ambos sentidos. Volví a casa dando un rodeo y tardé cinco minutos en llegar.

La canguro había recogido a Sarah y su coche seguía aparcado frente a la casa cuando yo llegué. Mi hija tiene once años y no me gusta que vuelva sola a casa del colegio. Esperaba ver también el Ford azul de Susan allí estacionado, pero no estaba. Me pregunté si habría terminado con Jonah.

Antes de que yo tuviera tiempo de abrir la portezuela, Sarah bajó a la carrera los peldaños de la puerta delantera y se dirigió hacia el coche. La canguro iba tras ella, bolso en mano.

– Vuelves temprano. -Me recibe con una gran sonrisa y un abrazo, su suave mejilla contra mi rasposa barba de media tarde.

– Pensé que no estaría mal que esta noche fuéramos al cine.

– ¿De veras?-Los ojos se le iluminan.

– Es viernes.

Ella se pone a dar brincos y a gritar yupi.

– ¿Qué te apetece ver? -pregunto.

– Pues no sé. En el cineplex del centro comercial ponen una peli que dicen que es de mucha risa.

A Sarah todavía le gustan las astracanadas. Me pregunto cuándo superará esta fase y a veces me estremezco al pensar en lo que vendrá a continuación. Me encantan los ensueños infantiles que en estos momentos parecen desprenderse del brillo de sus ojos. Parece como si cada edad sea una nueva aventura, una etapa en la cual me gustaría que Sarah se quedara. Pero luego pasa a la siguiente fase y yo me siento aún más encantado. Algunos amigos me dicen que no se cambiarían por mí, pues aún me queda por delante la terrible experiencia de tener una hija adolescente. Supongo que la ignorancia es una bendición. Cada cosa a su tiempo.

– ¿Por qué no miras el periódico mientras me cambio? -le propongo.

– ¿Le pedirás a Susan que nos acompañe?

– No sé. ¿A ti te apetece?

– Tú decides.

– Creo que mejor vamos tú y yo solos.

Sarah sonríe, pecas en las mejillas y espacios entre los dientes. Una cita con papá.

Cojo del buzón de enfrente de la casa el periódico, un tabloide vespertino, y la correspondencia, y les echo un vistazo a los sobres. Casi todo son facturas.

Peggie Connelly está enfrente de la puerta principal, aguardándome. Peggie tiene veintisiete años. Cursa estudios de posgrado en la universidad, y ha escogido la especialidad de desarrollo infantil en los primeros años de vida. La conocí gracias a Susan. Para conseguir un poco de dinero, durante la semana hace de canguro para un par de familias, y recoge a Sarah después de clase. Peggie es una especie de madre de alquiler para mi hija. Pasan las tardes juntas y comparte con ella el tiempo de ocio, cosa que a mí no me es posible hacer.

– ¿Nos vemos el lunes a la misma hora?

– Desde luego. Pasa a recogerla como siempre.

Ella asiente con la cabeza, sonríe, y se encamina hacia su coche.

Tardo menos de un minuto en oír los mensajes telefónicos. El primero es de un tipo que intenta vender revestimientos de aluminio. El segundo es un mensaje de Harry pidiéndome que lo llame en cuanto llegue a casa. El rumor que se oye de fondo parece ruido de tráfico, como si me hubiera llamado desde un teléfono público. Le he dicho un montón de veces que se compre un móvil, pero Harry se resiste a las nuevas tecnologías.

Marco su número. No obtengo respuesta.

Minutos más tarde lo intento de nuevo. Esta vez le dejo un mensaje en el contestador automático: «Soy Paul. Recibí tu mensaje. Siento no haberte localizado. Esta noche volveré a casa a eso de las diez. Voy a llevar a Sarah a ver una película en el centro comercial. Ojalá pudieras acompañarnos. -Me río-. Te llamaré en cuanto vuelva a casa.» Después de esto, cuelgo.

Diez minutos más tarde, ya me he mudado de ropa. Polo, vaqueros y mocasines.

Sarah entra en mi habitación con el periódico en la mano.

– ¿Qué tal si cenamos en el centro comercial y luego nos metemos en el cine? -propongo.

– Estupendo.

– ¿Qué te apetece cenar?

– Pizza de queso y coca-cola.

Sarah sonríe y me dirige una de esas miradas tan suyas, como diciéndome: «No te quejes, me lo prometiste.»

– ¿Qué tal en el colegio?

– Bien.

– ¿Qué hiciste hoy? -Me paso un peine por el pelo frente al espejo del tocador y miro a Sarah reflejada en él. Ella está tumbada en la cama, con los codos sobre el cobertor y la barbilla apoyada en las manos.

– Nada de particular.

Sacarle a Sarah una explicación es como sacarle un diente.

– Pasaste allí seis horas. Algo habrás hecho.

– Nos pusieron un examen de matemáticas.

– ¿Qué tal te fue?

– Me pusieron un sobresaliente. -Lo dice sin darle importancia, como si no fuera gran cosa. Hace un año, lo máximo que conseguía era aprobados. Luego yo comencé a ayudarla. Lo que le enseñé, más que matemáticas, fue que ella tenía un buen cerebro y que si aprendía a usarlo, podía obtener excelentes resultados.