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– Vaya, estupendo.

Sarah ha alcanzado al fin la etapa en la que se comprende la correlación entre estudiar y obtener buenas notas y que existe una recompensa al trabajo. Ciertos niños nunca lo descubren. Otros, simplemente, suponen que no tienen lo que hay que tener, y llegan a la conclusión de que no pueden competir. Se valoran poco y abandonan sin haberlo intentado realmente.

Me peino con el pelo hacia adelante, sobre la frente, como en los años cincuenta. Me vuelvo para que Sarah me contemple y ella se monda de risa. Sarah es público agradecido para las payasadas.

– Te está fenómeno -dice. Me peino como es debido.

– Larguémonos antes de que suene el teléfono -me dice mi hija.

– A la orden. -Salimos por la puerta.

Lo que sirven en la Food Fair no es lo que yo considero una cena como es debido. Mi padre nunca hubiera venido a un sitio como éste. Él pertenecía a una época anterior a la comida rápida. Pero esta noche Sarah y yo nos sentamos a una mesa bajo el enorme techo del centro comercial, junto a un centenar de otros padres e hijos que cortan pizzas de queso con cuchillos de plástico. A Sarah le gusta la pizza sin nada, sólo con una especie de queso blanco que parece goma y no sabe mucho mejor. Nada de verdura. Ni siquiera perejil. La verdura es veneno.

Tardamos en cenar nada más que diez minutos. Pasamos el siguiente cuarto de hora haciendo cola para sacar las entradas. Le damos un buen mordisco a nuestros ahorros para conseguir que nos dejen entrar en el cine y luego nos endeudamos hasta las cejas comprando palomitas. Una vez dentro, pasamos una hora viendo tráilers, suficientes escenas de acción como para que uno se maree, con el sonido a un volumen estruendoso, capaz de resucitar a los muertos. Por los precios que cobran, deberían dar tapones para los oídos y parches para los ojos.

Finalmente comienza la película. Sarah no deja de comer palomitas. Yo me arrellano en la butaca, con la cabeza en el respaldo y las rodillas contra el asiento de delante. Cuando ya me he metido tanto como Sarah en el argumento, noto una mano en el hombro. Me enderezo en el asiento y de pronto noto en la oreja el cálido aliento de un susurro.

– Paul.

Me vuelvo. Es Harry.

– Oiga, señor, estoy tratando de ver la película. -La mujer sentada a mi espalda mira a Harry con irritación.

Mi socio está frente a ella, probablemente pisándole los pies, metido entre las dos filas de asientos.

– Perdone, señora. Se trata de una emergencia.

– ¿Por qué no hablan fuera?

– Eso quiero hacer. -Harry parece estar sin aliento-. Tenemos que hablar. -Señala hacia la salida.

Sarah me mira y pone los ojos en blanco, como si ya hubiera supuesto que la cosa era demasiado buena para durar.

Le doy una palmadita en la rodilla.

– Tranquila, bonita. Vuelvo en seguida.

– Sí, seguro.

Yendo hacia el pasillo, molesto a todos los de la fila, y luego sigo a Harry en dirección a la salida. Ya al otro lado de la puerta, él no se detiene, sino que continúa andando en dirección al vestíbulo.

– ¿Por qué no hablamos aquí?

– Porque no estoy solo -me dice Harry-. Tenemos un problema. La policía ha encontrado a Suade. Hace unas horas.

– ¿A qué te refieres?

– Está muerta -anuncia Harry.

– ¿Qué? ¿Cómo?

– Ignoro los detalles. Pero apostaría lo que fuese a que no se trató de un ataque al corazón.

– ¿Cuándo fue?

– No sé. A última hora de la tarde o a primera hora de la noche. No están seguros. Encontraron el cuerpo hace unas horas. Pero lo peor no es eso.

– ¿A qué te refieres?

– No sé dónde está Jonah.

– Estaba contigo, en la oficina de Susan.

– Lamentablemente, no fue así. Por eso te llamé a casa. Jonah salió hecho una fiera de la oficina de McKay a los pocos minutos de llegar. Uno de los abogados de McKay estuvo de acuerdo contigo en que la información de Jonah no era suficiente para conseguir que Suade fuera declarada en desacato. El tipo le dijo a Jonah que el departamento no podía hacer nada.

»Jonah se cabreó y dijo un montón de cosas indebidas. Luego se fue hecho una furia.

– Maldita sea.

– Lo siento.

– No es culpa tuya. Debí ir contigo.

– No habría servido de nada -dice Harry-. Créeme. Cuando ese viejo se cabrea, no hay nada que pueda calmarlo, salvo un buen porrazo en la cabeza. Para cuando salí a la calle, él ya se había marchado. Se montó en un taxi y desapareció.

– ¿A qué hora fue eso?

Harry se rasca la nuca y reflexiona durante unos momentos.

– A eso de las dos. Quizá a las dos y cuarto. Cuando llegué a casa, llamé a su mujer. Ella no lo había visto. Fue entonces cuando comencé a preocuparme. Jonah había dicho cosas bastante fuertes. Ya lo oíste en tu despacho esta mañana.

– ¿Lo buscaste en su barco?

– Sí. No estaba allí. Y tampoco vi su coche.

– Entonces, él pasó a recogerlo -le digo:-. Esta mañana, yo llevé a Jonah a la oficina. Él dejó su coche en el estacionamiento del puerto deportivo. Yo pensaba llevarlo otra vez allí después de la reunión, pero lo olvidé.

Cuando llegamos al vestíbulo comprendo por qué hemos ido hasta aquí. Susan está junto a la taquilla, junto al detective Brower. Susan se retuerce las manos, hecha un manojo de nervios.

– ¿Sabes ya lo que ha sucedido? -me pregunta en cuanto me ve.

– Sí.

– Traté de hablar con él, pero Jonah no atendía a razones. El abogado le dijo…

– Sí, ya sé. Harry me lo ha contado. ¿Cómo averiguasteis lo de Suade?

Brower responde por ella:

– Lo escuché por la radio del coche. En la frecuencia de la policía.

– ¿Cuándo? ¿A qué hora?

– Pues no lo sé. -Brower mira a Susan-. Yo regresaba de mi cita de trabajo en la parte este del condado. Serían las cinco y media o las seis. Llamé a la oficina desde el teléfono móvil del coche. Hablé con Susan, con la señora McKay. Ella aún no se había enterado de nada.

– No sé si los medios habrán difundido ya la noticia -dice Susan.

Por las expresiones de todos ellos, me doy cuenta de que están pensando lo mismo que yo: ¿dónde estaba Jonah?

– ¿Informaron sobre la causa de la muerte? -le pregunto a Brower.

– En ese momento ni siquiera sabían si estaba muerta -dice Brower-. Estaban llamando a los paramédicos. Según los informes, parecía tratarse de una herida de arma de fuego.

– Llamé a tu casa -me dice Susan-. Habías salido, y llamé a Harry. Él acababa de escuchar sus mensajes y me dijo que estabas en el cine. ¿Y Sarah?

– Dentro.

– ¿Quieres que me quede con ella y luego la lleve a casa? -propone Susan.

Pienso durante un instante. Sarah se sentirá defraudada, pero, dadas las circunstancias, no tengo alternativa.

– Vale, de acuerdo. -Llevo a Harry a un lado, a fin de que Susan y Brower no puedan oírnos-. Ve al barco de Jonah y aguarda allí. Si él aparece, llámame al móvil. -Me aseguro de que Harry tiene el número-. No te acerques a él.

Harry me mira.

– ¿No estarás pensando…?

– En estos momentos no sé qué pensar. Llamaré a Mary a su casa, a ver si Jonah ha regresado.

– Ahórrate la molestia -dice Harry-. Yo llamé hace cinco minutos desde el teléfono público de ahí enfrente. No estaba en casa. Ella no lo ha visto en todo el día.

– Fantástico. ¿Le contaste a Mary lo sucedido?

– No. Me pareció que no había por qué preocuparla.

Recapacito durante unos momentos.

– Suade tenía un millón de enemigos. ¿Por qué han de sospechar de nuestro cliente?

– Eso pregúntaselo a Brower. Ya viste su expresión. Además, si Jonah ha cometido una estupidez, si una conversación con Suade terminó por las malas, ¿qué ocurrirá si vuelve a casa? Si está alterado y es presa del pánico, podría suceder cualquier cosa. -Harry comprende lo que pienso. Asesinato, después suicidio… todo entra dentro de lo posible.