Выбрать главу

Los labios de Jenson están curvados en una amplia sonrisa. El policía mira a su alrededor, primero a un lado, luego al otro, y encuentra lo que busca detrás de donde nosotros nos hallamos, en el interior de uno de los coches patrulla estacionados.

– Ahí está. -Señala con un dedo-. El tipo parece un fugitivo de la leprosería del padre Damián. Da miedo mirar debajo de los harapos. La nariz lo mismo se le cae. Hice que lo metieran en el coche patrulla de Jackson, porque no quería que me dejara el mío hecho un asco.

– La graduación tiene sus privilegios -dice Brower.

– Desde luego.

Jenson y Brower continúan charlando mientras yo estudio al individuo en la parte trasera del coche patrulla. Debido a la oscuridad, lo único que alcanzo a ver es una silueta. Pero si me cabe alguna duda, ésta queda despejada por el carrito de supermercado que hay junto al parachoques posterior del vehículo policial. No pueden existir dos con las mismas bolsas de plástico en el interior y con una de las ruedas que no llega a tocar el suelo. Las bolsas de plástico son las mismas que yo he visto esta mañana desperdigadas por el suelo.

– ¿El vagabundo vio algo? -pregunta Brower.

Jenson responde con un encogimiento de hombros.

– Digámoslo así: si yo fuera el puñetero asesino, nada me gustaría más que tenerlo a él como testigo.

– ¿Cabe la posibilidad de que el culpable sea él? -pregunto.

– Sólo si alguien le enseñó dónde estaba el gatillo e impidió que chupase el cañón del arma confundiéndolo con el gollete de una botella. No creo que esté entre los sospechosos. Dos agentes tuvieron que llevarlo en volandas hasta el coche, porque el tipo caminaba a paso de tortuga.

– ¿No hay otros testigos? -pregunta Brower.

– Hasta ahora no hemos encontrado a ninguno -responde, negando con la cabeza-, aunque la noche es joven.

Mientras hablamos, otro hombre, un técnico en mangas de camisa y con el nudo de la corbata aflojado, se acerca a la cinta amarilla. El tipo lleva guantes quirúrgicos blancos, y Jenson levanta la cinta para que el otro pueda pasar por debajo sin inclinarse demasiado. El técnico lleva dos pequeñas bolsas de papel en una mano, y una bolsa de plástico para meter pruebas en la otra.

– ¿Qué llevas ahí, Vic? -Jenson es todo ojos.

– Mira. -Vic, el técnico, le muestra la bolsa transparente, en cuyo interior hay un casquillo de bala de reducido calibre. Es tan pequeño que a esta distancia casi resulta imposible verlo-. Tres ochenta -sigue-. Suficiente para liquidarla. El tiro fue a quemarropa. Encontramos el casquillo junto al cuerpo. Creemos que tras el disparo se enganchó en las ropas de la mujer. Cuando el tipo la echó fuera, el casquillo cayó al suelo.

– ¿Qué es eso de que «la echó fuera»? -pregunta Brower.

– Suponemos que la mujer estaba en el interior de un coche aparcado frente al callejón con el tipo que la mató. Él le pegó el tiro en el interior del vehículo, echó el cuerpo fuera, y se alejó callejón abajo. -Señala en la dirección adecuada con la mano en la que sostiene las bolsas de papel.

– ¿Cómo llegasteis a esa conclusión? -pregunta Jenson.

– Porque sobre el cadáver encontramos cosas que parecen proceder del cenicero del coche.

– ¿Qué cosas?

Vic abre una de las bolsas de papel, mete en su interior la mano enguantada y, cuidadosamente, saca dos colillas de cigarrillo.

– Tienen pintalabios en la punta -dice el técnico-. ¿Lo ves? Aquí. Parece que es del mismo color que el lápiz labial que la víctima llevaba en el bolso. Y la marca de los cigarrillos también es la misma.

– ¿El bolso estaba junto al cadáver?

– Y el billetero, con doscientos dólares en efectivo, las llaves y suficientes tarjetas de crédito como para que un yonqui pudiera haber pasado todo un fin de semana haciendo compras.

– O sea que no se trató de un robo -dice Jenson.

– Parece ser que no. Pero el tipo se dejó algo más -dice el técnico.

Vuelve a meter las colillas de cigarrillo en la bolsa, abre la otra y mete la mano en ella. Esta vez, lo que saca es de mayor tamaño, marrón y cilíndrico: la colilla de un cigarro bastante grande.

– Quizá encuentren mascadas en él -dice. Se refiere a impresiones dentales que un técnico forense puede vaciar para identificar a su propietario por la mordida.

Sospecho que los del laboratorio forense van a trabajar horas extra en el puro. Puedo darme cuenta de que Brower ha tenido la misma idea que yo.

De momento, lo único que hace es mirarme, la viva imagen de la inquietud. Mete la mano en el interior de la chaqueta y palpa algo que lleva en el bolsillo de su camisa polo. Encuentra lo que busca: el cigarro que hace unas horas le dio Jonah durante la reunión que tuvo lugar en mi bufete.

NUEVE

El condado es una especie de colcha de retales de departamentos de policía. Las localidades de mayor tamaño tienen sus cuerpos de policía propios. Imperial Beach no es una de ellas. La población tiene un arreglo con el sheriff del condado para que su departamento investigue los delitos de mayor envergadura, incluidos los homicidios.

A las tres de la madrugada me paso una mano por los ojos para librarlos del sueño y luego meto a Lena en uno de los espacios de estacionamiento reservados para los visitantes del departamento del sheriff de Imperial Beach.

En la Facultad de Derecho, yo me hacía la ilusión de que sólo los médicos de las salas de urgencia tenían horarios como éste. Esa ilusión ha sido desbaratada por veinte años de ejercicio como abogado penalista.

Según Jonah, no lo han arrestado, y sólo está retenido. Sin embargo, le permitieron hacer una llamada telefónica, y él contactó con mi busca. A mi vez, yo llamé a Mary y le dije que intentaría llevar a su marido a casa. Ella estaba preocupadísima. Luego llamé a Harry. Decidí no despertar a Susan. Por suerte, Sarah está pasando la noche en casa de Susan.

Durante mi conversación con Jonah, él me pidió dos cosas: asesoría legal y un poco de ropa. Le pregunté el motivo de lo segundo, y él respondió que ya me lo explicaría cuando nos viéramos.

Para ser sábado por la noche, el lugar está tranquilo. De la parte posterior de un coche patrulla están sacando a un borracho para someterlo a la prueba de alcoholemia. Cojo la bolsa de supermercado del asiento contiguo al mío, y cruzo rápidamente el parking. Entro y me encuentro bajo el resplandor de los tubos fluorescentes del vestíbulo. Aquí las paredes son de un aséptico color blanco. El suelo está cubierto de linóleo. Tras los cristales a prueba de balas se hallan los policías.

Una corpulenta mujer negra que lleva un top y unos shorts que se le ciñen como un guante está discutiendo con el sargento de guardia ante un escritorio de dentro. Los veo a través del cristal. La voz de ella me llega amortiguada por el grueso muro acrílico. Sin embargo, logra hacerse oír. Insiste en que sólo quería que la llevaran a casa en coche cuando los policías la detuvieron por prostitución. Pronuncia la palabra «trampa» cada dos por tres. Me mira a través del cristal y dice de nuevo la palabra. La repite otro par de veces y luego se la llevan por una puerta que se abre electrónicamente y que conduce al sótano del edificio, donde se encuentran las celdas de detención.

El policía da una patada en el suelo y hace girar su sillón hacia el mostrador de atención al público, frente al cual yo me hallo.

– ¿En qué puedo servirlo?

Yo introduzco una tarjeta de visita por la rendija que hay en el marco metálico que rodea el cristal, y hablo al pequeño micrófono empotrado en los cinco centímetros de acrílico a prueba de balas:

– Represento al señor Jonah Hale. Está detenido. Quisiera hablar con él.

El policía del otro lado coge mi tarjeta, la mira, y luego me mira a mí.