– Dígame algo que yo no sepa.
– Hizo algunos pinitos como falsificadora, pero los cheques que pasó eran de poca monta. También tiene unos amigos verdaderamente pintorescos. A lo último a lo que se dedicaron fue a los robos con allanamiento y al lavado de cheques. Eso fue antes de que a la chica la condenaran por el asunto de drogas.
– ¿Qué hay de sus amigos? ¿Consiguió usted nombres? -Hasta el momento, Harry no ha conseguido averiguar gran cosa.
– Hay un amigo de la chica cuyo nombre sale a relucir cada dos por tres -dice Murphy-. Jason Crow.
El nombre me suena, pero no sé de qué.
– Trabajaba en el aeropuerto -prosigue Murphy-. Era mozo de equipajes.
– Ah, ya recuerdo. -El tipo del que me habló Harry.
– Parece que Crow y Jessica vivieron juntos durante un tiempo. También dicen que él era el que la abastecía de píldoras, marihuana, cocaína… Crow le conseguía de todo. Él la puso en contacto con gente que estaba en peldaños más altos en la escalera de los alimentos químicos.
– ¿Fue así como la detuvieron por el asunto de drogas?
– Es muy posible. Probablemente, el hombre con el que va a hablar usted podrá darle más datos a ese respecto.
– Hábleme de él. ¿A qué se debe tanto secreteo?
– A la naturaleza de su trabajo -dice Murphy-. Él y su socio van a México como pájaros migratorios, sólo que con más frecuencia. Tiendo a creer que trabaja para el gobierno… en secreto.
– ¿Para nuestro gobierno, o para el gobierno mexicano?
– Para el nuestro. Creo.
– Estupendo.
– Es lo que se llama una ocupación de alto riesgo. El tipo no va a decirle a usted su nombre, ni para qué organización trabaja.
– ¿Conoce usted su verdadera identidad?
Murphy niega con la cabeza.
– Entonces, ¿cómo sabe que la información es fidedigna?
– Porque otras que me dio en el pasado siempre resultaron serlo. Si tuviera que apostar por algo, apostaría a que trabaja para la DEA. Lo he visto con otro hombre en un coche con matrícula mexicana. Llevaban armas automáticas en el maletero.
– Quizá sean cazadores.
– ¿Con metralletas Heckler and Koch MP-5 provistas de silenciador? -Me mira como si tales palabras tuvieran un significado especial-. ¿Vio usted por televisión el asalto contra los davidianos? Ésas eran las armas que llevaban los agentes del FBI. Una arma de ésas en buenas condiciones viene a costar unos dos mil dólares. Estar en posesión de una con silenciador podría costarle a uno una condena de entre cinco y quince años en Terminal Island. Yo los acompañé a México en una ocasión. Esos tipos cruzaban una y otra vez la frontera sin necesidad de hacer más que un guiño y una inclinación de cabeza.
– ¿Adónde vamos?
– A un restaurante -contesta él.
– No sé por qué, pero me siento como un personaje de El padrino.
– No se preocupe -dice él-. No hay revólveres escondidos en el baño.
– Eso es lo que me preocupa.
Él se echa a reír.
– Bueno, volviendo a su amiga Jessica, ella y el tal Crow tuvieron montado un buen chanchullo por medio del trabajo de él en el aeropuerto. Él facturaba las maletas y conseguía direcciones por medio de las etiquetas de los equipajes. Luego ella, con unos amigos, vigilaba las casas para ver si había alguien en el interior. Periódicos tirados ante la casa, los vecinos recogiendo la correspondencia. Si un domicilio parecía estar vacío, lo allanaban y lo dejaban limpio. Así fue como pescaron a Crow. Un vecino suspicaz llamó a la policía.
»Lo más interesante de esto es que los policías encontraron pruebas incriminatorias contra Jessica cuando la arrestaron. Tenía en su poder objetos robados que la relacionaban con Crow y con los robos. Pero las autoridades no formularon cargos contra ella.
– Quizá fuera un asunto de poca monta.
– ¿Trescientos mil dólares en objetos robados?
Suelto un sonoro y prolongado silbido.
– ¿Y por qué la ley no hizo nada?
– Eso tendrá que preguntárselo usted al hombre con el que vamos a entrevistarnos.
Seaport Village es Disneylandia sobre las aguas, sin las atracciones. Un montón de tiendas. Gente yendo y viniendo, comiendo conos de helado y buscando un banco en el paseo marítimo entarimado que hay frente a la bahía para descansar los pies fatigados.
Hoy el lugar no está demasiado concurrido. Sólo hay unos cuantos turistas buscando en las tiendas de recuerdos algo para llevarse a casa.
Subimos un tramo de escalera hasta una pasarela que salva el paseo entarimado y hace de puente entre dos pequeñas tiendas. Llegamos a la entrada de un restaurante. Está cerrado.
– ¿Está usted seguro de que fue aquí donde le dijo que nos reuniríamos?
Murphy no contesta, pero llama a la puerta con las llaves de su llavero. Un par de segundos más tarde nos abre un hombre que viste chaqueta de sport oscura, holgados pantalones que cuelgan de sus piernas como una inmensa bandera y un jersey oscuro de cuello alto.
– ¿Cómo te va, amigo? -le dice a Murphy-. Pasen.
El hombre debe de medir bastante más de dos metros y no sólo es alto, sino también corpulento. Su ropa debe de hacérsela Ornar, el fabricante de carpas de circo. Lleva unas gafas oscuras que le ocultan la mitad de la cara y se curvan sobre los ojos, como el parabrisas de un Cadillac de los años sesenta. En la muñeca izquierda luce un reloj de oro, un Rolex del tamaño del espejo del telescopio Hubble. Estrecha la mano de Murphy y luego me mira a mí.
– ¿Qué tal?
Me mira de arriba abajo, y me siento como si me estuviese radiografiando desde detrás de las enormes gafas. El poco pelo que le queda es castaño oscuro, y lo lleva recogido hacia atrás, formando una cola de caballo en la parte posterior del cuello.
– Bob los espera en la galería -dice, y le hace un ademán a Murphy, que echa a andar por delante de nosotros.
Mientras cruzamos el desierto restaurante en dirección a la galería desde la que se divisa el mar, noto en la nuca el aliento del hombretón. Cuando llegamos, veo a su socio. Es casi tan alto como el que nos acompaña, está recostado en la barandilla y nos sonríe.
– Hola, Murph. Cuánto tiempo. ¿Qué tal los negocios? -Mientras habla con Murphy, no me quita ojo.
– Bien, muy bien -contesta Murphy.
– Éste debe de ser el hombre del que me hablaste…
El tipo recostado contra la barandilla tiene el volumen de una montaña de tamaño medio. Los hombros y los cuartos traseros parecen los de un luchador de sumo, y lleva unas gafas oscuras que sólo son ligeramente más pequeñas que las de su compañero. Su pelo, rubio y rizado, tiene amplias entradas, como una glaciación en retirada, y sus bronceados brazos parecen los de Popeye.
– Bob, éste es Paul -me presenta Murphy.
Alargo la mano y ésta se pierde en la de Bob, lo cual hace que me acuerde de cuando yo tenía seis años y mi padre me llevaba de la mano.
– ¿Paul…? -Se inclina hacia adelante y me mira, escrutador. Evidentemente, le interesa conocer mi apellido-. Paul, ¿qué?
– Mis amigos me llaman simplemente Paul, Bob -sonrío, saco las gafas de sol del bolsillo superior de mi chaqueta y me las pongo. Plantados aquí en la galería parecemos los Blues Brothers.
El rostro de Bob es como la superficie de la luna, picado de viruelas y con cráteres en los que uno podría perderse.
– Siéntense -dice.
Murphy ha mantenido su palabra. Por lo visto no les ha dicho ni mi nombre ni el motivo de que yo me sienta tan interesado por Jessica Hale.
Arrimamos sillas y nos sentamos en torno a una mesa que parece que no ha sido limpiada desde Navidad. Bob se mira los codos tras reposarlos en el tablero de cristal.