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– ¿Conoce usted a Jack? -me pregunta Bob.

– Me lo acaban de presentar.

– Los de Hacienda cerraron este local hace unos meses -sigue Bob-. Por falta de pago. Disponemos de unos cuantos lugares como éste en toda la ciudad. No nos gusta deshacernos de ellos demasiado pronto. Resultan prácticos… para reuniones como ésta.

– ¿Dónde vamos a almorzar? -pregunta Murphy.

– Pensábamos que vosotros ibais a traer el condumio. -Bob suelta una resonante carcajada. No tiene aspecto de ser aficionado a saltarse las comidas.

– Si quieren, le puedo decir a Jack que mire en la barra, a ver si encuentra alguna botella. Pero, pensándolo bien, no hace falta. Esto no nos llevará mucho tiempo. Quizá, cuando hayamos terminado, Paul nos invite a almorzar. -Me mira como si esperase que yo abra mi billetero y le deje echar un vistazo a mis tarjetas de crédito-. Tengo entendido que anda buscando usted a Jessica Hale. ¿Puedo preguntarle por qué? -El tipo va al grano. Nada de andarse por las ramas.

– Puede preguntarlo -respondo.

Nos miramos a los ojos a través de las gafas.

– Pensaba que esto iba a ser un intercambio de información -dice él.

– Usted primero.

– ¿Qué desea saber?

– ¿Por qué el gobierno federal no la encausó por tráfico de drogas?

– ¿Por qué cree usted que fue?

– Porque ustedes deseaban que ella les diese algo a cambio.

Él dispone los dedos de la mano derecha a modo de pistola y deja caer el pulgar como percutor.

– ¿Qué era lo que el gobierno deseaba?

– Eso son dos preguntas -dice él.

– Sí, pero usted aún no me ha contestado a la primera.

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Ahora responde usted a una pregunta con otra pregunta. De acuerdo. Parto de la base de que si esa mujer fue drogadicta, tal vez haya vuelto a consumir, si es que alguna vez lo dejó. Viejos hábitos, viejos amigos. El que le suministra las drogas puede conocer su paradero. Tal vez usted sepa quién es su camello. Eso sería una buena pista.

– No lo será.

– ¿Por qué está tan seguro?

– Porque nosotros también andamos buscándola. Nos debe cierta información. Parte de un trato que ella no cumplió. Hemos buscado en los sitios que antes frecuentaba. No la han visto por ninguno de ellos. Les hemos apretado las tuercas a los tipos que la conocían. Si supieran su paradero, nos lo habrían dicho.

– ¿Para qué la quieren? -pregunto.

– ¿Ha oído usted hablar de un hombre llamado Esteban Ontaveroz?

– No.

– Se lo conoce también como El Chico, Jefe, Enfermo de Amor [2] -dice Jack-. El tipo no parece sufrir de complejo de inferioridad.

»Sospechamos que Ontaveroz estuvo implicado en la muerte de dieciocho personas en una pequeña población situada al norte de Ensenada, hace cosa de un año. Tal vez leyera usted la noticia en los periódicos. Mataron a niños, a mujeres. Una de ellas estaba embarazada. Los sacaron a un patio, los hicieron tumbarse boca abajo, y los ametrallaron. Fue como una ejecución.

Bob coge un sobre de la silla que tiene al lado y saca una foto de diez por quince, borrosa, y la deja sobre la mesa, frente a mí. En ella aparece un hombre alto, de tez morena y mejillas sumidas hablando con otro tipo por encima del techo de un coche. El otro hombre le da la espalda a la cámara, pero la cola de caballo, el tamaño del cuerpo y los hombros de toro hacen que resulte parecidísimo al compañero de Bob, el tal Jack. La foto tiene mucho grano y parece haber sido tomada desde lejos, con teleobjetivo, y luego ampliada.

Miro, me encojo de hombros y meneo la cabeza.

– No lo había visto en mi vida.

– Es un narcotraficante, con base en Chiapas. Un hombre de negocios. Podría llamarlo usted transportista.

– No, lo más probable es que él lo llamase cliente -dice Jack.

– Procura ser más amable. -Bob mira a su compañero y luego vuelve a fijar los ojos en mí.

– Según los mexicanos, Ontaveroz tiene una flota de aviones que haría palidecer de envidia a la FedEx. Y también tiene un lema: «Plata o plomo.» Soborno o balazos. O aceptas su dinero, o más vale que tengas pagado tu funeral de antemano. Antes hacía de intermediario de los abastecedores situados más al sur, en Guatemala, Colombia y Costa Rica, pero últimamente se ha trasladado más hacia el norte, y ahora trata de meterse en Estados Unidos. Está conectado con el cártel de Tijuana, que controla la mitad de la frontera entre México y Estados Unidos. El cártel de Juárez controla la otra mitad. Dicen que son diez veces más poderosos que la mafia norteamericana en sus mejores tiempos. Todos los años invierten en sobornos más de lo que el gobierno mexicano gasta en sus fuerzas policiales.

– Casi el doble -apunta Jack.

Por como lo dice, parece como si él hubiera probado el sabor de su dinero, un pensamiento que me guardo para mí, recordando al toro que tengo plantado detrás de mi silla.

– Llevamos casi cinco años vigilando al tal Ontaveroz y tratando de echarle el guante -dice Bob-. Una de nuestras mejores bazas fue Jessica Hale. Ella y Ontaveroz vivieron juntos durante más de un año. Ella estuvo durante algún tiempo en México con él, dándose la gran vida. Acapulco, Cancún, Cosamel. La chica también hizo de mula. Pasó droga procedente de México por la frontera.

– Pero creemos que eso fue secundario en la relación entre ambos.

– Ni que hubieran estado ustedes en el dormitorio tomando fotos -digo.

– Tenemos información muy sólida. Si quiere usted fotos, las podemos conseguir -dice Jack.

– No me cabe duda.

– Jessica conocía los pormenores más íntimos de la organización de Ontaveroz -dice Bob-. Es la única que podría conectar al tipo con ciertas operaciones de envergadura.

– Y la chica también sabe dónde están enterrados ciertos cuerpos -dice Jack-. Y no lo digo metafóricamente. Con lo que ella sabe, habría suficiente para poner a Ontaveroz a la sombra en México durante largo tiempo, quizá de por vida. En nuestro país se me ocurren un par de estados a los que les encantaría inyectarle en la vena algo más que los productos con los que él trafica. Eso es lo que Jessica podía ofrecernos.

– Pero dice usted que la chica no cumplió el trato.

– Nos dijo mucho menos de lo que nos había ofrecido para conseguir el trato de favor -dice Bob-. Nos dio cierta información, hizo de testigo en unos cuantos casos… un poquito aquí, otro allá. Nos permitió arrestar a unos cuantos peces chicos. Detuvimos a un par de compradores de Ontaveroz, y desarticulamos su organización por un breve período de tiempo. Pero la mayor enchilada desapareció de la bandeja cuando ella se esfumó.

– En opinión de los que hicieron el trato -dice Jack-, los abogados del Departamento de Justicia, Jessica no estuvo a la altura de lo prometido y quieren volver a encerrarla. Ahora díganos usted por qué está interesado en ella.

– No estoy particularmente interesado en ella. Sólo la considero un medio para conseguir un fin. A la que quiero encontrar es a su hijita. La custodia legal la tienen los abuelos.

– ¿Y usted trabaja para ellos? -pregunta Jack.

Asiento con la cabeza.

– ¿Y qué es usted? ¿Abogado? ¿Detective?

– Se lo diré cuando usted me diga para quién trabaja.

Él se limita a sonreír, intentando leer mis ojos a través del cristal polarizado.

– Sus padres, quiero decir los de Jessica, ¿saben algo? ¿Respecto a los amigos de la chica? ¿A sus negocios? ¿Conocerán su paradero?

– Si ellos supieran algo, yo no estaría hablando con usted.

– Ellos estaban enterados de lo de Zolanda Suade -dice él.

Miro a Murphy. Un hombre que tiene informadores como éstos tiene que darles algo para mantener abiertos los canales. Pero él alza las manos en ademán de protesta.

– Yo no les conté nada. Ellos ya lo sabían -me dice.

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[2] En español en el original. (N. de la t.)