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– Tuvimos a Suade vigilada hace un mes, a raíz de la desaparición de Jessica -dice Bob-. Lo cual suscita una pregunta; ¿por qué no nos habló usted de ella?

– Estoy obligado por la norma de confidencialidad hacia el cliente -le digo.

Bob alarga la mano hacia la silla que tiene al lado, coge un periódico y lo planta en la mesa, frente a mí. El titular pregona a dos columnas: «Defensora de mujeres maltratadas, asesinada.»

– Supongo que podría decirse que esa fuente se ha secado -dice Jack-. O sea que usted sospecha que Suade ayudó a Jessica y a la niña a desaparecer.

– Esa es la teoría -contesto-. ¿Qué los condujo a ustedes hasta Suade?

– Sabíamos que Jessica se había puesto en contacto con ella.

– Por las cartas que escribió desde prisión -dice Bob-. A las presas les censuran las cartas. Cuando salió libre, Suade ya figuraba en su lista de contactos.

– ¿Y quién más figuraba en esa lista? -pregunto.

– Eso ya es demasiado personal. -Sonríe, como si la pregunta rebasara los límites de lo permitido-. ¿No tiene usted ni idea de dónde está Jessica?

– Esperaba que me lo dijera usted.

– Si lo supiéramos, la detendríamos -dice Bob.

– Mientras todavía hay algo que detener -añade Jack.

– ¿Qué quiere decir?

– Que nosotros no somos los únicos que la buscan.

– ¿Ontaveroz?

Bob vacila por un brevísimo instante.

– Sería beneficioso que cooperásemos -dice-. Manténgase en contacto con nosotros.

– ¿Por qué?

– Tenemos intereses comunes. Usted quiere encontrar a la niña; nosotros queremos encontrar a la madre. A Ontaveroz no le hace gracia que Jessica ande suelta por la calle sabiendo todo lo que sabe.

– ¿Aunque ella no lo haya delatado? Si lo que usted dice es cierto, la chica cumplió una sentencia de dos años y en ningún momento mencionó el nombre de él.

– Eso fue entonces. Esto es ahora -dice Bob-. Las personas como Ontaveroz tienen una marcada tendencia a la inseguridad. Ésa es su enfermedad ocupacional. También nos han contado que antes de ingresar en prisión, la chica había apartado algún dinero. Probablemente, ahora está viviendo de éclass="underline" del dinero que le dieron por la droga que había transportado al otro lado de la frontera pocas semanas antes de su arresto. Ese dinero pertenecía a Ontaveroz y a sus amigos. Y ellos desean recuperarlo.

– Pero lo que más desean es verla a ella muerta -dice Jack-. Lo cual, si no me equivoco, podría resultar una grave complicación para la niña.

ONCE

Esta mañana nos dirigimos hacia el centro de la ciudad, alejándonos de la subestación de policía de Imperial Beach. Hacemos esto para esquivar a los medios, que ahora ya han montado el círculo habitual. El asesinato de Suade está adquiriendo una dinámica peligrosa.

Tal vez en vida Zolanda tuvo un pasado discutible, pero tras su muerte la mujer está alcanzando proporciones de figura mítica. Ya han hablado de su muerte en los noticieros nacionales, no los de la televisión por cable, sino los de las principales cadenas. Su asesinato fue aireado como el último crimen importante en contra de las mujeres.

Da la sensación de que en la actualidad todo crimen de alguna relevancia adquiere dimensiones nacionales. Bien venidos a la aldea electrónica. Si tu asesinato cosecha el suficiente número de imágenes digitales en el millón de canales por cable que son la bendición de nuestro país, tu óbito tiene posibilidades de entrar en esa lotería cuyo primer premio es el calificativo de «crimen del siglo».

La teoría más extendida es que el asesinato de Suade lo cometió un marido demente, algún varón blanco de mediana edad, el marido de una de las mujeres que se hallan protegidas por la organización de Zolanda.

Pero lamentablemente para nosotros, la policía está a punto de tirar por tierra esa teoría. Esta mañana recibí la llamada que todos los abogados temen.

– ¿Está usted dispuesto a traernos a su cliente?

La llamada fue un obsequio de Floyd Avery, teniente de homicidios. La alternativa era que arrestasen a Jonah en su casa, frente a todos sus vecinos y con unidades móviles de televisión estacionadas frente a la puerta.

Jonah llevaba más de una semana bajo vigilancia. Coches sin distintivos oficiales estacionados frente a su casa, una fuerte escolta de personal del sheriff cada vez que Jonah se acercaba a su barco, que lleva desde la mañana siguiente al asesinato inmovilizado en el muelle por una orden judicial de registro.

Si él hubiese puesto el pie en algún otro barco o se hubiera hecho a la mar con alguno de sus amigotes -cuyo número, por cierto, no deja de disminuir-, estoy seguro de que la Guardia Costera los hubiese interceptado antes de que salieran de la bahía.

Mary va en el asiento posterior, junto a Jonah. Harry conduce. Para esta ocasión estamos utilizando el Cadillac de Jonah, ya que ni mi vehículo ni el de Harry están a la altura. El coche deportivo de mi cliente, un Explorer verde oscuro, ha sido confiscado por la policía y llevado al depósito municipal para ser sometido a análisis. Estarán usando el aspirador en los asientos para buscar el otro casquillo de bala, el que no encontraron en el lugar de los hechos.

– Quizá si yo hubiera hablado con la policía, ellos no habrían hecho esto -dice Jonah.

– No lo creas -respondo.

– ¿Por qué han decidido arrestarme? ¿Porque dije cosas que no sentía?

– No lo sé. Pero hablar con los investigadores no sería ninguna ayuda. No te conviene abrir la boca hasta que sepamos cuáles son las pruebas que hay en tu contra.

– Y puede que eso no lo averigüemos hasta que se celebre el juicio -dice Harry.

– ¿Qué pruebas pueden tener? -pregunta Mary-. Él no lo hizo.

El pétreo silencio que se produce a continuación de éstas palabras hace que Jonah me mire.

– No estoy seguro de que Paul nos crea, cariño. Yo no la maté. -Se ha echado hacia adelante y ha hablado con convicción. Luego se retrepa en el mullido cuero-. Zolanda merecía morir, pero yo no lo hice.

– Vaya, eso es fantástico -comenta Harry-. Díselo a la policía.

– ¿El qué? ¿Lo de que yo no lo hice?

– No. Lo de que «Zolanda merecía morir» -responde Harry-. El fiscal sólo tardaría un par de segundos en convertir eso en una admisión de culpabilidad.

– Nunca se me ocurriría decírselo al fiscal -dice Jonah.

– Es un alivio -responde Harry.

– ¿Lo dejarán en libertad bajo fianza? -pregunta Mary.

– No lo sé. Solicitaremos una audiencia. -Pero añado que la decisión dependerá del juez. Sospecho que, debido a la proximidad de la frontera, a la desahogada posición financiera de Jonah, y al hecho de que se trata de un delito capital, la decisión puede ser negativa. Pero decido que no es momento de aumentar con esto las preocupaciones de Mary.

– Tiene que haber alguien que te viera esa noche -le dice ella a su marido-. Haz memoria. Trata de recordar.

– Lo he hecho una y otra vez -dice Jonah. Se siente cansado, y su rostro está surcado por arrugas de preocupación. Representa los años que tiene y unos cuantos más.

– ¿Ni siquiera te paraste a tomar café? -pregunta ella.

– No. Lo único que hice fue conducir.

– Pero si tuvieras una coartada…

– El caso es que no la tengo.

Mary no es ninguna tímida violeta. Debe de tener diez años menos que Jonah, cabello rubio que estoy seguro de que es teñido, y lleva maquillaje para cubrir las arrugas de la edad. Es una mujer alta, de casi metro setenta y cinco, y más bien corpulenta.

– Yo podría declarar que estaba conmigo a la hora del asesinato. -Se echa hacia adelante, y agarra con las manos el respaldo de mi asiento. Los nudillos se le blanquean. La expresión de su rostro es la de una mujer desesperada.

– No me parece buena idea -digo.

– A mí nadie me lo ha preguntado, y yo no he declarado que no estaba con él.