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– Pero a él le preguntaron cuánto tiempo llevaba en la playa.

– Pudo haberse equivocado porque se sentía confuso.

– Entonces se preguntarían por qué esperó usted tanto antes de ofrecer esa coartada para su esposo.

– Me encontraba en estado de shock -dice ella-. No me era posible pensar con claridad.

– Bien -dice Harry-. Seguro que eso colará. -Me mira por el rabillo del ojo.

– Si él estaba contigo, ¿a qué hora se fue a dar un paseo, el que lo condujo hasta la playa? -Me vuelvo hacia ella y la miro con las cejas enarcadas.

– No lo sé. No me acuerdo.

– ¿Y qué estuvisteis haciendo los dos en la casa hasta que él se marchó?

No obtengo respuesta.

– ¿Adónde te dijo que se iba cuando se fue? ¿Por qué se marchó?

Ella comienza a mirarme con malos ojos. No le parece bien que le haga preguntas que no puede contestar.

– ¿Estaba contigo?

Ella vacila.

– Ahora soy yo el que te lo pregunta a ti. ¿Estaba contigo?

– No.

Me vuelvo de nuevo hacia adelante y me arrellano en el asiento. La policía y el jurado verían las palabras de Mary como lo que realmente son: el desesperado intento de una mujer de salvar a su marido. El hecho de que Mary considerase necesario cometer perjurio haría que todos llegaran a la conclusión de que si ella mentía era porque pensaba que su esposo era culpable.

– Además, no sabemos la hora exacta de la muerte de Suade -digo-. Eso dificulta aún más cualquier coartada.

– Es cierto -asiente Harry-. Usted pudo ser la última persona a la que vio antes de liarse a tiros -lo dice mirándome, con un ojo en la calle.

Más de una vez ha cruzado por mi mente la idea de que los técnicos del sheriff pueden haber encontrado mis huellas dactilares en la tienda de Suade. He estado ensayando mi respuesta para el caso de que me pregunten. Estoy dispuesto a decirles que vi a Suade y hablé con ella aquella mañana. De lo que no estoy tan seguro es de si estoy dispuesto a hablar del tema de nuestra charla, ya que esto podría ser considerado el motivo de Jonah para matarla. Así que si me lo preguntasen me acogería al privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente.

– No disponemos de mucho tiempo para hablar -les digo-. Hay una cosa. Cierta información. ¿Alguno de vosotros oyó a Jessica mencionar a un hombre llamado Esteban Ontaveroz?

Mary mira a Jonah. La veo por el espejo de cortesía de detrás de la visera parasol, que he bajado.

Jonah parece desconcertado y niega con la cabeza.

– ¿Es uno de sus novios? -pregunta.

– Tal vez.

– Nunca llegué a conocer a ninguno de los hombres con los que ella salía -dice él-. Y bien sabe Dios que los hubo en cantidad.

– ¿Quién es ese Ontaveroz? -pregunta Mary.

– En estos momentos no tenéis que preocuparos por ello. Pero ¿estáis seguros de que nunca la oísteis mencionar ese nombre?

Los dos niegan con la cabeza.

El trayecto se hace más y más sombrío según nos acercamos al centro de la ciudad, como si el destino de nuestro viaje fuera la guillotina. Harry se mete por Front Street, a una manzana de los juzgados, y se detiene frente a la nueva cárcel del condado. Nos deja en la acera y él se va a estacionar el coche.

Jonah se llena los pulmones de aire cuando ve la puerta de acero y cristal de la entrada.

– ¿Te encuentras bien? -pregunto.

Está pálido y su aspecto es el de un hombre derrotado: hombros caídos, espalda encorvada, mechones del escaso cabello agitándose a impulsos de la brisa.

Jonah asiente con la cabeza.

– Estoy bien. -Luego se me acerca y me susurra al oído-: Llévala a casa. -Por un momento creo que se refiere a su nieta, Amanda. Luego me doy cuenta de que está hablando de Mary-. Sácala de esto lo antes posible.

Asiento con la cabeza.

– Tenemos una vecina que la atenderá -dice él.

– No necesito que nadie me atienda -dice Mary, que ha oído las palabras de su esposo-. Sé cuidar de mí misma.

– Ya lo sé -dice él. Aparta la mirada de Mary y la fija en la puerta de acero inoxidable. Leo en sus ojos el temor a lo que puede aguardarle dentro del edificio.

Yo me adelanto, abro la puerta y entro, haciendo las veces de escudo sicológico. Mary me sigue, y Jonah va cerrando la marcha.

Cuando me vuelvo advierto que, nada más traspasar el umbral, Jonah vacila. Por un instante temo que vaya a derrumbarse o a dar media vuelta. Desando un par de pasos y lo agarro por un codo, como para darle fuerzas.

– No te preocupes -me dice-. Estoy bien.

El vestíbulo público es aséptico, está brillantemente iluminado, y una de las paredes es una gruesa partición de vidrio a prueba de balas, tras la cual se afanan los adláteres del sheriff.

Avery nos espera. Nos ve a través del cristal, y los guardas carcelarios le franquean el paso a una especie de compartimento estanco, una pequeña recámara no mucho mayor que una cabina telefónica, con puertas de acero a cada lado. Una de ellas ha de estar cerrada antes de que la otra pueda abrirse.

Cuando accede a nuestro lado del vestíbulo, la expresión de Avery es seria.

– Señor Madriani.

Asiento con la cabeza.

– Pase por aquí, señor Hale. -Avery nos indica a Mary y a mí que lo sigamos.

En estos momentos, Harry ya se ha reunido con nosotros, y pasamos de dos en dos a través del compartimento estanco, Avery y Jonah, Mary y yo, y Harry haciendo de non. Mi socio hace que suene un zumbador y queda atrapado en la cabina.

– ¿Qué lleva en los bolsillos? -pregunta un guardia por el sistema de megafonía.

Harry rebusca en sus bolsillos y saca un llavero y una pequeña navaja.

– Póngalo todo en la bandeja -dice el altavoz.

Asoma una bandeja de acero inoxidable y Harry deposita sus cosas en ella. La bandeja desaparece con la misma rapidez con que ha aparecido. Harry prueba de nuevo a abrir la puerta y esta vez lo consigue.

Como si fuéramos por el corredor de la muerte, caminamos por el pasillo bajo la atenta mirada de los guardias del otro lado del cristal. Avery abre marcha, dobla un recodo y llegamos a la zona de recepción. Allí nos recibe un hombre de mediana edad, fornido y calvo, que viste uniforme de alguacil y lleva unas botas en las que están remetidas las perneras de los pantalones. De su cintura cuelga un manojo de llaves. Avanza hacia Jonah.

– Échese hacia adelante, con las manos en la pared.

Jonah me mira. Yo no puedo hacer más que asentir.

– Dentro de un momento le leeré sus derechos -dice Avery.

El guardia coloca a Jonah en posición. Le separa los pies y le registra los bolsillos. Mete en un sobre todo lo que encuentra.

– Eso es su medicina para la tensión -dice Mary-. La necesita.

– Nos ocuparemos de que la tome -dice Avery.

El guardia hace que Jonah se enderece y luego lo esposa con las manos a la espalda.

– ¿Es eso necesario? -pregunto.

– Es la norma -responde el guardia.

Cuando nosotros nos marchemos, lo harán desnudarse, probablemente le registrarán las cavidades corporales, lo obligarán a ducharse, lo necesite o no, y le darán un mono carcelario.

– ¿Podemos hablar un momento antes de que se lo lleve?

El guardia mira a Avery antes de contestar.

– Pueden meterse ahí. -Avery señala una de las celdas de detención, una habitación de hormigón con una gruesa ventanilla de cristal blindado y puerta de acero.

– Harry, ¿por qué no te llevas a Mary al coche?

– No, quiero quedarme.

– Es preferible que te vayas -le digo.

Ella va a oponerse, pero Jonah la interrumpe.

– Me lo prometiste -dice-. Me prometiste que no harías escenas.

Ella se echa a llorar, avanza un paso y rodea con los brazos a su marido. Él no puede corresponder al abrazo, pero la besa en la mejilla y le acaricia el cuello con la barbilla. El abrazo de Mary es como un cepo cerrado en torno a él. Ella casi le hace perder el equilibrio, y el guardia tiene que agarrarlo por un codo para que no se caiga. Harry se adelanta y coge a Mary por un brazo. Jonah le susurra algo al oído, pero sus palabras llegan hasta nosotros.