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– No te preocupes -dice. Ahora hay lágrimas en su rostro y yo no sé a ciencia cierta si son de él o de ella.

Suavemente, Harry obliga a Mary a soltar a su esposo y finalmente los separa. Cuando se dirige hacia la puerta, los labios de la mujer dibujan las palabras «Te quiero». Su cuerpo se mueve en una dirección mientras la cabeza permanece vuelta en la dirección contraria. Alza la mano libre en ademán de adiós.

Tras el cristal de la cabina de control, un guardia acciona el zumbador, y cuando vuelvo a mirar hacia la puerta, Mary y Harry ya han desaparecido.

Avery hace seña al guardia de que abra la pequeña celda de detención. Jonah y yo entramos en ella y la puerta se cierra a nuestra espalda.

– ¿Seguro que estás bien?

Él asiente con la cabeza.

Estoy preocupado. Jonah sufre de tensión alta. Al menos en dos ocasiones lo han tenido que hospitalizar para controlársela. Ése es uno de los argumentos que aduciré ante el tribunal, que su salud estará mejor protegida en su casa que aquí.

– Sólo una última cosa -le digo. Lo miro fijamente a los ojos. Parece ofuscado. No estoy seguro de que me oiga-. Siéntate. -Lo ayudo a acomodarse en el duro banco de acero que está atornillado al suelo-. No hables con nadie, ni respondas a ninguna pregunta. Ni del sheriff, ni del fiscal. No tienen derecho a interrogarte. ¿Entendido?

Él asiente con la cabeza.

– Y, lo que es aún más importante -continúo-, no les digas nada a los otros prisioneros. Puede que te metan en una celda con otro hombre. Mantén la distancia. No te muestres demasiado cordial. Si dices algo a la ligera, pueden desvirtuarlo y utilizarlo luego contra ti. No digas más que hola y adiós. No hables del caso ni de ninguno de sus detalles con nadie. Sólo conmigo y con Harry. ¿Está claro?

– Sí.

– Estupendo. Trataré de que la audiencia para conseguirte la libertad bajo fianza se celebre lo antes posible.

– ¿Crees que hay alguna posibilidad?

– No lo sé. ¿Necesitas algo?

– Mi medicina -dice él-. Y quizá algo para leer.

– Yo te lo traeré.

– Gracias. Supongo que esto es todo. ¿Volverás?

– Mañana. Para ver cómo estás.

Treinta segundos más tarde, el guardia ya está fichándolo, y Avery me acompaña al exterior.

– Una situación trágica -me dice-. Lamento que las cosas tengan que ser así. -De pie en el vestíbulo, con las llaves de su coche entre las manos, Avery me mira con la fría expresión habitual en los policías. Cosas que pasan. Sin embargo, sospecho que, en la escala de uno a diez de la maldad y la peligrosidad de los detenidos, Avery calificaría a Jonah con la nota más baja-. Parece buen hombre -continúa-. Lástima que hiciera lo que hizo.

– Parece estar usted muy seguro.

– Si no lo estuviera, no lo habríamos arrestado.

– Eso cuénteselo al jurado, porque yo no me lo creo.

– Las pruebas son irrebatibles.

Lo miro inquisitivamente.

– No irá usted a negar que el señor Hale formuló amenazas contra Suade unas horas antes de que la mujer muriese.

– La mitad de los habitantes de la ciudad están clavando alfileres en muñecas que llevan el nombre de Suade.

– El señor Hale no tiene coartada. No puede justificar dónde estuvo en el momento del crimen. Y el cigarro, el que encontramos en el lugar de los hechos. Era idéntico al que Brower nos entregó. Dijo que el señor Hale se lo había dado. ¿No es cierto que su cliente repartió puros mientras estaba con ustedes en el bufete?

– Hay mucha gente que fuma cigarros.

– No de esa clase -dice Avery-. Son muy raros. Cubanos. De contrabando. Sólo se venden en el mercado negro. Cuando ganó la lotería, su cliente no debió adquirir hábitos tan costosos. Encontramos una caja de esos cigarros en su casa, en el escritorio de su estudio, y un recibo de la tienda en que los compró. Hemos hablado con el propietario. El hombre está muy inquieto. No quiere problemas con los de aduanas. El señor Hale es el único que compra esa marca en particular. Cuando los analistas del laboratorio terminen sus pruebas, nos será posible decir hasta en qué campo cubano fue cultivado el tabaco. -Me dirige una sonrisa de satisfacción, como Morgan Freeman en una escena en la que él ha tenido la última palabra-. ¿Quiere algo más? -Avery se lo está pasando en grande amargándome el día-. Tenemos pruebas físicas. En las ropas de su cliente y en su coche encontramos sangre y otras cosas. Idénticas a las que encontramos en la víctima. ¿Quiere usted un consejo?

Sin esperar mi respuesta, Avery prosigue:

– Debe usted llegar a un acuerdo con el fiscal cuanto antes. El señor Hale es un agradable anciano. No quisiera verlo pasar el resto de sus días entre rejas… o algo peor.

DOCE

– Me siento como si hubiera sido violada.

– No por mí, espero.

– No digas tonterías. -Susan está rebuscando en el segundo cajón de la cómoda de su dormitorio, donde guarda la ropa interior. Lleva mi camisa blanca, cuyos faldones le llegan hasta la mitad de los muslos. Es su atuendo mañanero cuando las niñas están dormidas en la otra habitación y la puerta está cerrada.

– ¿Qué buscas?

– La cámara. La pequeña de treinta y cinco milímetros con el zoom que sobresale.

– Yo también tengo un zoom que sobresale -le digo, al tiempo que, con la sábana por la barbilla, señalo en dirección a mi entrepierna-. A lo mejor también te sirve. Y es mucho más entretenido que una cámara.

Ella se echa a reír.

– Quiero tomar una foto. Las chicas están amontonadas unas sobre otras en una sola cama. Están tan graciosas que quería sacarles una foto antes de que se despierten. Lo único que se ve son pelos largos y almohadas.

– Si te preocupas por Sarah, tranquilízate. A no ser que le des un buen meneo, no se despertará hasta el mediodía. Y luego tardará cuatro horas en despertarse del todo. Vagará como una zombi, esperando que el desayuno aparezca sobre la mesa por arte de magia y que su hada madrina haga la cama.

– Maldita sea. -Susan está hablando consigo misma, mascullando, mientras revuelve las cosas del cajón-. ¿Recuerdas la que digo? La Olympus que tiene la lente oculta, con funda de imitación de cuero.

– Recuerdo haberla visto.

– Parece ser que también se la llevaron -dice. Susan lleva una eternidad rellenando los formularios del seguro. Una cosa aquí, otra allá. Repasando declaraciones de Hacienda y viejos resguardos de las tarjetas de crédito, buscando recibos que demuestren que tenía pertenencias que ahora han desaparecido. Los objetos que no se usan todos los días son los más difíciles de recordar. En caso de incendio o de inundación, la cosa se hace de una sola vez. Uno trata de recordar lo que estaba en cada sitio, cierra los ojos y efectúa un paseo mental por cada habitación, revolviendo todos los cajones. Pero en un robo, a no ser que se hayan llevado todo el contenido de tu casa en un camión, la cosa es muy distinta.

Una tarde abrió el armario buscando algo que ponerse. Nos habían invitado a asistir a una cena formal. Había puesto sobre la cama su vestido negro recamado de lentejuelas. Diez minutos más tarde salió del dormitorio escupiendo vinagre y hecha un basilisco. Una combinación corta de encaje, que no usaba todos los días pero que era lo único que podía llevar bajo el vestido, brillaba por su ausencia.

– Tuvieron que ser unos chiquillos. ¿Quién, si no, iba a robar algo así? -Susan casi esperaba ver aparecer la prenda colgada de cualquier señal de tráfico del vecindario. Le producía sonrojo declarar su robo en el formulario del seguro.

Susan desiste de buscar la cámara.