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– Supongo que tendrás que conformarte con hacer un dibujo -le digo.

– Eso es lo que me encanta de ti. Eres tan comprensivo. -Ése es uno de los defectos de Susan. Tiende a apuntar su exasperación contra el blanco menos indicado.

– ¿Qué quieres que haga?

– Quiero que eches a un lado esa sábana. -Sus oscuros ojos refulgen al mirar la parte de la sábana que está remetida en el colchón. Su mirada me anuncia sus intenciones antes de que ella entre en acción. Mis manos se mueven con más rapidez, agarro el embozo y ella no puede quitármela. Pero sigue tirando-. Si quieres que haga un dibujo, tendrás que quitarte la sábana. -Ahora se ríe de mí con risa de colegiala-. ¿Qué pasa? ¿Nunca posaste en las clases de arte de la universidad? Creí que todos los tíos buenos lo hacíais.

– Debiste de ir a una universidad distinta de la mía -le digo.

– O eso, o tú no eras uno de los tíos buenos.

– ¿Debo interpretar eso como una queja?

– No. -Ella finalmente suelta la sábana. Yo recojo mis calzoncillos boxer-. Ya va siendo hora de que te levantes de la cama. Y luego dices de tu hija.

– ¿A qué hora nos acostamos?

– No sé. ¿A las doce y media?

– Es la noche que más pronto me he acostado en toda la semana.

– ¿Qué quieres, que me compadezca de ti? -Con el pulgar y el índice, hace como si tocase un violín en miniatura, y luego, antes de que me sea posible reaccionar, vuelve a agarrar la sábana y la arranca de la cama.

– Demasiado tarde. -Yo ya me he puesto los calzoncillos.

– Eso tiene remedio.

– En otra ocasión. -Miro a mi reloj, que se halla sobre la mesilla de noche-. No me había dado cuenta de lo tarde que es. -Dos segundos después estoy trajinando en el armario, en busca de unos vaqueros y una camisa de franela que dejé en él la última vez que dormí aquí. Nos vemos con tanta frecuencia, que cada uno tiene una especie de guardarropa informal en casa del otro. Cojo del suelo del armario unas zapatillas de correr, cada una de las cuales tiene en su interior un calcetín blanco. Es sábado por la mañana.

– Tengo que ir al centro -anuncio a Susan.

– ¿Adónde, al bufete?

– A la cárcel. Tengo que hablar con Jonah.

– ¿Estás seguro? -Comienza a bailar para mí una lasciva danza, meneando sensualmente las caderas al tiempo que juega con el botón superior-. ¿Quieres que te devuelva tu camisa?

– A la larga, sí, pero en estos momentos no la necesito.

Deja caer los hombros, ladea la cabeza y me mira torcidamente.

– Eres un aguafiestas -dice-. Pensaba que íbamos a pasar el día juntos.

– Sólo me llevará una hora. Tengo que hablar con Jonah.

– ¿Por qué no te vas a vivir con él? Desde luego, él te ve mucho más que yo.

– No creo que se prestaran a ponernos un jergón de matrimonio -digo-. Además, a él mis camisas no le sentarían tan bien como a ti.

Ella coge un sujetador, unas braguitas y un top y se dirige al baño principal.

– ¿Qué tal aguanta Jonah? -pregunta. La puerta está entornada, así que nuestras voces tienen que alzarse unos cuantos decibelios.

– Bien, supongo. Mary está preocupada por su salud.

– ¿Es que está enfermo?

– Tiene el corazón averiado -la informo-. Hipertensión.

– Encima de todo lo demás -dice ella-. Esto debe de estar resultando muy duro para los dos.

– Pues sí.

– Lamento que Brower dijera lo del cigarro. De haber sabido que iba a hacer una cosa así, informar de ese modo a la policía, al menos te habría avisado de antemano.

– No tiene demasiada importancia. Cuando registraron la casa de Jonah, encontraron una caja entera de esos puros. Él no pretendió esconderlos en ningún momento.

– Aquel día hice mal llevando a Brower a tu oficina. Ahora es un testigo. Quiero decir que, si él no hubiera oído a Jonah decir las cosas que dijo…

– Tú también las oíste.

Ella asoma por la puerta.

– Ya, pero yo soy yo.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no testificarías si te citasen a comparecer?

– Si Brower no hubiera estado allí, nadie habría sabido que yo estaba presente, salvo tú, tu socio y el acusado. Al acusado no pueden hacerlo testificar y, a no ser que yo haya entendido mal las normas, a un abogado no pueden obligarlo a declarar en contra de su cliente. Así que, de no ser por Brower, ¿cómo iban a saber que yo estaba en el bufete?

Susan lo tiene todo calculado. Según están las cosas ahora, es posible que la citen para comparecer, para que cuente lo que escuchó.

– ¿Los investigadores ya se han puesto en contacto contigo?

Ella, que ahora está ante el tocador, niega con la cabeza, y se pasa el cepillo por el pelo.

– Pero los espero en cualquier momento -dice-. Tarde o temprano llamarán a mi puerta. Brower me mira de un modo muy raro. Últimamente se ha mostrado muy nervioso, y mantiene las distancias. Sabe que estoy furiosa con él.

– No deberías tomártelo tan a pecho -le digo.

– Debió consultar conmigo antes de correr a entregar el cigarro a la policía. Si él estuvo presente en la reunión, fue sólo porque yo lo invité.

– ¿Y qué ibas a decirle? ¿Que se fumara el puro?

– No. -Susan deja el cepillo, se vuelve y me mira-. Le habría dicho que entregase el cigarro. Pero habría sido yo la que tomara la decisión. Ahora parece que yo haya tratado de encubrir las cosas.

– No por mi culpa, espero.

– La gente del trabajo sabe lo nuestro. Hablan de nosotros. Ya tengo bastantes problemas en el departamento. El fiscal general nos está echando el aliento en la nuca. Los periódicos nos acusan de fabricar pruebas, de sugerirles historias de horror a los niños. Bien sabe Dios que ellos no necesitan que nosotros nos inventemos nada. Brower debió mostrarse más sensible, tener en cuenta la situación general.

– Cuando pienso en Brower, la última palabra que se me ocurre es sensible.

– Exacto -dice ella.

Estoy pensando que ahora el futuro profesional del hombre es francamente limitado. Susan vuelve a concentrarse en el espejo y en el cepillo, y se lo pasa por el sedoso cabello.

– Quizá quien debió mostrarse más sensible fui yo -le digo-. Quizá fui yo el que no debió pedirte que fueras por el bufete aquella mañana.

– Yo estaba allí por un motivo justificado. A fin de cuentas, tenías razones para sospechar que Suade se había llevado a la nieta de Jonah.

– Sí. Lo cual es un excelente motivo para cometer un asesinato.

– Dime una cosa: ¿qué sucedió con la teoría de que el asesino disparó desde un coche que pasaba?

Aquélla fue la versión que publicaron inicialmente los periódicos, mientras la policía aún estaba ocultando lo ocurrido, antes de que hubiese nada de lo que informar.

– Un tiroteo en la boca de un callejón. Era la hipótesis más razonable. Pero sospecho que la policía nunca creyó en ella. No encaja con las pruebas materiales.

– ¿A qué pruebas materiales te refieres?

– Pues, por ejemplo, que encontraron dos cigarrillos que pertenecían a Suade encima de su cadáver. Uno de ellos incluso le quemó parte del vestido. La policía piensa que las colillas y la ceniza pertenecen al cenicero del asesino.

– ¿Como el cigarro?

– Exacto.

– O sea que ella fumó. ¿Y qué?

– Si Suade tuvo tiempo de fumar dos cigarrillos y de apagarlos en el cenicero del coche, ella y el que la mató, quienquiera que fuese, pasaron un rato charlando en el vehículo. Ese es el tipo de prueba que hace que los expertos en reconstrucción piensen que se trató de un acto premeditado.

– Ah. -Por el espejo veo que Susan asiente lentamente con la cabeza según lo va asimilando todo, las pruebas y las conclusiones que se pueden sacar de ellas-. ¿Han encontrado la pistola?

– Todavía no. O, si la han encontrado, no nos han dicho nada a nosotros.