Выбрать главу

Ryan ensombrece ligeramente la expresión de su rostro, lo que suelen hacer algunos actores de cine cuando se disponen a decir algo trascendental.

– Su cliente es viejo -me dice-. Morirá entre rejas… si es que antes no muere ejecutado.

– ¿Pretende decirme que éste puede ser un caso que termine en una sentencia de muerte?

– Lo que le digo es que si usted insiste en una declaración de inocencia, nosotros podemos alegar circunstancias especiales.

– Hagan lo que quieran -digo.

– Lo haremos. También es posible que a Suade le disparasen cuando ella estaba fuera del coche, quizá apoyada en la ventanilla.

Ésta es una de las sutilezas de la ley. En este estado, los estatutos del homicidio en primer grado fueron enmendados hace unos años para adaptarlos a la proliferación de asesinatos cometidos desde el interior de coches en marcha. Se definió como homicidio en primer grado el cometido desde el interior de un coche hallándose la víctima en el exterior. Tal enfoque haría posible que en nuestro caso se pidiera la pena de muerte.

– ¿Y cómo explicará usted al jurado que los cigarrillos de Suade llegasen al cenicero del asesino? ¿Diciendo que ella tenía los brazos larguísimos? ¿Y lo de las quemaduras de pólvora en la ropa?

– ¿Quiere usted correr el riesgo? El asunto tiene muchas facetas. Su cliente no va a resultar nada simpático. Ganó ochenta millones de dólares en la lotería. Hay mucha gente que compra boletos con dinero ganado con el sudor de su frente y nunca consigue premio.

– ¿Es de eso de lo que se trata?

– Me limito a explicarle la dinámica del asunto -dice Ryan.

Lo que intenta hacer es sacudirme con todo lo que tiene, descerrajarme un escopetazo y ver qué perdigones alcanzan el blanco y cuáles no. Todo esto, antes de efectuar su oferta, para que luego ésta me parezca el colmo de la magnanimidad.

– Creemos que existe la posibilidad de que podamos demostrar que Suade era una testigo que poseía información acerca de actos criminales -sigue Ryan.

– ¿De qué me está hablando?

– Le hablo del asesinato de una testigo. Lo cual, según el Código Penal, es otra circunstancia especial que permite solicitar la pena de muerte.

Ahora, más que amenazar, delira.

– Para que eso se aplique es necesario que la víctima sea testigo en un juicio criminal. No recuerdo que nada de lo que Suade decía tuviera relación con alguna acción legal emprendida ni por el departamento de ustedes ni por ningún otro. De hecho, las alegaciones contra mi cliente fueron investigadas y desestimadas. Si ésa es toda la base que tienen sus acusaciones, adelante, vayamos a juicio. No me gusta hablar mal de los muertos, pero lo cierto es que la víctima había publicado un montón de mentiras.

– Quizá por eso la mató su cliente -dice Ryan-. No le fue posible controlar su furia.

Hace una pausa para que yo asimile sus palabras. Como motivación, una mentira es tan válida como la verdad.

– Ésa es una excelente teoría, pero, por si no había reparado usted en ello, Suade tenía un montón de enemigos. Mi cliente no era el único que estaba furioso con ella. Creo que esa mujer había interpuesto una demanda contra el condado. Si no me equivoco, con la muerte de ella se extingue la posibilidad de querella. Quizá debería estar usted buscando a algún contribuyente furioso.

Me doy cuenta de que esto obra su efecto. A Ryan no le haría la menor gracia tener que explicarle a un jurado que la víctima había demandado al condado por veinte millones de dólares por detención injustificada ordenada por el juez que preside el tribunal.

Ryan carraspea, se endereza en su sillón y se pasa una mano por el reluciente cabello negro.

– Si usted y yo estamos hablando, es precisamente por eso -dice-. Si creyese que su cliente es un asesino sin entrañas, no lo habría convocado aquí. Crea que no me haría ninguna ilusión enviar al señor Hale al corredor de la muerte. Pero él, desde luego, debe mostrarse razonable y aceptar un veredicto de compromiso.

– ¿Cuál?

Él reflexiona unos instantes para dar la sensación de que hasta este momento no ha considerado la cuestión, como si no hubiera ido y venido infinidad de veces a consultar con sus jefes en el piso de arriba.

– Segundo grado -dice-. El señor Hale se salva de la inyección letal, y recibe una sentencia de entre quince años y cadena perpetua.

Para Jonah Hale, quince años equivalen a cadena perpetua. Le digo esto a Ryan.

– Además, con independencia de quién sea el sospechoso, no conseguirá que lo declaren culpable de nada superior a segundo grado. Lo que plantea usted no es un trato, sino unas vacaciones. Si quiere usted un mes de permiso, debería pedírselo a su jefe.

Él se remueve, incómodo, en el sillón. Se da cuenta de que ni siquiera ha estado cerca de convencerme.

– No puede usted demostrar que el acusado permaneció a la espera en el lugar de los hechos -le digo-. A no ser, claro está, que tenga usted a un testigo que viera el coche en la escena del crimen. Y usted y yo sabemos que no existe tal testigo.

– ¿Está usted seguro?

Me encojo de hombros. Es un farol. Lo noto.

– Todo lo demás son pamplinas -le digo-. ¿Quiere usted hacer malabarismos con las pruebas materiales? ¿Estaba Suade dentro del coche? ¿Estaba fuera? ¿Cuándo comenzaron las balas a cruzar el aire? Quizá se trató de una cita a ciegas que salió mal. Haga usted lo que le dé la gana. Pero he visto los informes forenses, y no le será a usted posible sacar adelante ninguna de las teorías que me ha mencionado.

– Tal vez nos limitemos a situar a su cliente en el lugar de los hechos y dejemos que el jurado saque sus propias conclusiones -dice Ryan-. Sobran motivos para pensar que el crimen fue premeditado y deliberado. -Otra teoría para reforzar la posibilidad de homicidio en primer grado-. A fin de cuentas, un hombre no acude armado a una cita a no ser que piense liquidar a alguien.

– ¿Se refiere usted al arma del crimen?

Él asiente con la cabeza.

– ¿Y cómo sabe usted que la pistola pertenecía al asesino?

– ¿A quién, si no?

– Ya sé que usted puede escoger sus víctimas a su antojo, pero al menos debería indagar mejor acerca de ellas.

Él me mira. No sabe a ciencia cierta lo que trato de decir; pero de pronto se le ocurre.

– ¿Pretende decirme que a Suade pudieron matarla con su propia pistola? -Veo que en los ojos, el espejo del alma, comienza a alborear la hipótesis de que tal vez mis palabras obedezcan a algo que Jonah me ha contado.

– No pretendo decirle nada. Está usted anticipando conclusiones. Pero ésa es una posibilidad que yo no descarto. Quizá debería haber hecho mejor sus deberes.

Ryan barre el escritorio con la mirada y la fija en la carpeta cerrada en la que está escrito el nombre de Jonah, preguntándose probablemente si en su interior hay algo que a él se le ha pasado por alto.

– ¿Cómo sabe usted que ella tenía una pistola? -pregunta.

– Supongo que, realmente, no espera usted que responda a esa pregunta.

Esto lo sume aún más en el desconcierto. Sin duda se pregunta si no estaré tocando de oído, improvisando sobre la marcha.

– Entonces, ¿qué es lo que quiere, aparte de un sobreseimiento? -me pregunta.

– No tengo la certeza de que mi cliente esté dispuesto a aceptar ninguna sentencia acordada. Y tampoco tengo la certeza de que yo vaya a recomendarle que lo haga. -No hay nada como regatear sobre una base firme.

– Eso podría ser un gran error.

– ¿Por parte de él, o por parte de usted? -Pongo cara de pensar que tal vez ésa sea nuestra mejor opción.

Ryan guarda silencio. Luego, lentamente, dice:

– Hay algo que tal vez sea un error por mi parte. La única razón por la que ni siquiera lo considero es porque su cliente carece de antecedentes. No existe un historial de violencia. Además, es viejo.