– Ahórrese las justificaciones -le digo.
– Por otra parte, la cosa dependería de si logro confirmar que Suade poseía una arma que coincidiera con el informe balístico, y de que esa arma se hallase en paradero desconocido -dice. Para él es fundamental averiguar de dónde saqué mi información, y tiende a asumir que mi cliente estaba al tanto de lo del arma de Suade.
– ¿Qué propone? -lo apremio.
Él vacila un momento, para demostrarme lo doloroso que le resulta lo que viene a continuación.
– Tal vez estuviéramos dispuestos a conformarnos con homicidio sin premeditación.
Es evidente que ya ha consultado esta oferta con sus superiores.
– ¿Y…?
– Y su cliente es sentenciado a seis años.
Niego con la cabeza.
– Ni hablar. Quizá tres años y que lo suelten tras cumplir dos. Y aun en ese caso, tendré que convencer al señor Hale.
– Eso no me es posible ofrecérselo.
– Entonces, tengo la sensación de que no llegaremos a ningún acuerdo. -Hago ademán de levantarme de mi butaca.
– No le conviene a usted apresurarse -dice-. Su cliente podría terminar pasando sus últimos años comiendo de una bandeja de acero y llevando uniforme de prisión. O, peor aún, preguntándose cómo es posible que haya llegado a hallarse sobre una camilla, con un brazo desnudo. Lo tenemos situado en el lugar de los hechos de cuatro modos distintos.
– Sí, ya sé lo de los cigarros.
– Hay más -dice Ryan-. Para su información, en nuestro informe aún no hemos puesto todos los puntos sobre las íes ni todas las tildes sobre las tes. Hay cosas que usted ignora.
– Entonces, ¿para qué estamos hablando? No parece sino que trate usted de aprovecharse, que intente que yo acepte un acuerdo antes de conocer todos los hechos.
Él me fulmina con la mirada y, lentamente, en sus labios se forma una sonrisa. Yo también sonrío. Los dos somos conscientes de que ambos estamos faroleando.
– ¿Por qué no habla con su cliente? -me pregunta-. Es absurdo que usted y yo hablemos si él no está dispuesto a aceptar ningún acuerdo.
– ¿De qué quiere usted que hable con el señor Hale?
– De su estado mental. Tal vez de si siente o no remordimientos.
Una hora más tarde me hallo en el bufete, hablando con Harry.
– No sé. No estoy seguro de que Hale acepte -dice mi socio-. Él asegura que no lo hizo.
– ¿Y tú lo crees?
– No creo que sepa mentir tan bien -dice Harry-. Es lo que le ocurre a la gente que lleva una vida normal. Hace falta práctica para mentir de modo convincente sobre algo así. Si se tratase de un delincuente profesional, no me sería posible discernir si miente o no. Tratándose de Hale, o es un caso patológico, o está diciendo la verdad.
– ¿Qué te parece lo del testigo? -pregunto-. ¿Viste alguna referencia a él en los informes?
Harry se ha convertido en nuestro experto en pruebas. Ha digerido cada fragmento del diluvio de información que ya ha provocado el caso.
– No, nada en absoluto -contesta-. Es demasiado pronto para hacer pública la lista de testigos, o sea que no están obligados a divulgar esa información. Pero en el material que nos han entregado no hay ninguna alusión a un testigo. ¿Hizo alguna referencia a lo que ese supuesto testigo habría visto?
– El coche en el callejón durante largo rato, antes de que Suade saliera del vehículo.
– ¿El coche de Jonah?
– Ryan no fue tan específico. Sólo dijo lo suficiente para que yo me preocupase. Pero, decididamente, estaba plantando la semilla, dándome a entender que había bastantes cosas que nosotros ignorábamos.
Harry está picando del cuenco de pistachos que tengo sobre el escritorio. Es un adicto. Hace diez días se quitó del vicio. Después de engordar cinco kilos juró que no volvería a probarlos. Luego, hace una semana, volvió de la tienda con un paquete de pistachos del tamaño del saco de Papá Noel. Me dijo que eran un regalo para mí. Desde entonces se ha pasado todo el tiempo en mi despacho, vaciando el cuenco con tanta rapidez que a mí apenas me da tiempo de volverlo a llenar, y llamándome la atención siempre que lo encuentra vacío, como si de este modo él pudiera comerse los pistachos y fuera yo el que engordase los kilos.
– ¿Quieres una cerveza para acompañar los pistachos?
– ¿Tienes?
Lo fulmino con la mirada y él se ríe y aparta la mano del cuenco.
– Bueno, ¿qué hacemos? -pregunta.
– Hablemos con nuestro cliente. Llegó el momento de la verdad. Si nos está mintiendo, debe darse cuenta de que con ello corre un gran riesgo.
– Todavía no me has dicho cómo averiguaste lo de la pistola de Suade -dice Harry.
– Mis labios están sellados.
– Pero estás seguro del dato, ¿no?
– Tengo el número de serie en el bolsillo -respondo-. Y, lo que es más, por la expresión de Ryan estoy casi seguro de que la policía no encontró el arma ni en el lugar del crimen ni en la oficina de Suade. Si la tuvieran, él no se habría quedado callado cuando yo mencioné lo de la pistola.
– O sea que el arma de Suade ha desaparecido.
– Eso parece.
Nunca le he mencionado a Harry lo que sospeché el día que conocí a Suade, cuando la vi meter la mano en el bolso. Si ella hubiese sacado aquella mañana la pistola, para apuntarme a mí o para apuntar al borracho caído en la acera, en estos momentos yo no sería el abogado de Jonah. Sería su mejor testigo. O tal vez estuviera muerto. Pero, según están las cosas, todo son meras suposiciones.
– Entonces, ¿cuál es tu teoría? ¿Que Suade salió de su oficina con la pistola en el bolso? Se sube al coche. Los dos fuman y charlan. Quizá en un determinado momento de la conversación ella pierde los estribos y saca la pistola. Se pelean por ella. El arma se dispara. Dos veces. -Harry me mira como si esto pudiera resultar poco verosímil-. El asesino es presa del pánico, tira el cadáver del coche, vacía el cenicero. Pero… ¿por qué se queda con la pistola si ésta pertenece a Suade?
Para eso no tengo respuesta.
– De todas maneras, quizá nos sea posible alegar defensa propia -dice.
– Sólo si Jonah da su consentimiento.
CATORCE
– Ni hablar. No pienso hacerlo. No podéis obligarme. -Jonah ya no está sentado a la mesa. Pasea por la habitación, frente a la puerta, como un león enjaulado, haciendo que cada dos por tres el guardia del exterior lo mire nerviosamente a través del cristal.
– No tratamos de obligarte a hacer nada -dice Harry-. Pero tenemos que decirte lo que ellos ofrecen. Ésa es una de las reglas del juego. Si no te comunicásemos la oferta, podrían expulsarnos del colegio de abogados.
– Bueno, ¿y tú qué dices? -Jonah se ha vuelto hacia mí.
– El tribunal no aceptará una sentencia acordada a no ser que tenga la certeza de que existe una base factual -respondo-. Así que quien decide eres tú.
– Entonces, la respuesta es no.
– Antes de decir que no, escucha todos los argumentos -dice Harry.
Jonah niega con la cabeza.
Lo peor que puede ocurrir es que, en un caso criminal, el cliente se cierre en banda, no valore las distintas opciones y se niegue a considerar los riesgos.
– Según la policía, te tienen situado en el lugar del crimen de cuatro modos -le digo-. Aseguran tener pruebas concluyentes de que estuviste allí.
– Sí, ya sé, los cigarros. Harry me lo dijo. ¿Y qué? Yo te ofrecí uno a ti. Le di uno a aquel investigador, Brower. Pensé que él nos quería ayudar a encontrar a Amanda y, en vez de eso, se puso a jugar a los detectives.
– ¿Le diste un cigarro a alguien más? -pregunta Harry.
– No lo sé. No anoto a quién le regalo puros.
– Por lo que me han dicho, se trata de una marca poco usual -digo.
Jonah hace una mueca.
– Montecristo A. No sé si son raros o no.
– ¿Contrabando procedente de Cuba?