– ¿Y qué conseguiríamos?
Harry se encoge de hombros. Lo desconocido.
– ¿Se puede rechazar a un juez? -pregunta Jonah.
– Sí, a uno, sí -responde Harry-. Sin necesidad de alegar motivo alguno, podemos excluirlo del caso.
– Lo malo es que eso probablemente enfurecería a sus colegas -digo-. El juez que lo sustituyera podría ponerse contra nosotros.
– El nosotros de siempre -comenta Harry-. Pero, en realidad, contra quien se puede poner es contra ti -dice mirando a Jonah.
Yo también miro a nuestro cliente. De nuevo parece decaído, demacrado. Tiene los codos sobre la mesa y el mentón apoyado en las manos. El doctor del centro médico del condado, el que se ocupa de la salud de los detenidos, le ha doblado a Jonah la dosis de sus medicinas contra la hipertensión.
– ¿Podemos averiguar de algún modo si Suade tuvo choques con la ley? -pregunta Harry-. Tal vez amenazó a alguien más con su pistola. Un arresto por intimidación con arma de fuego… Eso sería estupendo. -Sin duda, mi socio piensa que así tendríamos oportunidad de introducir la pistola de Suade en el caso.
– Ya lo he investigado -digo-. No hay nada.
– Yo iba a ir allí -dice Jonah.
– ¿Adónde? -pregunto.
– A la oficina de Suade -dice Jonah. Ésta es la primera vez que menciona este hecho-. Pero no llegué a hacerlo. Me detuve en el Strand para reflexionar. Acabé pasándome allí tres horas, con la vista en el océano, preguntándome dónde estaba Amanda. En el caso de que siga con vida. -Su mirada vuelve a posarse en mí-. ¿No has tenido ninguna noticia de ella?
– No.
– Tienes que encontrarla.
– Lo estamos intentando -dice Harry.
No le hemos dicho a Jonah que Ontaveroz también anda detrás de Jessica.
– Mary puede ocuparse de Amanda. Sería bueno para las dos -dice Jonah-. Sobre todo si yo no estoy en casa.
Para cuando salimos a la calle, todo está oscuro salvo por unos cuantos faroles y algunos coches, cuyos faros son como estelas de luz. Harry ha estacionado a cierta distancia. Su apartamento está en la colina, por encima de Old Town, y tiene vistas a la autopista y a Mission Bay.
– He tenido bastantes clientes mentirosos -dice mi socio-, pero Jonah no parece uno de ellos. Ni siquiera ha querido reflexionar sobre el acuerdo que ofrece la fiscalía. Y luego está la teoría de que a Suade la mataron con su propia arma. Eso es un comodín para salir libre de la cárcel. ¿Te fijaste en que ni pestañeó?
– Me fijé.
– ¿Tú crees que está diciendo la verdad?
No respondo.
– Lo que me hace creerlo es lo poco convincente que resulta su historia -dice Harry-. Lo de que estuvo tres horas sentado en la playa contemplando el océano. ¿Quién demonios puede pegarle dos tiros a alguien, conducir tres kilómetros y luego sentarse en la arena a esperar a la policía?
– Alguien en estado de shock -digo.
Harry reflexiona sobre esto durante unos momentos. El silencio es absoluto.
– Creo que debemos sacar el máximo partido de la teoría de que Suade iba armada -dice finalmente mi socio-. Que el jurado llegue a la conclusión de que recibió lo que se merecía. -Harry sigue aferrándose a la teoría de la defensa propia, con independencia de que Jonah sea o no quien mató a Suade -. ¿Tú qué crees?
– Creo que voy a telefonear a Ryan. Le diré que parece que tendremos que ir a juicio. Lo llamaré dentro de un par de días.
– ¿Para qué? ¿Para dar la sensación de que Jonah ha estado reflexionando sobre la oferta?
– Para eso, y para que la locomotora del gobierno tarde un poco más en ponerse a funcionar a todo vapor.
– En cuanto Ryan se entere, se nos lanzará a la yugular.
– Al menos, averiguaremos qué más pruebas tienen.
– Sí, probablemente caerán sobre nosotros como ladrillos desde lo alto de un edificio -dice Harry-. O mucho me equivoco, o tendremos que esperar a enterarnos por los periódicos.
Mi socio mete la mano en el bolsillo en busca de las llaves.
– ¿Nos tomamos una copa? -propone-. A un par de calles hay un pequeño bar.
– No puedo. Tengo una cita a primera hora de la mañana, y la canguro está en casa con Sarah.
– Hablaremos mañana por la mañana. Hasta entonces, no te desanimes. -Harry se dirige hacia su coche mientras yo me encamino a la esquina, pasando frente a la biblioteca legal del condado, hacia las vías del tranvía de C Street.
No me habría dado cuenta, salvo por el hecho de que a estas horas de la noche apenas hay tráfico en Front Street, y de que el motor del coche se pone en marcha coincidiendo casi con la despedida de Harry. Escucho el motor, una especie de sordo rugido en la noche, a cosa de media manzana detrás de mí. Las ruedas giran lentamente, a paso de caminante, y la gravilla cruje bajo los neumáticos. El coche recorre más de treinta metros antes de que el conductor encienda las luces.
Por un instante pienso en la posibilidad de que se trate del dúo de Bob y Jack, los informantes federales de Murphy, que han decidido seguirme para ver hasta dónde los conduzco. Pero cuando paso junto a un coche estacionado junto al bordillo izquierdo, veo el reflejo del automóvil en el retrovisor lateral. Uno de los faros del vehículo en movimiento está fundido o roto. Exteriormente, el coche parece bastante destartalado, no es un sedán -o Crown Victoria o Buick- de los que suelen usar los federales. Sin embargo, el motor parece potente y no suena como una cafetera.
Sigo caminando como si nada. Tengo la sensación de que cualquier mirada, por fugaz que sea, puede precipitar los acontecimientos. Cruzo las vías del tranvía y enfilo Front Street, pasando junto a la estación de autobuses Greyhound.
Ahora al menos hay más luz, y algo de movimiento en la esquina. Broadway tiene cuatro carriles, dos en cada dirección, y semáforos. Aquí el tráfico es más denso. Me detengo ante el semáforo. En la esquina hay unos cuantos individuos. Repaso las posibilidades que tengo: o sigo recto en dirección al lugar en que dejé estacionado el coche, lo cual me hará ponerme frente al vehículo que me sigue mientras cruzo en dirección a los antiguos juzgados, o voy hacia la izquierda. Lo de ir a la izquierda tiene más posibilidades, y la ventaja añadida de que los obligará a cruzar por delante del tráfico para girar a la izquierda por Broadway. Esto pondría entre ellos y yo los dos carriles del tráfico que circula en dirección opuesta.
Escucho el distante rumor del motor del vehículo. Quienquiera que sea sigue detrás de mí. Resultaría muy evidente volverme a mirar, así que no lo hago, pero los sentidos periféricos y el erizado cabello de la nuca me indican que el conductor sigue taladrándome con la mirada.
Permanezco inmóvil frente al semáforo. Un tipo con la barba crecida y una chaqueta raída por las polillas se me acerca.
– ¿Me da unas monedas? -dice. La mugrienta mano que tiende hacia mí palma arriba parece no haber tenido contacto con el agua desde hace un mes.
A estas alturas ya hay media docena de personas esperando ante el semáforo. Incluso a estas horas, Broadway está concurrido. Aprovecho la oportunidad y me muevo para quedar enfrentado al mendigo mientras busco monedas en un bolsillo, y saco unas cuantas. Echo una fugaz mirada hacia el coche. No reconozco al conductor: es un tipo moreno y de rostro picado de viruelas. Quizá sea mexicano o de Oriente Medio.
Junto a él, en el asiento del acompañante, hay otro hombre, una voluminosa sombra cuyas facciones no logro distinguir. Las ventanillas traseras tienen los cristales tintados, así que no me es posible ver el interior. El coche es un Mercedes con diez años a las espaldas y bastante maltratado. En la parte delantera no lleva matrícula.
Cambia el semáforo. El mendigo se aleja en dirección a la estación de autobuses. Un chico y una chica, cogidos de la mano, cruzan Broadway como si los hubiese disparado un cañón. Un viejo con bastón inicia el lento cruce. Otro tipo, que camina vagando por la acera, también comienza a cruzar la calle.